La guerra y la vigencia de Caín

Actualizado
  • 19/11/2022 00:00
Creado
  • 19/11/2022 00:00
La humanidad alimentó la esperanza que después de la Segunda Guerra Mundial el hombre calmaría sus instintos primarios. Se pensó que aquel fogonazo de la bomba atómica nunca se apagaría en la retina de los ojos del globo terráqueo. El espíritu de Caín ha seguido dominando unas células perversas que no mueren en el corazón del hombre y que lo convierten en el lobo hambriento de su propia especie
La guerra y la vigencia de Caín

A lo largo de toda la semana, los pueblos del mundo han seguido de cerca los acontecimientos de la guerra. A diferencia de las grandes contiendas antiguas, divulgadas por famosos corresponsales en las galeras de los periódicos, esta, de Irak, es visual, se observa en cada hogar y la consternación no es producto de imágenes diferidas, es coetánea con la marcha estruendosa de los instrumentos de destrucción.

La humanidad alimentó la esperanza que después de la Segunda Guerra Mundial el hombre calmaría sus instintos primarios. Se pensó que aquel fogonazo de la bomba atómica nunca se apagaría en la retina de los ojos del globo terráqueo. Su recuerdo sería un dique de contención a toda arrogancia imperial o expansionista.

La creación de las Naciones Unidas (26.6.45), gracias fundamentalmente al genio político de estadistas estadounidenses, produjo un oasis de cordura, que se presentía perdurable, en el desierto tradicionalmente conflictivo del mundo. La dura realidad ha sido otra. El espíritu de Caín ha seguido dominando unas células perversas que no mueren en el corazón del hombre y que lo convierten en el lobo hambriento de su propia especie.

Apenas terminó la segunda conflagración universal se dio inicio con prontitud a la guerra fría que duró casi medio siglo. Durante esos años las grandes potencias durmieron con uno ojo abierto, el temor fue lanza viviente en el cerebro humano y los presupuestos de defensa y de guerra, en creciente alza, se olvidaron de erradicar las desventuras crónicas de las comunidades miserables del orbe.

A partir de 1945 y hasta 2003 la Tierra fue escenario de 170 guerras regionales o convencionales y murieron en ellas millones de seres humanos. Estas estadísticas, decía un dirigente español, no las comenta nadie porque ellas solo indican el alto coeficiente de la estupidez humana.

En esta guerra cinematográfica de Irak, los misiles cruceros, las bombas de racimo, los morteros y tantas armas sofisticadas no están dirigidas, según parece, a matar beligerantes y civiles. Es lo que se deduce después de escuchar a los comentaristas de los apocalípticos bombardeos efectuados. Es lo que se infiere porque casi nadie muere. Los edificios son destruidos, los bombardeos son espeluznantes, el patrimonio artístico e histórico milenario es triturado, pero en proporción a los males causados, el número de bajas es reducido sobre todo en el bando de la coalición. Como en las viejas películas del oeste, los vaqueros o las estrellas principales nunca reciben un mínimo rasguño.

El Irak de hoy es un infierno. Impresiona tanto fuego letal. Pareciera que nadie sobrevivirá para contar la tragedia. Irak, infierno de hoy, fue ayer la cuna del Edén. Se puede recordar, como simple ejercicio curioso, que Irak en época remota fue asiento del bíblico paraíso terrenal.

En sus hermosas praderas Adán y Eva pasearon su inocencia hasta el día que la serpiente tentó con su silbido satánico la malicia sensual de la especie.

El Tigris y el Éufrates bañaron la vieja Mesopotamia y esos mismos ríos fueron testigos de la invasión de los ingleses en 1914 destinada a apoderarse de las refinerías petroleras ya existentes. Hoy regresan a la carga, pero montados en invisibles pájaros de hierro. Ayer Irak fue el Edén de los abuelos del mundo y hoy es un infierno de perfiles dantescos.

En el fondo del hecho histórico yace una lección que indica que nada es eterno y que lo que ayer era esplendoroso, rosado y divino, puede ser mañana flora y fauna cadavérica. El hombre y las naciones deben entender que todo cambia. Ni fue permanente el paraíso ni lo será el poder de los imperios.

Lo que causa inseguridad al morir las Naciones Unidas es lo que está por venir. A Irak se le destruye porque padece una tiranía y porque, según se alega, posee armas de destrucción masiva y armas químicas de efectos pavorosos. Es preciso advertir que en el seno del mundo hay más de 50 países con armas de destrucción masiva y por supuesto que hay más de 50 tiranías tan ignominiosas como la de Sadam Hussein.

Vendrá, por tanto, un largo periodo de guerras y de zozobras en varias partes del mundo. Sin embargo, una gran incógnita se cierne sobre el planeta. Si la guerra termina con la ocupación final de Irak sin que se hubiera usado armas de destrucción masiva, significa que Hussein no tenía las armas mortíferas denunciadas y que todo ha respondido al objetivo central de apoderarse de las reservas petroleras de Irak. En consecuencia, lo único que tendría de “peligroso” Irak es una reserva de 112 mil millones de barriles de petróleo. De modo que las tiranías sin petróleo podrán dormir en paz sin el fantasma de la invasión.

Escribo esta crónica a mediados de semana, en la fecha en que los invasores están a 80 kilómetros de Bagdad y una tempestad de arena apacigua un tanto las hostilidades, pero no dejo de ocultar mi curiosidad por llegar a enterarme en qué momento Irak hará uso de las armas químicas y de las otras de destrucción masiva por cuya existencia y destrucción solo Estados Unidos gastará entre $100 mil y $200 mil millones. El costo humano de la guerra tiene otro rango dada la simplificación de los valores, vista, tal simplificación, a través de la masacre despiadada que se viene escenificando. Morirán unas pocas docenas de soldados de la coalición denominados libertadores por Tony Blair y encontrarán su sepultura varios millares de muertitos iraquíes. Es la categoría post mortem que se otorgará a los protagonistas de la guerra del petróleo: soldados libertadores y muertitos nativos. No se me ocurre otra clasificación al observar el contenido de desprecio por la vida que proyecta cada bombardeo sobre los pueblos de Irak. Es el mismo desprecio miserable de que hacen o hicieron gala los terroristas españoles, los terroristas de las torres gemelas, los terroristas iraquíes que atormentaron el alma del pueblo kurdo, los terroristas irlandeses y los terroristas colombianos. Es el desprecio salvaje que impone la ley de la selva. Mientras no muera Caín, el hombre seguirá siendo el lobo sanguinario del hombre. Los amantes de la paz seguiremos, como decía el Papa el miércoles último, observando la guerra con el corazón oprimido.

Artículo publicado originalmente el 29 de marzo de 2003

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