Mentira piadosa a Juan Pablo II en Panamá

En la Plaza Mayor de Panamá pasa de todo, menos el tiempo.. Pasan policías, piedreros, turistas de todos lados en medio de un calor y e...

En la Plaza Mayor de Panamá pasa de todo, menos el tiempo.

Pasan policías, piedreros, turistas de todos lados en medio de un calor y entre las remodelaciones que están volviendo San Felipe otra cosa, otro mundo, post Panamá.

Sin embargo, en la Catedral, el tiempo ni pasa ni existe: si usted anda por allí y levanta la vista verá siempre lo mismo, que es mediodía, las 1:10 p.m.

Lo que jamás adivinaría es la historia que se esconde tras ese reloj, que en realidad no es un reloj sino pared pintada, una ilusión. ‘Da pena’, dice una vecina que vive en el barrio desde hace 20 años, y nunca lo vio funcionar. ‘¿Qué van a decir los turistas?’ se pregunta mientras se lleva una mano a la cara para explotar después con un: ‘¡Van a decir que esto anda manga por hombro!’.

LA HISTORIA

La Catedral de Panamá comenzó a funcionar en 1674 y era de madera. Sucumbió ante el ‘fuego grande’ que devoró el Casco Antiguo y fue reconstruida en 1756.

Aunque no se sabe a ciencia cierta cuándo instalaron el reloj, en el primer registro que aparece en los libros, lo primero que se supo de él, es, justamente, que dejó de funcionar: en 1882, el 7 de septiembre, un temblor provocó grandes daños en la estructura de la Catedral, y el reloj se detuvo. Tardaron un año en arreglarlo y el Estado tuvo que invertir 82 pesos fuertes —moneda utilizada en aquella época—.

Lo cierto es que desde entonces el tiempo corrió como loco, y el reloj lo registró cada segundo, girando sin prisa y sin pausa.

Monseñor Guillermo Tejada, rector de la Catedral, recuerda que en 1963, cuando llegó a San Felipe, el reloj funcionaba. Es el único en esta crónica que lo vio funcionar. Recuerda que el municipio pagaba por el mantenimiento del reloj.

‘Cada sábado enviaban a un hombre que le daba cuerda para toda la semana. Las veces que el hombre no venía, el reloj se atrasaba, y entonces todos se confundían de hora. El padre que estaba entonces se ponía furioso’, se ríe monseñor.

Hasta que finalizando los 70, el cielo crujió, explotó en una luz inmensa que en forma de rayo castigó el reloj y lo volvió leña. Un rayo misterioso que hizo nido en la torre y la cambió para siempre.

Tiempo después, otra tormenta eléctrica golpeó la iglesia y agujereó lo poco que quedaba, los números y las agujas. Dos palmeras, al lado de la torre, atraían los rayos. Lo descubrieron tarde. Las tumbaron cuando el reloj ya no podía arreglarse.

Para ocultar la situación, pusieron un pedazo de plástico sobre el agujero, a modo de tapa. Fue una decisión práctica: el agua entraba a montones y con cada tormenta se mojaba el interior. Las cosas continuaron de esta manera hasta que un día de 1983, Juan Pablo II anunció su visita a Panamá. El tema del reloj se convirtió en una preocupación de los organizadores del recibimiento, uno de los secretos mejor guardados del ‘operativo bienvenida’ que sólo se revela ahora, 24 años después.

LA HORA PANAMEÑA

Semanas antes del arribo del Sumo Pontífice, informaciones secretas sorprendieron al arzobispo Marcos Gregorio McGrath: a Juan Pablo II le encantaba conocer las catedrales, los templos antiguos de los países que visitaba. Es más, pedía visitar estas iglesias. McGrath recordó el reloj, y se agarró la cabeza. En esos días seguía tapado con un pedazo de plástico. Era un agujero negro.

El arzobispo se comunicó con la Presidencia y organizaron un plan de contingencia. No podían permitir que el Papa se enfrentara a tan triste imagen.

No sabían qué hacer. Comprar un reloj nuevo era carísimo, y ya no quedaba tiempo.

Decidieron con velocidad. Primero taparon el agujero con cemento y para darle un toque de sofisticación al proceso, contrataron a un pintor italiano, de apellido Bruscolini, para que reprodujera con pintura lo que se había perdido por culpa de un rayo.

Mandaron a hacer las manecillas y un grupo de bomberos ayudó al pintor a subirse tan alto para dibujar, lo que tiempo atrás había sido un reloj. Sólo los bomberos podían llegar tan alto: las escaleras internas habían sido desbaratadas por el tiempo y las polillas. Todavía sigue igual.

El caso es que al italiano sólo le dieron una indicación: que el reloj diera las 1:10, la hora estimada del arribo del Papa. Juan Pablo II, finalmente visitó la Catedral y hasta rezó en su interior.

Nadie supo hasta hoy el engaño que sufrió en Panamá Juan Pablo II. No sería ni la primera ni la última vez que la hora panameña le juega una mala pasada a un extranjero.

Los años siguieron pasando sin que el reloj lo registrara y así fue como la pintura del italiano celebró el Centenario de la República en el 2003.

Es extraño: en un barrio en el que no se para de construir, nadie le ha prestado atención a la Catedral. Como una metáfora brutal de Panamá, donde los problemas se aplazan y se tiñen máscaras insólitas, esta crónica ofrece una revancha. ¿Se podrá cambiar la historia?

Lo Nuevo