- 20/12/2025 00:00
El cierre de la edición de La Estrella de Panamá del 20 de diciembre de 1989 fue atípica e histórica. Era notable la tensión de los veteranos armadores Chelín Arosemena, Junier Garrido y Nachito Betancourt cuando aplicaban el filo del exacto a las galeras de texto de unas planas que nunca se publicaron.
Rosaura Bernal, mano derecha del director Tomás Gabriel ‘Fito’ Altamirano Duque, puso los originales de la primera y última plana sobre un rudimentario escritorio de madera, a la vez le recordaba a su jefe las prioridades de la agenda del día siguiente.
La revisión tenía su ritual. Fito se ajustaba los lentes sujetos con ligas negras, prendía un cigarrillo y seguía la lectura de la noticia principal con la punta del bolígrafo: un comunicado de la Cancillería sobre la muerte de un estadounidense por los alrededores de Plaza Amador, El Chorrillo.
Cuando vivíamos la agonía del cierre, contábamos anécdotas para sobrellevar el estrés y la presión, como la de aquel match race (duelo de dos caballos de carrera en distancia de 1,000 metros), entre “El Magnate” y “Supermarket”. Dicen que Fito pidió al fotógrafo Arístides Herrera Bravo que tomara las fotos de su caballo, El Magnate, en el partidero y cuando cruzaba la meta.
Para aprovechar que el director estaba de buen humor, un supervisor apodado “Lagarto” preguntó: ¿Por ahí aseguran que esta noche nos invadirán los gringos?
Altamirano Duque achurró el cigarrillo contra un cenicero que decía “Cinzano”, y, luego de un escaneo con la mirada, afirmó: “Si ganamos la guerra, me preocupa ¿cómo recogemos la basura de Nueva York?. Un coro de risas avaló el mal chiste.
Lo jocoso se nos fue al pozo cuando Nachito Betancourt bajó corriendo por la escalera de la redacción y lanzó un grito que nos heló la sangre, y que de solo recordarlo se me aguan los ojos: “¡Le están sacando la m... a El Chorrillo!”.
Le pedí al seguridad, el chinito Choy, que me acompañara al boulevard del Cuartel de Bomberos José Gabriel Duque para mirar hacia El Chorrillo.
Detrás del obelisco del gallo francés de Las Bóvedas, en oscuro cielo de la bahía de Panamá, se divisaban las luces de los mortíferos helicópteros Apache y Black Hawk, agazapados como leopardos, en espera de caerle encima a la presa. Yo solo pensaba en reunirme con mi familia, más nada.
El director cerró el periódico para proteger a los empleados. Monté en mi fiel Mitsubishi rumbo a Linda Vista, en la vía Ricardo J. Alfaro (Tumba Muerto). Cegado por la adrenalina, esquivé la Guardia Presidencial, salí por el antiguo DENI y, a balazos, cogí por la avenida Balboa.
Cuando cruce por el Parque Urraca escuché la “clave chácara...clave cutarra... de los batallones de la Dignidad”. Subí por la avenida Federico Boyd, me detuve en un restaurante de especialidades en mariscos, al lado del Edificio Gusromares, y les avisé de la invasión.
Pasé por la iglesia del Carmen, en dirección a la Tumba Muerto. Paré en el 24 Horas de la entrada de los edificios Chucunaque. Entonces se escuchó un estruendo: habían pulverizado el Cuartel Central de avenida A.
Cuando llegué a Linda Vista, entrando por la clínica del Dr. Yee, los teléfonos y mi bíper no dejaban de sonar. Era corresponsal del diario ABC de España. En la madre patria supieron del asalto de los marines primero que en Panamá. Las líneas de comunicación se cortaron y fue un lío enviar reportes.
Como a las 2:30 a.m. sentimos como si se hubieran levantado las casas; un bombazo destruyó el depósito del almacén Lurias, de Sara Sotillo, frente al Sindicato de Industriales de Panamá.
El 20 de diciembre no teníamos luz ni agua. Un pandillero disidente sopló que robarían en todas las casas del sector. Nuestra respuesta fue de solidaridad total. Los hombres formamos brigadas de centinelas para vigilar las entradas de las barriadas, las mujeres y niños repartían viandas y café.
La vigilia era de 6:00 p.m. a 7:00 a.m. Algunos vecinos, que tenían permisos de armas, vestían con jeans, camisas de cuadro y sombrero texano. Lo malo es que eran los primeros en quedarse dormidos. No se podía salir a la Tumba Muerto, las calles estaban alfombradas de clavos y tachuelas. Sixto Medina, de alma aventurera, salió a la avenida y se le poncharon todas las llantas, menos la de repuesto.
El cierre de abarrotes, supermercados, puestos de ventas de las ferias, provocó escasez de alimentos en todo el país. La situación derivó en un saqueo digno de Netflix y una expresiva loa al “juega vivo”. Hubo gente pobre que no robó y personas adineradas que se llevaron hasta los clubs de Félix.
Una profesora de español, estirada y cervantina, llevaba al hombro un microondas del humeante depósito de Lurias. Y como si fuera la reencarnación de Rufina Alfaro, gritaba: “Vayan, vayan; el que parpadea pierde”.
Un vecino, Arcadio T., sindicalista del desaparecido IRHE, llegó a su casa con un aparato de rebanar embutidos. La esposa, asidua a las misas de la Iglesia del Perpetuo Socorro, en el Ingenio, restó méritos a la hazaña y rezongó: “Con ese aparato te debo rebanar el cerebro...”.
El 21 de diciembre, en medio de un calor sahariano, se corrió la voz de que un pelotón del Batallón de la Dignidad se había atrincherado en los cerros de Los Andes y en las riberas de un riachuelo de la barriada.
Un grupo de soldados de la “Operación Justa Causa” con pintura verde hasta en las pestañas, comenzó a desalojar las casas para proceder a bombardear toda el área y sacar a los “contras” (en 1989 Linda Vista era pequeña).
A nosotros nos visitaron tres marines: dos rubios y un portorriqueño.
Con un disimulado sube y baja de la mano derecha, el portorriqueño trataba de calmarnos. Tomen ropa, algo de comida y agua; es posible que esta área sea bombardeada.
Es duro dejar tu pequeña casa adosada; ver a tus hijos (7 y 4 años) con la cabeza agachada; y observar a tu esposa recogiendo lo poco que había en la refrigeradora.
Para mí fue el peor momento de la invasión, pero teníamos que aceptar las cosas como son y solo confiar en Dios. Poco después se dio la contraorden de que volviéramos a nuestros hogares.
Poco después nos tocaron la puerta nuevamente. Otro susto más. Era el vecino, el santiagueño Emilio Chi con una jarra de limonada con raspadura para resistir el mal rato.
Emilio sonrió, sacó un pedazo de papel arrugado y soltó la primicia: “A ti, a Manuel y a Elías les toca cuidar las entradas de 1:00 a.m. 7: a.m.”. Lo demás es historia.