Laboratorio del odio: ensayo de dominación en la crisis panameña de 2025

  • 28/09/2025 00:01
El odio no es un fin en sí mismo ni es solo ideología; expresa diversos sistemas de dominación (patriarcado, racismo, heteronormatividad, entre otros) a los que sirve. Es tarea política urgente promover un trabajo cultural de la solidaridad, la justicia, la empatía y los cuidados

Entre marzo y junio de 2025, Panamá vivió una de las crisis sociales y políticas más profundas de su historia reciente.

Las protestas contra la reforma a la seguridad social marcaron un periodo de movilizaciones de trabajadores organizados, docentes, estudiantes universitarios y de educación media, pobladores y comunidades indígenas.

La respuesta del presidente José Raúl Mulino fue la represión policial y las persecuciones judiciales, articuladas con un discurso sistemático de odio basado en insultos y estereotipos emitidos para deshumanizar y deslegitimar a los manifestantes.

Así, la coyuntura panameña funcionó como un laboratorio donde el poder ensayó la eficacia de los discursos hostiles y midió la tolerancia social a la represión, con el objetivo de garantizar la preservación del modelo neoliberal de acumulación, mostrando con ello que el odio opera como una herramienta política clave para comprender la dominación política, económica y cultural contemporánea.

Construyendo al enemigo

El odio no surge espontáneamente; es un producto discursivo diseñado para deslegitimar a quienes resisten.

En sus conferencias de prensa, el presidente Mulino, se ha referido a la Universidad de Panamá como una “guarida” y tildó a sus estudiantes de “terroristas”; de manera permanente ha llamado a los dirigentes del Sindicato Único Nacional de Trabajadores de la Industria de la Construcción y Similares (Suntracs) “mafiosos”, “terroristas” y “comunistas” (este vocablo sigue operando como insulto político en pleno siglo XXI), y acusó a los docentes de ser los responsables de que la educación pública sea “una vergüenza”.

Estas etiquetas, lejos de ser exabruptos personales, son consustanciales al poder. Constituyen actos performativos que no solo describen, sino que actúan, produciendo sujetos peligrosos, despojados de legitimidad ciudadana y merecedores de ser excluidos (Judith Butler, Palabras que hieren,1997, p. 69).

Al calificar a los manifestantes como amenazas, Mulino crea un marco que habilita la represión, mecanismo que Butler describe como una política que decide qué vidas son valiosas, merecen ser “lloradas”, y cuáles no (Marcos de guerra, 2010, pp. 44 y 224).

Las élites simbólicas, es decir, medios de comunicación y gremios empresariales, jugaron un rol decisivo en este proceso al amplificar la narrativa oficial y reforzar los marcos de sentido común que legitiman las relaciones de dominación.

En programas de opinión y de entrevistas se presentaron a los huelguistas como “intransigentes” o se descalificaron las protestas indígenas en Bocas del Toro y Darién con frases como “ellos ni siquiera cotizan al Seguro Social”.

Desde la Cámara de Comercio se alertó que el cierre de la empresa Chiquita Brands podría traer como consecuencia que los trabajadores bananeros desempleados vinieran a “delinquir” a la capital.

Estas declaraciones, construyen un régimen de verdad (Michel Foucault, Historia de la sexualidad, vol. 1, 2005, p.121) que estigmatiza a los sectores populares, como criminales en potencia u obstáculos al progreso.

El discurso del presidente buscaba instalar un consenso negativo; no el apoyo activo a las reformas, ni siquiera a su gobierno, que ha sufrido una rápida pérdida de apoyo popular, sino la adhesión pasiva a la represión motivada por el miedo y el desprecio hacia quienes protestaban.

Así, el discurso de odio sedujo a sectores urbanos de clase media, porque les permitió reafirmar su pertenencia a una ciudadanía “decente y trabajadora”.

Para ellos, el odio cumplió un papel catártico: transformó la frustración por la precarización propia en agresividad contra el otro, también precarizado.

Necropolítica colonial-clasista

El laboratorio del odio no se limitó a las palabras; se materializó en acciones que tenían como objetivo disciplinar a los opositores a la reforma legal.

Achille Mbembe (Necropolítica, 2006, p.19) conceptualiza la necropolítica como el poder para decidir quién puede vivir y quién es sacrificable.

Esta lógica se expresó en la represión indiscriminada contra los indígenas, en particular mujeres, niños y niñas en Arimae, y la declaratoria de estado de urgencia en Bocas del Toro.

La violencia judicial se ejerció de manera selectiva y estratégica contra los obreros, con la detención del dirigente del sindicato bananero en medio de las negociaciones con el gobierno, la judicialización de la junta directiva de Suntracs, acusada de blanqueo de capitales y la cancelación de la personería jurídica de su cooperativa.

Además de la represión física, las entidades del Estado ejercieron coerción económica y financiera para castigar la disidencia. La Contraloría General de la República obstaculizó los trámites internos de la Universidad, limitando así su capacidad operativa.

A los docentes en huelga, además de posteriores destituciones, se les suspendió el pago de salarios y recibieron amenazas de bancos estatales por el retraso en el pago de sus deudas hipotecarias. Estos actos fueron escalando en intensidad a medida que el gobierno medía la tolerancia social a la coerción y su eficacia para sofocar las rebeldías.

Para servirle a usted: odio y capital

El odio no es un fin en sí mismo ni es solo ideología; expresa diversos sistemas de dominación (patriarcado, racismo, heteronormatividad, entre otros) a los que sirve.

En la coyuntura panameña de 2025, el odio contra los manifestantes cumplió una función económica inmediata.

David Harvey (El nuevo imperialismo, 2005, pp.116-121) explica que el neoliberalismo se sostiene en procesos de acumulación por desposesión que requieren neutralizar resistencias para privatizar bienes comunes, imponer megaproyectos extractivos y recortar derechos sociales.

La reforma a la seguridad social responde a esta lógica de transferir recursos públicos hacia el capital privado.

Las protestas, al cuestionar estas políticas, amenazan, o al menos dificultan, la acumulación, lo que explica la necesidad de estigmatizarlas y reprimirlas.

El odio, en este contexto, cumplió la función clave de fragmentar solidaridades, habilitar la coerción y legitimar el despojo económico.

Es por esta razón que, en su construcción discursiva, el gobierno necesitaba retratar las demandas y los derechos sociales como amenazas al desarrollo económico.

Autonomización relativa del odio

Aunque el odio, en la crisis de 2025, está anclado en la necesidad de sostener la acumulación neoliberal, no opera con esa función de manera permanente.

Como explica Sara Ahmed (La política cultural de las emociones, 2004, p. 80), las “economías afectivas” permiten que el odio circule, se acumule y se reproduzca más allá de su propósito inicial.

Así, por ejemplo, el racismo y la aporofobia preexisten a la crisis actual (baste recordar expresiones como “vayan a buscar agua al río” o “las piscinas de los barrios marginales”), cumplieron una función para justificar la represión en 2005 y volverán a su cauce normal, lograda la pacificación del capital.

Sin embargo, permanecen, junto con otras discriminaciones y discursos de odio, en el inconsciente colectivo, en una caja de herramientas simbólica que podrá utilizarse en futuras crisis (¿reapertura de la mina? ¿privatización del Idaan?) en las que las características de “salvajes”, “contrarios al desarrollo”, “comunistas” o “terroristas” servirán para (re)construirlos como enemigos de la sociedad y aplicar las tecnologías de poder correspondientes.

Laboratorio contrahegemónico

La crisis de 2025 deja una enseñanza para quienes luchan por una sociedad más justa. En paralelo a la confrontación de las medidas excluyentes de los gobiernos, se deben experimentar con nuevas formas de producción discursiva que sustenten modalidades alternativas de comunidad política.

Frente al odio de la élite, es tarea política urgente promover un trabajo cultural de la solidaridad, la justicia, la empatía y los cuidados, capaz de generar alianzas de carácter amplio para construir una democracia participativa.

El autor es abogado, científico político y docente universitario.

Pensamiento Social (PESOC) está conformado por un grupo de profesionales de las Ciencias Sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas.
Su propósito es presentar a la población temas de análisis sobre los principales problemas que la aquejan, y contribuir con las estrategias de programas de solución.
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