De cuando los desechos de unos son el hogar de otro

Actualizado
  • 23/11/2014 01:00
Creado
  • 23/11/2014 01:00
El reloj da la vuelta y él está siempre ahí, pero no porque se vea obligado, sino porque así lo quiere, dice

Cuando hablo con él, no sé si ‘Fabricio De León’ (nombre ficticio) está cuerdo o no. Por ratos pareciera que sí; en otros momentos, que no.

Parece cuerdo cuando asegura que tiene claro que las condiciones de indigencia en que vive no es lo mejor y que pronto se irá de ahí, que no quiere que se enteren de que él, Fabricio De León, el gran Fabrico De León, está así.

Pero cuando sale con comentarios como ‘la vez pasada me vestí con mi pantalón blanco y una camisa limpia y todo el mundo que me veía decía: ‘¡Mira a Fabricio! ¡Qué elegante!’. Yo traía ropa de Miami cuando estaba en mi mejor momento, yo me vestía con ropa fina’, ya no se sabe si está bien de su cabeza.

EL SEÑOR DE LA PARADA

Ahí está siempre, o casi siempre. Si uno pasa a la hora de ir al trabajo, va a estar ahí; igual que cuando uno regresa a casa. También lo estará si uno transita la avenida José Agustín Arango en la madrugada, luego de salir de alguna fiesta.

A 500 metros de la zona paga del Balboa, en Parque Lefevre, una cuadra después del restaurante Broncos, hay una parada de autobuses que, luego de la implementación del metrobús en la capital, quedó en desuso. Lo que debería ser un monumento a la mala planificación y desaprovechamiento de los recursos del Estado, es, en realidad, el hogar de Fabricio.

–¿Cuánto tiempo tiene aquí?– le pregunto.

–Unos meses– responde Fabricio, esquivo.

–¿Cómo cuántos?– insisto.

– Yo no sé quién es usted, no tengo por qué decirle.

–Yo soy periodista

–¡Somos colegas!– responde entre sorprendido y alegre mientras saca su billetera y muestra los antiguos carnés del Ministerio de Gobierno y Justicia que se les entregaba a los locutores, periodistas y reporteros gráficos.

Fabricio en realidad no recuerda cuándo llegó a esa parada. Solo recuerda que antes de escoger ese lugar como su hogar, vivía en la casa de su madre en Juan Díaz.

‘Yo cuidaba la casa de mi madre, luego de que murió. Un día me dijeron que la iban a vender y que me tenía que ir’. Fabricio habla de un cuarto en Río Abajo. A veces, cuando parece estar claro, menciona que luego de irse de la casa de su madre, terminó arrendado en una habitación en Río Abajo. Otras veces, cuando se confunde, dice que estaba en Río Abajo y que, de ahí, entonces, se fue para Juan Díaz.

LA FAMILIA Y LOS AMIGOS

–Esto es temporal– aclara– yo solo estoy aquí hasta que se termine todo el proceso de la casa y el dinero se reparta entre todos los hermanos. Cuando tenga mi plata me voy a mi hogar. La vez pasada hablé con Bernabé (nombre ficticio) allá en México y me dijo que eso ya se estaba moviendo, que él me avisaba.

Bernabé es uno de los hermanos menores de Fabricio. Vive en México desde hace varias décadas, donde se dedica a la música, es cantante. Bernabé no es el único pariente famoso, a nivel local, que tiene Fabricio. Cuando le pregunto por su apellido, me dice que sí, que él es primo de un político de Panamá Este que saltó a la fama gracias a la radio.

–¿Y los hijos?

–Esos son los que más rápido se olvidan de uno– recrimina Fabricio–. Ni les interesa saber qué es de mí.

Fabricio tiene hijos. El problema es saber cuántos. Primero dice 4, luego dice 5. ‘¿Cuatro o cinco?’, le pregunto al darme cuenta del cambio. Él se me queda viendo, y, luego de mucho pensarlo, me dice 5.

–¿Ellos no saben que usted está aquí?– reitero.

Pese a todo, Fabricio no se siente solo. Durante la conversación saluda a todo el mundo. Algunos le devuelven apenas el gesto, otros son más efusivos. Inclusive unos cuantos mantienen breves diálogos con él.

‘Yo soy amigo de todo el mundo aquí’, se jacta Fabricio y cuenta que esa capacidad de amigarse con todo el mundo ha hecho que tenga varios protectores. Por ejemplo, una joven– ‘colombiana’, resalta– le trae comida cada cierto tiempo.

Cuando le pregunto si tiene un horario fijo, dice que no, que se aparece, casi al azar, cada cierto tiempo.

Me comenta que, otra persona, por ejemplo, le trae ropa y señala un bulto envuelto en una bolsa del supermercado.

En esa bolsa, comenta, está la ropa ‘buena’, la que utiliza solo en ocasiones especiales. Para la vida cotidiana, aclara, viste siempre un pantalón de tela color gris, una camisa celeste, un abrigo negro y una gorra. Por zapatos, lo que lleva son unas sandalias tipo ‘crocs’, también negras .

‘Lo que más me traen es de comer’, reconoce Fabricio, quien, muy al estilo de la gente del interior, señala con la boca hacia adelante. ‘El bombero del turno de la noche siempre viene para acá a conversar conmigo y me trae café’, agrega refiriéndose al despachador de gasolina que trabaja en la estación de la acera de enfrente.

El aprecio de sus vecinos es tanto que, cuenta, la ronda de Policía Nacional siempre está pendiente de que esté bien. ‘Pasan varias veces al día a revisar cómo estoy’, dice. No obstante, esas atenciones de los agentes del orden no han impedido que lo asaltaran ya varias veces.

Además de los asaltantes, comenta que ha tenido problemas con una indigente que aprovecha cada que se ausenta de su hogar para hurtarle las cosas. Sus productos de aseo personal, la comida, lo que encuentre, se lo lleva. ‘Ya varias veces le he dicho que no se acerque a mi casa, que sé que ella es la que se lleva las cosas’, me indica.

Otro con el que no se lleva muy bien es un vecino que vive en la esquina, que lo ha acusado de fumar mariguana. ‘No sé ni de dónde viene ese tipo, dicen que vive por allá’, menciona señalando a lo lejos, ‘un día salió a gritar y a decir que estaba harto del olor a mariguana y que yo era un fumón. ¡Nada de eso! ¡Nada de eso’, vocifera. Según Fabricio , hay unos muchachos que se reúnen en la esquina por las noches y prenden los cigarrillos. Comenta que ya se lo ha comentado a la Policía varias veces, pero no han hecho nada.

– ¿Con tanta gente que pasa por la José Agustín Arango, cómo es posible que ningún familiar se haya dado cuenta de que él está ahí?– me pregunto. Sin hacerle la pregunta, pareciera adivinar mi duda y me responde: Hace unas semanas un sobrino lo vio. En vez de acercarse a él, el muchacho, hijo de uno de sus hermanos, le mandó un papel con un conocido. El papel decía que, si necesitaba algo, lo buscara en una dirección que le apuntó.

LA SALUD

Fabricio tiene ganas de ir a ver a su sobrino; pero no lo ha hecho. No por orgullo ni nada parecido, sino porque las piernas no le dan.

Se levanta un poco el pantalón y me muestra la pierna, lampiña, pero hinchada y enrojecida.

–¿Qué tiene?

–No sé, nunca me han sabido decir– explica–. Tengo años yendo a la J. J. Vallarino. Un médico me ha mandado montones de pastillas, pero nunca me ha dicho qué tengo.

El hombre hace un esfuerzo por ponerse de pie. Con un poco de ayuda, lo logra. Da unos cuantos pasos, formando un círculo y nuevamente se sienta, evidentemente agotado.

–He pasado varias veces por aquí y hay veces en que esto está solo, ¿a dónde va?– le pregunto.

–Voy al 99– y señala hacia el Balboa, donde está el supermercado–. Yo voy allá, me tomo un café, me quedo un rato conversando con los amigos y regreso– explica–. Además, en el otro 99– ahora señala del otro lado, hacia Plaza Carolina, donde hay otra sucursal del supermercado– cobro mi pensión. A veces, también va a una iglesia evangélica que está a unos cuantos metros y me señala la Biblia que tiene a su lado, subrayada y llena de anotaciones.

Cuán cierto es eso, no lo puedo comprobar. Si unos cuantos pasos le cuestan, ¿será posible que ande, tan siquiera, 100 metros? Durante la narración me comenta que un día, caminando como quien va para el Balboa, se cayó. No es la primera vez que le sucede, confiesa. Cuando anda, dice que siente un mareo y no hay forma de sostenerse.

La diferencia entre esta última caída y las anteriores es que, en esta ocasión, se rompió la cabeza. No recuerda mucho, solo que una joven lo levantó y lo mandó en un taxi al centro de salud. Cuando llegó a allá, descubrió que la joven que lo rescató era una de las enfermeras. Lo atendieron, lo cosieron, y de ahí, volvió a su parada.

DIRECCIÓN EXACTA

Su sobrino no es el único que sabe dónde está. Asegura Fabricio que hace unas semanas un viejo amigo lo buscó en la parada y le preguntó si quería ir a trabajar con él en su taller. Si no aceptó es porque, le explicó, el problema con sus piernas. ‘¿Qué mecánica puedo hacer así?’ cuestiona en voz alta, más para él que para mí. ‘Yo soy un excelente mecánico, hago muy buenos trabajos’, reitera.

–¿Pero usted es locutor o mecánico?– le pregunto confundido. Él me explica que fue locutor de una de las principales emisoras FM de la década de 1970 y 1980, propiedad de su primo, el que hoy es político. Él se encargaba del turno de la noche y, a veces, el de la madrugada. ‘La gente se despertaba conmigo. Usted es joven, pero pregunte por ahí quién soy yo, y muchos se acordarán de lo que hice, lo que pasa es que no me gusta andar sacando en cara quién soy, Fabricio De León’.

Dice que trabajó muchos años en la estación de su primo y que llegó a conocer a Aníbal del Mar, a Leopoldo Fernández, así como a otras figuras de la radio. Su primo viajaba constantemente a Miami y, con él, iba Fabricio.

Pero un día algo pasó y Fabricio y su primo, el político, ‘rompieron palito’. Dejó la emisora y empezó a hacer otras cosas. ‘Me dieron como 12 mil dólares cuando me fui’, yo me compré un busito para recoger a mi hija en la escuela.

LA OTRA CASA

‘Yo no soy un indigente ni un piedrero’, me aclara Fabricio. ‘Yo tengo una casa y tengo dinero, si estoy aquí es porque quiero y solo estoy esperando que se resuelvan algunas cosas para irme’, reitera.

–¿Entonces, tiene casa?

–Sí, yo tengo mi casa en El Crisol; pero no puedo vivir ahí– ante mi rostro de confusión, procede a explicarme–. Yo vivía ahí con mi mujer, la darienita, pero es un peligro seguir ahí con ella, así que me fui.

Resulta que ‘la darienita’, como él la llama, era su pareja desde hace mucho tiempo, al parecer, era legalmente su esposa. A ella la conoció trabajando en la emisora y luego de mucha insistencia y cortejo, terminó formando una familia con ella. Tuvieron hijos, hicieron un hogar. Empero, algo terminó mal que la relación se quebró por completo una tarde cuando ella, violando el dictamen del corregidor, ingresó a su cuarto y trato de quemarle la cara. ‘En ese momento decidí que debía irme, porque si no algo iba a pasar, alguien iba a terminar mal’, me asegura. Dice que las cosas iban mal entre ellos, que un corregidor les había ordenado dividir la casa y que cada uno viviera en una parte, sin entrar en contacto, durante seis meses, para ver si los problemas se disipaban (‘Cómo en las películas’, comenta reído). Ya casi culminaban los seis meses de tregua cuando ocurrió el episodio de la plancha.

Lo miro incrédulo. Él se da cuenta y me dice: ‘Tiene razón, usted no sabe quién soy, no se debe creer todo lo que le digo: podría estar mintiendo’.

Está cayendo el sol, le digo que me tengo que retirar. Quien no quería hablar conmigo en un principio, empieza a contarme anécdotas. Yo insisto en que me tengo que ir, y él insiste en contarme más historias. No le presto ya mucha atención, el tiempo apremia; sin embargo, sí escucho cómo reitera que todo es temporal, que cuando vuelva la gente verá una versión mejorada de él, más cercana a la plenitud que al ocaso en el que ahora, voluntariamente, dice, está.

Finalmente opto por ponerme de pie e ir alejándome, cuando él cae en cuenta de que me quiero ir, se despide, y al darme la vuelta me comenta: ‘Tengo muchas historias por contar, venga más seguido para que conozca, aproveche que estoy aquí, que es solo por poco tiempo’.

–¿Por poco tiempo?– le pregunto, sorprendido– ¿cuándo se va?

–Lo más seguro es que el próximo año no lo recibo aquí– me asegura–, ya me habré mudado.

Al final, da lo mismo de dónde viene y si la historia es completamente fidedigna. Fabricio , un anciano sexagenario, vive en una parada de autobús y, al parecer, a casi nadie le importa.

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