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Dolores, Doña Juana, el Padre, y otros curiosos personajes de la isla de Taboga
- 15/12/2019 00:00
- 15/12/2019 00:00
“En cada pueblo hay algo especial, superior a los pueblos vecinos, y llama más la atención al cronista. Eso es lo que sucede con la Isla de Taboga”.
Así empieza su relato sobre la Isla de las Flores el escritor, médico y diplomático norteamericano Robert Tomes, quien arribó a sus playas en 1855 como parte de una gira por el istmo de Panamá, organizada por la Compañía del Ferrocarril con motivo de la inauguración de la ruta transconstinental entre las ciudades de Panamá y Colón. Tomes publicó posteriormente un libro sobre las experiencias de su viaje titulado Panamá en 1855.
Reticente a la invitación en un principio, decidió aceptar —explica en la parte introductoria— porque le aseguraron que no le costaría nada y porque durante el recorrido de varias semanas tendría acceso ilimitado a cócteles de champaña y los más deliciosos manjares de la comida internacional y panameña.
El libro Panamá en 1855 fue recibido con mucho interés en el mercado anglosajón y varios de sus pasajes se reprodujeron en revistas literarias de la época. Entre sus amenas explicaciones y anécdotas, sobresalen las de su visita a Taboga. De estas, se puede entrever el estilo de vida de la isla, sus costumbres ancestrales y la cantidad de extranjeros que anclaban y terminaban sus vidas en este punto perdido del planeta.
A continuación algunos pasajes resumidos y traducidos.
Los nativos del pueblo de Taboga son gentes sencillas, amantes de la paz y del lado apacible de la vida.
La languidez de su existencia parece estar condicionada por el calor y la humedad típicas de una isla tropical, a lo que se añade la soñolienta bahía en reposo, la belleza del paisaje y la exhuberancia de la naturaleza, que hace transcurrir los días como si fueran un largo sueño.
La variedad de orígenes étnicos se asoma ocasionalmente en alguno que otro habitante, cuando se puede observar claramente uno que otro rasgo particular del español, del africano o el indio, pero prevalece una armonía de colores y de formas que dan a los nativos la apariencia de egipcios de piel bronceada, extremidades redondeadas y facciones regulares. La sangre de los orgullosos y crueles conquistadores de Castilla, combinada con la del indio salvaje y del paciente esclavo congo, ya libres de dureza y de amarguras, fluyen como una suave mezcla en las venas de la tranquila gente tabogana.
Los hombres, aunque ágiles, capaces y fuertes, son indolentes para el trabajo. Las mujeres son graciosas y bien formadas, de movimientos fáciles y gran naturalidad; sus ojos son grandes, llenos y dormidos.
Hay poca necesidad de trabajar en esta bien favorecida isla. La comida puede ser conseguida solo con extender la mano, ya que la naturaleza generosa es capaz de suplir como una tienda de mercancías inagotables; el abrigo y ropas son poco necesarios, porque aquí hay eterno verano.
Los hombres construyen chozas frescas con el bambú que crece en la isla, que amarran con hojas de las palmas; cultivan maíz y camotes, árboles frutales y lanzan sus canoas a la bahía para pescar o navegar hasta la ciudad de Panamá y vender sus cultivos.
Las mujeres permanecen en las casas, meciéndose en sus hamacas, atentiendo a los niños, preparando comidas simples, o tejiendo canastas de hojas de palma, pilando el maíz, u otras pequeñas y simples obligaciones.
El primero de los personajes taboganos es “el Padre”. Él no tiene ninguna expresión sombría o eclesiástica, sino un rostro redondo y jovial; es un hombre de Dios, cuya cara libre de arrugas no parece alojar una sola preocupación, y que, lejos del asceta que piensa que los placeres de este mundo deben ser dejados para mañana, es un hombre feliz que nunca deja para mañana ningún placer que puede disfrutar hoy, y que no piensa en el paraíso celestial sino que parece más bien contento con su paraíso aquí en la tierra, entre los naranjales y las chicas de ojos oscuros de Taboga.
El padre es un mortal feliz, amado por su simple rebaño y en especial favorito de las mujeres de Taboga. Por una libre interpretación de la ley del celibato, se las ha manejado para ser el padre de una tanda de criaturas que revolotean alrededor del pueblo.
No hay mejor juez en toda la isla para decidir las peleas de gallos. Luce más atractivo cuando se ha quitado las ropas canónicas, después de dar la misa en la iglesia el domingo. Con su finamente tejido sombrero Panamá inclinado hacia un lado de su oscura cabellera, y alegre, en sus pantalones blancos y su brillante camisa sedosa, se lanza ardiente a las apuestas y a las peleas de gallo como cualquier parroquiano. En las fiestas taboganas es conocido como el que mejor baila; su presencia de ánimo contagia el espíritu y movimiento de las chicas que danzan, y piensan que es el hombre más adorable de toda Taboga.
A pesar de su gusto por las peleas de gallo y su prontitud al baile y a las fiestas, el Padre no descuida sus obligaciones espirituales. El día Domingo de Santos, siempre se le puede encontrar en la iglesia, rodeado de un olor a santidad, cantando en la misa con su voz aceitosa y dispuesto a ejercer sus funciones espirituales en cada nacimiento, matrimonio y muerte de la isla. Para estas ocasiones invariablemente echa mano de una estatuilla del Niño Jesús tallada en madera, con cabello dorado y mejillas nacaradas, figura alrededor de la cual revuelven estas tediosas obligaciones. Al más leve prospecto de un nacimiento o de una muerte, la pequeña figura, pesada y difícil de mover, es despachada alegremente, desde su lugar en el altar, donde se sienta con las piernas cruzadas, a las faldas de la virgen de madera y en compañía de otros santos y apóstoles pintados, para que su presencia bendita acompañe a los que sufren y mueren.
No hay nadie en Taboga, especialmente las mujeres, que estaría dispuestos a cambiar a su Padre favorito por el mismo Papa de Roma.
Otro personaje de Taboga es esta mujer alta y demacrada, de rostro anguloso, delgado y marchito, pero lleno de pecas, cuyos rojizos cabellos despeinados caen fieramente sobre sus hombros angulares. Su largo cuerpo y huesudas extremidades, apenas cubiertas con una ligera túnica, la hacen parecer un dragón que se mueve pesado y lento sobre el pueblo. La sigue permanentemente un hombre delgado, viejo, sordo y reumático, un tabogano, que parece el más manso de los sirvientes, todo trabajo y obediencia, y que es su esposo.
Esta mujer oriunda de Escocia es conocida por los nativos como Doña Juana, un apelativo respetuoso que surge debido a su imponente dignidad y sus habilidades como psíquica. Ella se anuncia como una hechicera, y en su cabaña de techo bajo, la más sucia del pueblo, y rodeada de botellas y paquetes mugrientos de medicinas y compuestos químicos, mezcla sus pociones. Aceite de castor, jalapa nauseabunda, un amargo compuesto de su propia invención, causan una gran impresión entre sus clientes.
La historia de cómo Doña Juana llegó al paraíso de Taboga, sigue siendo un misterio. Al final, resulta una más de esas criaturas humanas, que arrojadas por la tormenta de la vida, llegan a posarse y descansar en este, uno de los lugares más quietos del mundo.
Sin duda la más bella del pueblo de Taboga es Dolores, una suave, pulposa y dulce naranja tabogana. Ella es una de esas bellezas que ha madurado bajo la sombra. Se pasa el día meciéndose en la hamaca, de la que solo se separa en la mañana temprano o una que otra tarde para tomar su baño en el arroyo de Taboga; su piel es blanca y suave; parece una de las mujeres caucásicas que habitan el palacio del sultán de Turquía. Sus facciones de expresión soñadora, su boca voluptouosa y sus hechiceros ojos negros relampagueantes la salvan del aburrimiento y la falta de interés. Su cabello oscuro fluye grueso sobre los hombros redondeados y su alto escote expone toda su brillante blancura y completo desarrollo. Sus manos y pies son pequeños y blancos, como los de la mayoría de las mujeres españolas, quienes toman especial cuidado de que ningún trabajo pueda dañar su belleza, de la que están tan orgullosas. Todos se enamoran de Dolores, pero ella es una triste coqueta y el mundo está advertido.
Otro de los habitantes de Taboga que vale la pena mencionar es Frank, el moreno medio moro de apariencia, que ha navegado y peleado bajo cada bandera de la cristiandad y ha hecho, se rumora, tratos oscuros con traficantes de esclavos y piratas. Lleva una vida alegre; es famoso como mercader y viaja periódicamente para suplirse de provisiones; regresa cargado de brandis y vinos que suple a los navegantes y nativos desde su propia tienda ubicada cerca de la costa.
También está Slingman, un nativo de Nueva Inglaterra, quien está siempre tan descuidado que parece un náufrago, pero hace alardes de que ha sido abogado en Vermont, traficante de esclavos en la costa de Africa, y cónsul americano en las islas de Sandwich. El también tiene una esposa tabogana, y una de las mejores clientas del brandi francés de Frank.
En la edición de la Revista Lotería de febrero de 1973 puede encontrarse una reseña del libro de Tomes. El libro completo en formato pdf puede descargarse del sitio web www.hathitrust.org