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- 29/01/2017 01:00
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¡Por fin! Tras años de discusiones y trabas, en 1903, el gobierno de Estados Unidos había colocado todas sus fichas.
El Congreso había decidido la ruta (Ley Spooner, 1902). Como república independiente, Panamá le había concedido los permisos.
Ahora, el presidente Theodoro Roosevelt se preparaba para dar inicio a los trabajos del ansiado pasaje marítimo entre Oriente y Occidente.
En mayo de 1904, llegaría al país la primera delegación de expertos estadounidenses, integrada por ingenieros y militares de prestigio: el general George Davis; el admirante John Walker; el ingeniero William Barclay Parsons y otros técnicos y contratistas especializados en minería y voladuras.
Entre el grupo, llamaba la atención la tranquila presencia del médico militar George W. Gorgas, cuya labor, el presidente norteamericano consideraba la más importante de todas.
El mandatario, empeñado en la construcción de la vía interoceánica, era consciente de que el principal obstáculo para esta tarea titánica serían las enfermedades. Así lo había demostrado la experiencia de los franceses en el istmo, forzados a abandonar las obras (1878-1895) tras unas 20 mil muertes.
Más fresca todavía en la memoria, estaba la experiencia de la Guerra Hispano-Estadounidense, en Cuba, donde habían fallecido 13 veces más soldados a consecuencia de las enfermedades tropicales que por las balas.
Entre 1989 y 1901, Gorgas, como jefe de sanidad en Cuba, había logrado sanear la isla y proteger a los soldados. Ahora debía hacer lo mismo en Panamá.
GORGAS
A su llegada al istmo, William C. Gorgas tenía cuarenta y nueve años de edad, y su cabello estaba totalmente cubierto por las canas.
El médico nacido en Alamaba, procedía de una distinguida familia sureña. Desde niño soñaba con ser militar, pero la única forma que encontró para entrar en el ejército fue la medicina.
Con su carácter bonachón fundamentado sobre sólidos principios y su conocimiento, aunque ligero, del español, fue el primero de los estadounidenses que entabló relaciones amistosas en la sociedad panameña. Uno de los más allegados sería su colega Manuel Amador, de quien recibiría apoyo importante para la misión que le había sido encomendada.
LAS FIEBRES TROPICALES
Como gran parte de los médicos de la época, en 1989, al llegar a Cuba, Gorgas ignoraba el origen de las enfermedades que diezmaban a los soldados estadounidenses y que la sabiduría popular atribuía a la mala higiene o a ‘los humos miasmáticos' de los trópicos.
Una de las primeras acciones tomadas por el médico al surgir la crisis sanitaria en Siboney (Cuba), fue quemar el pueblo. Afortunadamente, entraría en contacto con el médico cubano Carlos Finlay, quien desde la década de los ochenta había estado tratando de convencer a la comunidad científica y a las autoridades de que la fiebre amarilla, la malaria y la fiebre tifoidea, principales causas de muerte, eran transmitidas por los mosquitos.
Gracias a los conocimientos brindados por Finlay, Gorgas pudo desarrollar una estrategia que le permitió controlar los criaderos de insectos y reducir dramáticamente la tasa de mortalidad en La Habana, que en el año 1900 consistió sorprendentemente de 34 defunciones por 1000 residentes. En 1901, la fiebre amarilla había desaparecido.
CONDICIONES EN PANAMÁ
Pero todos sabían que la situación de Panamá era bastante más complicada y difícil.
De acuerdo con las memorias transcritas por su esposa Marie, (recogidas por David McCullough en su portentosa obra ‘Un camino entre dos mares'), al llegar a Panamá, Gorgas encontró un lugar ‘terrible'.
Colón lo sorprendió como ‘un pueblo sucio y dilapidado', donde los niños deambulaban desnudos en ‘medio de casuchas rodeadas de pantanos pestilentes cubiertos de aguas negras'.
Ni en la terminal atlántica del ferrocarril ni en la del pacífico, Panamá, había alcantarillados.
En general, el istmo era el paraíso de los mosquitos. No solo la temperatura, que permanecía constante a través del año, permitía su constante renovación. Las costumbres de la población también ayudaban.
En las casas de la ciudad de Panamá, el agua se almacenaba en barriles de madera y tinajas de barro, en las que abundaban las larvas.
En el mismo Hospital de Ancón -construido y operado por los franceses y que fue aprovechado por Gorgas para establecer su sede de operaciones-, no había mosquiteros. En los jardines abundaban los recipientes que acumulaban el agua. En las salas para los enfermos, se protegía a los pacientes de las arrieras colocando vasijas llenas del líquido en las patas de la cama.
En las noches, había tantos mosquitos en el hospital, que parte del personal tenía como única ocupación abanicar a los doctores y enfermeras para que estos pudieran trabajar.
Tras un análisis profundo de la situación imperante, Gorgas estableció su estrategia de saneamiento, en la que el combate a la fiebre amarilla ocupaba el primer lugar.
A diferencia de la malaria, endémica en el istmo, y que afectaba a gran parte de la población residente a lo largo de la ruta elegida para el canal, la fiebre amarilla aparecía esporádicamente en forma de epidemia, con gran mortandad. Entre los años 1892 y 1897 esta había desaparecido para volver con fuerza en 1899 y 1900. Por ello, Gorgas pudo determinar que esta debía provenir de elementos recién llegados al istmo.
A través de los estudios de Finlay, Gorgas había podido saber que la fiebre amarilla se transmite entre los seres humanos por medio de la picadura del mosquito Stegomyia fasciata, hoy conocido como Aedes aegypti.
Mientras el Anopheles, que transmite la malaria, se cría principalmente en los pantanos, el Stegomya vive entre los seres humanos, cuya sangre necesita para madurar sus huevos.
Para transmitir la fiebre, la hembra del mosquito debía picar a la persona durante los primeros tres días de incubación de la enfermedad.
LA FIEBRE AMARILLA EN PANAMÁ
En junio de 1904, llegaría al istmo el ingeniero John F. Wallace, nombrado por Roosevelt como jefe de ingenieros del canal y cabeza principal del proyecto.
Wallace, que tenía un sueldo de $25 mil al año (Gorgas ganaba $4,000), estaba ansioso de iniciar las obras. Para ello, necesitaba reunir lo más pronto posible una fuerza laboral de unos 30 mil trabajadores, la mayoría de los cuales debían ser extranjeros.
Temiendo que los miles de recién llegados no inmunes provocaran otra nueva epidemia, Gorgas presentó a Wallace su plan de trabajo.
Sin embargo, ni este ni el entonces gobernador de la recién organizada Zona del Canal, el general Davis, comprendieron la gravedad ni la urgencia de la situación.
Cuando Gorgas le pidió que se adquirieran telas metálicas para edificios y residencias, la respuesta de la gente de Wallace fue que ‘tenían cosas más importantes en las que pensar'.
Como lo temía Gorgas, pronto aparecería nuevamente la fiebre. El primer caso se dio en el Hospital Santo Tomás, el 21 de noviembre. Se trataba de un trabajador italiano recién llegado al istmo.
Para gran alarma de Gorgas y de la población, la enfermedad empezó a propagarse rápidamente.
En las páginas del Star & Herald se aparecían a diario numerosos obituarios de los muertos y un listado de nuevos casos.
En Colón, cuenta McCullough, un empresario, que había vivido epidemias previas, empezó a acumular ataúdes en su establecimiento comercial, preparándose para hacer negocio.
Pero un hecho cambiaría todo: abrumado por la burocracia, los deslizamientos de tierra y las muertes de los trabajadores, el ingeniero Wallace decidió renunciar a su puesto.
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