Epifanía de Mei

Actualizado
  • 23/11/2019 00:00
Creado
  • 23/11/2019 00:00
Mirando detenidamente el estanque que era alimentado cada día por los torrenciales aguaceros, típicos de esa época del año, Mei dejaba correr las lágrimas por su rostro sin enjugarlas, sintiendo que —aunque más discretas— las suyas se asemejaban a las que dejaba la nube como evidencia en cada rincón, incluido ese donde ahora ella se refugiaba.

Mirando detenidamente el estanque que era alimentado cada día por los torrenciales aguaceros, típicos de esa época del año, Mei dejaba correr las lágrimas por su rostro sin enjugarlas, sintiendo que —aunque más discretas— las suyas se asemejaban a las que dejaba la nube como evidencia en cada rincón, incluido ese donde ahora ella se refugiaba. También se daba cuenta con tristeza de que entre ambas había una importante desemejanza porque cuando la nube lloraba, a diferencia de ella, siempre estaba acompañada por dos inseparables amigos: el rayo y el trueno, que, sin embargo, no lograban resolver un breve desacuerdo respecto al momento en el cual se presentaban.

Al iniciar la inmensidad del obligado recreo, ella corría rápidamente a través de caminos furtivos ya conocidos para llegar a la identificada oquedad con cuerpo de maleza que siempre estaba allí, esperándola agazapada a la sombra de un guayacán. En cuclillas, todavía con la respiración agitada y el corazón palpitando sin freno, buscaba rápido consuelo. Había perdido nuevamente la seguridad que, como en un vientre materno, encontraba en la mirada vigilante de la maestra. Parapetándose en los setos, ya sin lágrimas, vio con asombro esa mañana que el agua del estanque, cerca de la orilla, parecía efervescer, entonces, evitando caer, se acercó lo más que pudo para observar que innumerables animalitos se movían frenéticamente. No pudo definir su color, parecían formar parte del agua y tampoco les encontró un especial atractivo: eran delgados, con larga cola y una minúscula cabeza que le pareció casi invisible. ¡Pobres bichos!, pensó que al igual que a ella, todo el mundo los encontraría particularmente feos, pero vivían en el agua de la lluvia, a la sombra del mismo árbol que la cobijaba a ella y en el mismo lugar donde encontraba sosiego, entonces pensó, que sería una gran idea hacer amistad con uno de ellos porque seguramente se entenderían.

Fue tan importante aquel hallazgo, que ese mismo día, muy ilusionada, decidió incorporar una nueva carga en su lonchera, con la intención más tarde de reproducirle un hogar en el jardín trasero de su casa. Allí podría entonces, depositar a su invitado con cuidado y, cada día, irle contando diferentes historias refiriéndole hechos que permitirían reproducir los que, con toda seguridad, también le habían sucedido a él respecto a sus compañeros del estanque a la sombra del guayacán. Primero quizás le hablaría de las burlas, esas que tanto la avergonzaban; también, podría empezar contándole sobre aquellos desafíos impuestos que había realizado para congraciarse, descubriendo que en realidad escondían la intención de verla hacer el ridículo; y, ¿porqué no?, podría contarle las innumerables veces que cedió su merienda para lograr hacer una nueva amiga, corroborando todas las veces que, después de comerla se marcharía, y ella de nuevo se quedaría con una soledad hambrienta de merienda y compañía.

Las vacaciones que siguieron durante el medio año escolar le permitieron frecuentar el pozo y profundizar la amistad. Ella, que se sentía igual de insignificante y fea que su invitado, sentía alivio de saberse parte de un conjunto donde también él estaba incluido. Tenían, por así decirlo, un micromundo compartido. Pasaba horas sentada en el jardín al lado de aquel pozo, donde las historias narradas se iban haciendo testigo de los asombrosos cambios que su invitado sufría. Ella, que había ido introduciendo algunos cambios a sus historias procurando mayor resarcimiento ante la ignominia que sufría, se fascinaba al observar aquellos significativos cambios que también se le iban produciendo a su amigo: se le había achicado la cola, el cuerpo se le había ensanchado y ahora la cabeza más visible, dejaba incluso espacio para dos abultados ojos. Ella pensaba que ese proceso estaba, sin duda, vinculado a los cambios en sus narraciones.

Inmersa en sus pensamientos, desgajándolos uno a uno, establecía una relación entre ambos procesos, enlazaba sus narraciones con las transformaciones que iba sufriendo su amigo. Entendió que, sin ninguna razón aparente, había permitido, luego estimulado con su inacción y finalmente soportado como si de un castigo merecido se tratase, aquellas frecuentes tropelías de sus compañeras que, luego la avergonzaban y callaba. Nadie más que ella entonces estaba frenando su proceso de transformación. Corrió al pozo, y allí, de nuevo observando a su amigo con un interés renovado, inició las historias introduciendo aún mayores cambios que le permitieron convertirse en su propia intercesora. Su amigo ahora tenía patas, la cola aún más pequeña, el cuerpo y la cabeza con una forma singular, que, en comparación con aquella sombra inicial, podría incluso decirse que era bella.

Forzada por las circunstancias que había vivido, era muy cautelosa y desconfiada, por ello evitaba ufanarse de haber logrado tantos avances a favor de él. Tampoco quería disimularlos mucho porque eventualmente él podría en cualquier momento advertirlos cuando descubriera su reflejo en el agua del pozo, entonces, iba con pausa. Las narraciones fueron transformándose para cada día parecerse más a él y comenzaba también a observarse a sí misma diferente. Se había insensibilizado a las burlas, que, lejos de apocarla, la crecían frente a sus ejecutoras. Empezó a observar menos pasividad en las simples observadoras y se notaba con más destreza verbal ante el oprobio que pretendían sus otrora torturadoras.

Una de esas tardes venía muy apurada porque le traía excelentes noticias a su amigo; su equipo de trabajo en la escuela había logrado la más alta calificación y en consecuencia recibido un espaldarazo de sus compañeras. Al llegar, soltó rápidamente su equipaje y corrió hasta el fondo del jardín, acercándose al pozo. Se asomó sin ser capaz de encontrarlo, buscó un rato, movió el agua para provocar ondas que, generalmente lo hacían aparecer y sin embargo, no pasó nada. Se recriminó que había estado unos días con sus padres lejos de casa, quizás debió poner una excusa para quedarse y cuidarlo. Cuando el llanto comenzaba a brillar en el borde de sus ojos, vio entre las hojas una hermosa ranita color carmín. Los graciosos saltos que daba entre las ramitas y hojas que bordeaban el pozo le daban un brillo especial a ese rincón del jardín y entonces ella pensó que ya las buenas noticias le habían llegado a su amigo porque estaba siendo testigo de la materialización de la belleza y el color de la alegría.

Aspirante a escritora

Ana María Rotundo

Administradora, contadora y aspirante a escritora.

Licenciada en Administración y en Contaduría Pública, con especialización en Riesgo de Crédito.

Banquera durante 25 años y socia en empresa de administración de proyectos por 5 años.

Asesora de riesgo y profesora universitaria. Viuda y madre de dos hijos.

Ha realizado varios talleres literarios en la Universidad de Panamá.

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