La lluvia cae acompañada de poemas

  • 11/05/2014 02:00
La llovizna, fuerte y gruesa y amiga, es la culpable de muchos recuerdos, de muchos versos, de numerosos libros y nostalgias

Es mayo, mes de sol, mes de repentinas tormentas. Ayer vino la lluvia. Estaba sentado frente a la ventana, los codos apoyados sobre el escritorio, las manos sostenían el mentón. Miraba los árboles y las ardillas que correteaban entre las ramas. Ayer vino (de súbito y con rabia) la lluvia. Había renunciado a componer una nueva canción y me había sentado a contemplar la vida que bullía fuera de la ventana para ver si así la música fluía, para ver si así las palabras, el ritmo y la melodía se ponían de acuerdo, para ver si así firmaban un pacto de paz y daban paso a la armonía y se suscitaba ese milagro, ese prodigio de instante, ese portento de tiempo y espacio. Pero vino la lluvia. Y tú no estabas. Estabas pero no estabas. Y la lluvia cayó sobre los árboles y sobre las ardillas. Y de las ramas de los árboles caía otra lluvia, llena de insectos y grumos y restos, gotas que arrastraban moléculas de hoja y hormiga. Y esa agua caía sobre la tierra oscura, una tierra que nunca hemos pisado, que nunca hemos recorrido.

La ventana del cuarto da a un patio ajeno, un bosque en miniatura al que nunca hemos sabido cómo entrar. Son tus árboles, pero nunca los hemos tocado. Cómo me gustaría que tocáramos tus árboles, cómo me gustaría poder treparlos y corretear contigo entre sus ramas.

Deberíamos averiguar finalmente dónde están los senderos que llevan a las cercas, saltarlas, correr hasta llegar al mismo centro, acostarnos en la tierra húmeda y jugar en este bosque tan tuyo, tan de tu niñez y tus recuerdos. Deberíamos, ya exhaustos y llenos de verde y viento y lluvia, abrazar los árboles. (Saramago contó alguna vez que su abuelo, al saber que le quedaban poco días de vida, abrazó a cada uno de los árboles que había sembrado en su jardín. Mi abuelo, decía el escritor portugués, que no sabía ni leer ni escribir, fue el hombre más sabio que conocí jamás.)

¿Lo haremos algún día? Ayer llovió. Sí. Y tú no estabas. Ayer vino la lluvia y mojó tu bosque. Yo acerqué la nariz a la ventana e inhalé profundamente. Ya se sabe, el olor de la tierra mojada de ‘agualluvia’. Antes, cuando mi madre vivía, nunca pensaba en ella cuando olía la tierra mojada de ‘agualluvia’; ayer no pude más que pensar en ella todo el tiempo.

No sé cómo (pero saber cómo tampoco importa demasiado) pude asociar el olor de la tierra mojada de agualluvia con su carcajada, el olor de la tierra mojada de agualluvia con la ensalada de papas con mayonesa que solía preparar, el olor de la tierra mojada de agualluvia con la leche con chocolate que me hacía cada noche antes de dormir cuando yo era apenas un niño de dientes de leche. Lluvia, olor a tierra mojada de agualluvia: Madre. Duele. Pero que llueva. Si mi madre viene con la lluvia, que llueva, entonces. Que llueva siempre. Tú y yo cruzaremos al bosque. Y sobre nosotros lloverá. Y ella estará allí para vernos jugar.

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