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- 23/06/2020 00:00
“Don Hipólito y don José deben estar al llegar con los almácigos que acordamos. Qué incómodo si se han perdido... encontrar el camino a mi hacienda no es difícil. Pronto veré esos plantones acogidos en mis tierras ¡Qué belleza!”. Con estos pensamientos en la cabeza y los pies sobre la butaca en gesto claramente relajado, don Pedro Antonio de Echeverz y Zubiza, panameño y oidor de la Real Audiencia de Lima, examinaba con deleite el número recientemente aparecido del “Mercurio Peruano”, diario con el que atendía sus inquietudes ideológicas y libertarias. Sobre la mesa estaban los otros ejemplares de esa publicación peruana que iba a remitir a Panamá para los Quiñones, los Rangel, los De La Cueva y Navarrete y los Alonso, paisanos cuyos vástagos se educaban en Lima.
Respondiendo a su lema personal “Post funera virtus vivit” ('Después de la muerte pervive la fama') había hecho lo necesario para tomar contacto con Hipólito Ruiz y José Pavón, científicos de la Real Expedición Botánica autorizada por Carlos III, e interesarlos en la propuesta de su amigo el oidor don Antonio Hermenegildo de Querejazu quien poseía una estancia en Tarma (en la sierra central del Perú) y varias haciendas en Pisco y Cañete, y era sindicado por el virrey Amat como “un gran comerciante de Lima que producía vino y pisco” (Lohman Villena, 1974). Los oidores habían trabado amistad cuando les tocó participar en las exequias de Fernando VI, tiempo que les permitió descubrir su mutuo interés por la botánica y el secreto anhelo de mejorar sus cultivos.
Ruiz y Pavón, acompañados por los dibujantes José Brunete e Isidoro Gálvez, recorrían Panamá y el continente sudamericano registrando la flora de los vastos territorios de los Borbones españoles. Habían llegado al Callao en mayo de 1778 a bordo de la nave “El Peruano”, y ambos estaban culminando su obra “Florae peruvianae et chilensis prodomus” (1794) que publicarían en tres tomos a su regreso a Madrid. Sin embargo, Ruiz tenía, como fitólogo, dos devociones particulares, la primera la trajo de Europa –sus estudios sobre las plantas de uva de La Rioja– mientras que la segunda nació en las latitudes del virreinato peruano cuando estudió en solitario la quina publicando, en 1792, un libro especializado “Quinología, o Tratado del Árbol de la Quina o cascarilla” –traducido ese mismo año al italiano y dos años después, al alemán– donde presenta las bondades de un producto natural de vanguardia –para la época– que se extrae de ella: la quinina, sustancia que sirve para combatir la malaria y, hoy en día, es la base de la cloroquina. Desde 1825 el árbol de la quina ocupa un lugar de honor en uno de los tres campos en que se divide el escudo nacional del Perú.
Deslumbrado por la colección de plantas acopiadas por la expedición y confiado en que gozaba de la amistad de los botánicos españoles por las facilidades que les brindó cuando se reunieron con el cosmógrafo aragonés Cosme Bueno (Tauro del Pino, 2001) y el médico limeño Hipólito Unanue, así como por la ayuda logística que, gracias a Querejazu, permitió a los expedicionarios partir en una primera fase de registro herbario desde Tarma hacia las puertas de la Amazonía, Echeverz pidió a Ruiz –en un sincero afán científico no desprendido de cierto interés comercial– experimentar en los viñedos de ambos oidores injertando especímenes de los traídos por los botánicos en la búsqueda de nuevos productos.
Los injertos en Cuchero (1780) sufrieron el ataque de indígenas hostiles durante el levantamiento de Túpac Amaru II, por lo que optaron por un segundo ensayo en “El Estanque”, la propiedad de Echeverz en el valle de Sullco y Lati cercano a Lima (hoy transformado por los emblemáticos distritos de Surco, Miraflores, Barranco y Chorrillos), pero el emprendedor oidor panameño falleció en 1784 y sus hijos decidieron instalarse en Guayaquil donde su tío Bernardo Antonio Echeverz era allí militar y regidor (revista Antzina, 2012), con lo cual el experimento con nuevas uvas habría quedado sin fruto aunque es difícil admitir que Ruiz o Pavón hayan dejado las cosas así.
El cuarto tomo de la “Florae peruvianae et chilensis prodomus” fue publicado con mucho esfuerzo por Enrique Álvarez López (F. Puerto, Real Academia de Historia, 2019), pero no se menciona este ejercicio científico. El resto de los manuscritos y dibujos –estos últimos realizados por el peruano Francisco Pulgar que se unió a la expedición coincidentemente en 1784– aún permanecen almacenados en el Real Jardín Botánico madrileño. Un nuevo enigma de la historia por desvelar.
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