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- 22/09/2025 00:00
Couky Kininsberg nació en Egipto, pero fue en Brasil donde dio sus primeros pasos. Allí creció, se formó en dibujo técnico y arquitectura, y comenzó un camino que pronto la llevaría por distintos países de Latinoamérica, Estados Unidos y, finalmente, Europa, donde residió por tres décadas. En el Viejo Continente, al no poder ejercer la arquitectura, encontró en la pintura una pasión que transformó en vida.
Su curiosidad la llevó a frecuentar talleres de maestros europeos, fascinándose especialmente por la técnica de los italianos. “Para mí, mi gran maestro es Leonardo da Vinci. Yo quería aprender de cualquier manera su técnica al óleo por capas. Ellos cubrían el lienzo con tonos oscuros y, a partir de ahí, iban construyendo con blanco y luego con colores, capa sobre capa”, relata.
Aunque adoptó el método, lo adaptó a su estilo: comienza sobre una tela blanca, va sumando colores y termina con el blanco, invirtiendo el proceso, pero respetando su esencia. “Requiere paciencia y constancia. Trabajo unas ocho horas al día, todos los días. Es como un laboratorio”, asegura.
Esa disciplina le permitió consolidar una carrera de más de treinta años. En 2007 participó en la Bienal de Arte Contemporáneo en Europa, donde obtuvo el primer lugar, reconocimiento que le abrió las puertas de galerías en Francia. En 2013 volvió a destacar en otra Bienal, reafirmando su presencia en el circuito artístico internacional.
Con orgullo recuerda cómo cada concurso y festival le ha permitido crecer, conocer materiales, técnicas y artistas que nutrieron su estilo. “Cada persona que encontré me aportó algo. Todo ese aprendizaje lo pongo en mis obras hasta hoy”, comenta.
La mujer es el eje central de su obra. La representa en constante evolución: sensible, fuerte y siempre liberándose. La mirada es un elemento esencial en sus cuadros: observadora del mundo, silenciosa, pero con una fuerza expresiva que trasciende. “Ella está siempre callada, pero habla mucho cuando la miras”, dice.
La luz también es protagonista, símbolo de esperanza, junto a la flor, que representa la delicadeza y la resistencia femenina. En los fondos de sus lienzos suele evocar a los grandes maestros, mezclando estilos antiguos, presentes y futuros, como un diálogo atemporal que conecta pasado y modernidad.
Hoy vive en Panamá, donde se ha integrado activamente al movimiento artístico y cultural. Forma parte de Mujeres Líderes, una organización que impulsa proyectos en turismo, cultura y literatura. “Me ha dado la oportunidad de participar en muchas exposiciones y de seguir compartiendo mi arte”, asegura.
No obstante, señala un desafío que enfrentan los pintores en el país: la falta de espacios. “El problema no es el talento, porque hay muchísimos pintores y los latinos tienen un gran don para el arte, son vibrantes y muy creativos. Lo que falta son lugares para mostrar su trabajo”, enfatiza.
Dedicada al arte en un cien por ciento, vive únicamente de la pintura. Esa entrega absoluta a su vocación le ha permitido mantener un estilo coherente, pero en constante evolución. “Para mí, pintar es un laboratorio diario, un espacio de descubrimiento. Lo que hago es un diálogo entre mi historia, los símbolos que me representan y la herencia de los grandes maestros”, afirma.
Su trayectoria, marcada por viajes y aprendizajes, hoy se proyecta en Panamá, donde continúa creando, enseñando y mostrando un arte profundamente simbólico, femenino y luminoso.