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- 01/01/2011 01:00
- 01/01/2011 01:00
Quienes vivimos en el hemisferio Norte, y lejos del trópico de Cáncer, es decir, más que nada los europeos y la mayoría de los estadounidenses, tendemos a relacionar la Navidad y el cambio de año con el invierno, el frío y a poder ser con nieve; un tiempo que exige comidas potentes, copiosas, reconfortantes.
Un buen ejemplo, sin meternos en demasiadas profundidades, sería el plato más típico de los italianos en la noche de fin de año: lentejas con zampone. El zampone, voz que deriva de zampa, que a su vez es una forma de referirse a las manos de cerdo, es un embutido —magnífico, hay que reconocerlo— en el que las carnes, básicamente de cerdo, con unas cuantas especias- se introducen en la piel de una de las patas delanteras de ese mismo animal. Es fuerte, y se entiende a las mil maravillas con las lentejas.
Pero, claro, meterse unas lentejas con zampone en el cuerpo en pleno verano austral, o en un clima tropical, no es una cosa que apetezca demasiado, a priori.
Los españoles celebran el cambio de año intentando coordinar las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid con otras tantas uvas, costumbre que, salvo versiones dignas de Perrault, Hans-Christian Andersen o los hermanos Grimm, no tiene ninguna explicación sólida. Bueno, uvas, eso se puede tomar en cualquier punto del planeta...
Sí, claro. Pero los españoles, después de deglutir sus doce uvas sólidas, se dedican con entusiasmo —en esto hacen como el resto del mundo— a ingerir toda la noche uvas en estado líquido y fermentado.
Y cuando ya apunta la madrugada, hay dos soluciones: tomarse un chocolate calentito, con churros... o meterse al cuerpo unas sopas de ajo ilustradas con huevo, jamón. Algo que en el frío de la madrugada madrileña entra muy bien, como entra la clásica sopa de cebolla en el alba parisiense, pero que uno duda mucho que pueda apetecer en Montevideo, en Viña del Mar, en Medellín o en Monterrey.
De todas maneras, excesos, esa noche, se cometen en todo el orbe. En longitudes europeas, una forma eficaz de volver a la vida el primero de enero es verse por la tele el concierto de Año Nuevo de Viena, que cae a eso de las doce del mediodía. Pero en la costa americana del Pacífico ya le pilla a uno por la tarde.
Yo, en climas cálidos, recomendaría como tentempié cercano a la madrugada una sopa fría, pero una sopa fría ‘ilustrada’. Un gazpacho con langosta, por ejemplo. O una vichyssoise (crema de puerros fría) con caviar. Se pueden tener hechas y guardadas en la heladera para sacarlas en el momento justo... y se llevan muy bien con el champaña.
Ustedes limpien concienzudamente un kilo de puerros, de los que sólo usarán la parte blanca. Pongan en una olla un pedazo de unos 50 gramos de mantequilla y rehoguen ahí los puerros y una cebolla hermosa, todo ello troceado. Incorporen medio kilo de papas, peladas y en daditos, y cubran con agua. Cuando empiece a hervir, mejoren las cosas con una pastilla de caldo de gallina. Hagan cocer todo unos 40 minutos; comprueben que está bien de sal, y trituren todo en la batidora. Añadan ahora un litro de leche, 150 gramos de nata líquida y un aire de pimienta (blanca) recién molida. Así las cosas, al frigorífico con esta vichyssoise. Al servirla se decora con briznas de cebollino.
Pero no esta noche. Dejen el cebollino en la maceta, y abran esa latita de caviar por lo menos sevruga que les acaban de proporcionar. Justo al servir la sopa en soperitas individuales, pongan en cada una de ellas una cucharada de esos preciados huevos de esturión. Ya verán, ya. El problema... bueno, que luego les va a resultar algo sosa una vichyssoise decorada sólo con cebollino.