Por sus gritos los conoceréis

Actualizado
  • 19/07/2015 02:00
Creado
  • 19/07/2015 02:00
Durante las mañanas mis vecinos organizan su colección de alaridos

Ese día en la cantina el Maracuyo empezamos a bochinchear. Sí, a bochinchear, porque, sépanlo, a los borrachos también nos gusta el bochinche. Bajamos un trago y nos apuramos a la lengua, le damos rienda suelta pues a la charla, jalamos cuero parejo y sin culpa (siempre hay un poquito de culpa, en realidad, pero lo hacemos igual porque la culpa, ni modo, es parte de nuestra educación sentimental y pa' lante con todo, hermano, qué se le va a hacer en estas tierras de cruces y comida rancia; la comida rancia tal vez nada tenga que ver, pero la menciono porque es un pecado y de ella se debe hablar también; sin culpa, además). En fin, que yo ni quise quedarme atrás y empecé a hablar de mis vecinos.

El itinerario de mis vecinos es muy variado. Durante las primeras horas de la mañana organizan su colección de gritos acumulada a veces de manera natural, como cuando iban todos al estadio de fútbol o al hospital en tiempos de epidemia; otras veces por medio de métodos como el de esperar a alguien detrás de unos arbustos y aparecer de repente y atrapar el alarido en padilla, como viles montoneros.

El padre se encarga de los gritos de la gente mayor. La madre prefiere los de mujeres cuarentonas, ya que son gritos tenues y resignados. El hijo mayor ayuda en la tarea por puro gusto; a él los gritos le causan carcajadas que, para gente no versada, se confundirían con los gritos que pone en orden. La hija participa más por obligación y respeto al núcleo familiar que porque le guste la labor en sí; ella preferiría estar ocupada en otras cosas más adecuadas para una chica que está muy cerca de ese momento en que le tocará contener su propio grito e ir corriendo por las primeras toallas.

Al bebé le enseñan a colaborar, ya lo ponen en contacto con los gritos poco a poco, se aseguran de que la tradición pase de generación en generación.

Al mediodía, la familia corre a guardar todos los gritos ya bien ordenados y se concentran en estudiar algo en lo que no tienen experiencia: el silencio. En un principio les costó mucho entender los recovecos del mutismo, así que contrataron los servicios de un sordo y aprendieron a comunicarse por señas; los escucho claramente desde mi sala cuando empiezan a conversar con las manos.

Esto les toma toda la tarde y luego pienso que la faena termina allí, pero no. En la noche toman sus cuadernos de apuntes y van a su rinconcito acostumbrado, ponen la alarma en un lugar donde todos la escuchen y la programan para que suene cada media hora.

De timbrazo en timbrazo se restriegan los ojos, toman sus cuadernos y registran en papel sus experiencias con el sueño. Hace unos días, durante uno de sus cortos intervalos de descanso, me encontré con ellos en el pasillo y me manifestaron que pronto procederán a estudiar otras cosas, entre ellas: la distancia, la risa, el miedo, los escombros y, con urgencia, la curiosidad de los vecinos.

No pude evitar una sonrisa.

MÚSICO Y POETA

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