Al menos 12 personas murieron y centenares de miles se encuentran afectadas a causa del fuerte temporal causado por un frente monzónico y el tifón Gaemi,...
- 14/10/2018 02:00
- 14/10/2018 02:00
En Panamá hay una buena cantidad de familias con libros en su casa. Y he presenciado en los últimos años, cómo familiares al fallecer, dejan a sus hijos una herencia, que no es medible en términos económicos o, mejor dicho, no se puede contabilizar. Esta herencia es de otro tipo. Por supuesto, algunos familiares no saben qué hacer con los libros cuando se trata, digamos, de casi tres mil ejemplares. Toda una biblioteca.
Algunos de los ejemplares, que fueron guardados y seleccionados con celo por años y décadas, son regalados a familiares o a amigos, que no son muy conscientes de que, cada biblioteca familiar, es el cruce de una historia personal, cultural y social de los individuos con su generación y su país. Es una historia concentrada.
Hace un tiempo tuve un diálogo con un conocido que me comentó que, tras la muerte de un intelectual panameño, los familiares permitieron que los amigos llegaran a la casa para que tomaran los libros que necesitaran; decisión, que no está basada en la mala voluntad, pero sí en cierta dejadez o despreocupación. El conocido me dijo que, después de haber tomado algunos libros con la aprobación familiar, fue consciente de que él y los otros terminaron desmantelando una biblioteca que hubiera podido ser de mucha utilidad a otros si habrían donado los ejemplares a una biblioteca.
En efecto, en nuestras bibliotecas públicas también he visto anaqueles alimentados con bibliotecas familiares. Ha sido una práctica la de tener bibliotecas familiares (no importa si era o es común o no), pero definitivamente han ido desapareciendo y más en nuestro mundo digitalizado. Pero no todo podrá digitalizarse.
‘Ha sido una práctica la de tener bibliotecas familiares (no importa si era o es común o no), pero definitivamente han ido desapareciendo y más en nuestro mundo digitalizado. Pero no todo podrá digitalizarse',
LUIS PULIDO RITTER
Lo que sí es cierto es que lo que conocemos como las enciclopedias, que reunían los textos clásicos, desde un Sócrates, pasando por Voltaire, hasta llegar a un Marx en el siglo XIX, ya pueden prácticamente encontrarse en internet. No es necesario decir, pero sí es importante recordar, que muchas de estas enciclopedias reunían el paisaje intelectual europeo, clásico, testigos del triunfo de una civilización en los tiempos modernos, donde Grecia y Roma era el punto de partida.
Desde que los ilustrados franceses en el siglo XVIII tuvieron la idea de crear las enciclopedias para reunir el conocimiento, el mundo ha girado vertiginosamente donde otros actores, textos e intelectuales de África, Asia, América Latina y el Caribe, han entrado en lo que Goethe – un clásico seleccionado en las enciclopedias – llamó la ‘literatura universal'. Prueba de ello, por ejemplo, es la creación de la Biblioteca Ayacucho a principios de la década del setenta que, más allá de ser una enciclopedia nacional, ha querido reunir enciclopedicamente el pensamiento latinoamericano y caribeño sin olvidar tampoco la cultura precolombina.
El mundo de las enciclopedias clásicas – en papel – narra el ocaso de una época. Recuerdo a familiares adquiriendo sus enciclopedias, pagando sus cuotas mensuales, como si fuese una casa o un automóvil. Era importante tenerlas en casa, un valor inmaterial y necesario. No había excusas para no tenerlas porque, incluso, serían de gran utilidad para los hijos, aparte de que tener una enciclopedia, completa, decía mucho del valor social o cultural de quien la poseía. Era un cierto estatus. Esta presencia de las enciclopedias en el paisaje familiar era, incluso, de tanta importancia como tener un piano y es un paisaje que he visto tanto en las Américas como en Europa.
Aquí y allende he escuchado a familiares rompiéndose la cabeza sobre qué hacer con esta herencia, quién se queda con los tomos, cómo se reparten o se distribuyen. Presencié en Alemania a una señora que, muy lejos de fallecer, elaboró una lista detallada de quién recibiría tales o cuales tomos o colecciones de acuerdo a sus intereses. No se trataba solo de evitar discusiones futuras, sino, sobre todo, saber qué sería de la colección familiar que tenía un gran valor para ella. Lo paradójico y comprensible es que ninguno de los hijos estaba muy emocionado, por ejemplo, de recibir la enorme colección de Brochhaus, que es necesario disponer de casi toda una habitación para albergarla.
Personalmente, debo decir que mis hijos tampoco es que estén muy emocionados con recibir los ejemplares que he heredado de mi familia. Es más, me han sugerido que deje de comprar libros, que ya están en las bibliotecas o en internet.
¿Y las enciclopedias? Hace poco he recibido la Colección Jackson, que, entre sus colaboradores, se encuentran a Silvina Ocampo, a José Gaos y a Jorge Luis Borges. Y parece ser que solo el oráculo sabe cuál será el futuro de toda la Enciclopedia Británica que le costó a mi madre una fortuna en su debido momento. Yo mismo dudé en dejarla entrar en mi casa, no solo por ser un minimalista convencido, sino porque sabía que, desde el momento, que entraba en mi casa, sería imposible deshacerme de ella.
He pensado en una biblioteca pública. Pero lo que he hecho es dejarla en casa, la veo todos los días, la acaricio y abro un ejemplar, y me convenzo de que el problema no es la enciclopedia misma, sino el espíritu de una generación que piensa en la siguiente.