La súplica de Imjun

Actualizado
  • 16/02/2019 01:00
Creado
  • 16/02/2019 01:00
El gobierno tenía exigencias más importantes como para alarmarse por dragones. El país no podía parar. Las ganancias se perderían.

Un dragón del color del herbazal asomó su larga barba y afilada cresta en Seúl, ciudad que vivía la vorágine del día a día, bulliciosa, turgente, atenta a sus pequeños enigmas y grandes logros. Sus ojos azules sobrevolaron las avenidas multicolores de Sejong y Daehangno, dejando tras de sí una estela de chispas metálicas, sin forma definida.

Los habitantes solo sacudían la cabeza. Nunca imaginaron que, en estas épocas de aparatos enormes dirigidos con las yemas de los dedos, un animal de extraordinarias dimensiones emergería de las nubes, posaría sus cuatro patas en la torre de Nansam y rugiría tratando de ubicar al niño. Se alarmaron tanto que congestionaron las vías, agrupando la histeria envolvente en varios sectores. La mayoría procuraba escapar, aunque otros tantos tomaban fotografías, las compartieron en las redes sociales y recibieron millones de comentarios.

El gobierno tenía exigencias más importantes como para alarmarse por dragones. El país no podía parar. Las ganancias se perderían. Así que se decretó estado de emergencia por veinticuatro horas para capturarlo. Lo trasmitió por todos los medios de comunicación, incluso, usaron los altoparlantes de los grandes almacenes y los patrulleros de la Policía Nacional. Los generales de las Fuerzas Armadas de Corea del Sur tuvieron que idear un plan de captura eficaz. Al día siguiente, la nación debía continuar su cauce habitual.

Imjun, ajeno al suceso, iba caminando de regreso de la escuela. Había leído sobre el dragón que cumplía deseos en uno de los libros del abuelo. Las hojas de seda cayeron en sus manos del armario abarrotado de ejemplares y tratados sobre este tipo de animal. Devoró la historia, quedó impactado, tanto que se la aprendió de un tirón.

—Eso solo aparece en las leyendas —sentenció el anciano, cuando el pequeño le interrogó por Yong, el dragón.

No importaba. Su imaginación navegó por arroyos desconocidos. Y noche tras noche en su pequeña cama, cerraba los ojos y le rogaba a Yong que escapara de las profundas lagunas del bosque de Gotjawal a fin de ayudarlo. Algo dentro de él le indicaba que la sobrehumana figura lo visitaría en el momento indicado y le contaría la verdadera razón por la cual sus padres no habrían de retornar. Hasta podría pedirle que los trajera de vuelta. «Si él no tiene imposibles».

Sus costumbres cambiaron por completo desde la desaparición de sus padres. No veía la televisión con sus melodramas y concursos en vivo, ni escuchaba en Naver los grupos de K-pop con sus letras de amor juvenil, ni mucho menos superaba los complicados niveles de los videojuegos. Recordó el último atardecer en el que pudo usar su consola portátil. Sentado en el sillón verde reclinable, oyó proponer a su madre: «¿Qué tal si vamos juntos al norebang? Así cantamos para celebrar nuestro aniversario». Su padre consintió con alegría.

—Abuelo, ¿por qué tengo que vivir contigo? —le preguntó, mientras arrugaba la frente y repasaba con dificultad la nueva sala que ocupaba.

La neblina de los cigarrillos añejos que fumaba el viejo ensombrecía el lugar. El olor a carbón permeaba los alrededores: la mesa, las paredes y el cuadro de kisaengs. El chico extrañaba el lujoso apartamento de sus padres en uno de esos edificios modernos que crecen altos como si quisieran traer alguna esperanza desde las estrellas.

El anciano no respondió, solía evadir ese tipo de responsabilidad. En cambio, le contó la historia de aquel hogar de madera. Cómo lo construyó él mismo, hace más de cincuenta años, desde el sótano hasta los cuartos de arriba, cómo talló dentro de los marcos de las puertas y ventanas al tigre, símbolo de la estirpe, que se levantaba en dos patas, corría o volaba. Hasta el momento ninguna pared se había abierto; ni el piso desnivelado. A pesar de la humedad de Seúl y de sus mudas lágrimas por la partida de su familia, cada año, sin ayuda pintaba casi íntegros los dos pisos de blanco porque así lo hubiese querido su esposa.

—¿Dónde está la halmoni?

Tampoco se sinceró:

—Olvidar es el mejor modo de andar.

Imjun le perdonaba las evasivas. Le llamaba la atención que pasara gran parte del día en el jardín que daba a la calle empedrada. Limpiaba con esmero los jazmines, azaleas, y petunias los días pares; y los impares, las flores del cerezo y del durazno. El niño sabía que el viejo era una persona especial porque advertía la tristeza, aunque se encontrara a distancia. Era como si llevara una alarma dentro de su corazón. Y cuando le daba la señal, la combatía con helados comprados en plazas o en algún café. Eso ocurría mucho en las últimas tardes. Si le daba uno, también lo hacía a otros niños que anduvieran cerca. Pero él encontraba algún motivo para apartarse mientras compartían, como si le causaran insolación y tuviese que buscar sombra. Le solía decir a su nieto antes de alejarse por un rato que la felicidad no es tan complicada, solo se necesita un helado y un paseo. Unos días antes, al niño le enseñaron la forma más simple de sacar volando una silla sin necesidad de usar tanta fuerza, solo había que atarla a una cuerda y que un compañero ágil la sostuviera escondido. La silla salía disparada como si la mente la empujara. No paró de reír.

—¿Qué haces? —le preguntó con asombro el niño cuando llegó.

Era un día par y lo vio alrededor del cerezo. ¿Algo andaría mal? No dio tiempo a que respondiera, le comentó con la seriedad de un adulto que se había juntado con unos compañeros después de clase porque le querían pedir al director del colegio algunas mejoras. Después de la cena le enseñaría el plan que había ideado y que entre otros puntos contemplaba el pedido de una pantalla enorme para ver animes si tenían altas calificaciones, y dos paseos como mínimo hacia las afueras de Seúl, en cada semestre. El abuelo pensó con alivio que esa tarea lo mantendría entretenido y afanoso.

—Mejor salgamos a comer. ¿Qué quieres hoy? —Calculó con preocupación los wones que escaseaban en el bolsillo.

—Mandu. —El pequeño saltó de la emoción.

Del metro colmado de espejos salieron en la parada que llevaba al mercado de Namdaemun. A Imjun le gustó el aire salado de la zona y la vía repleta de letreros luminosos que simulaban luciérnagas en una noche sin constelaciones. Unas personas devoraban de pie un pulpo vivo, sin misericordia. El animal luchaba por escapar con los pocos tentáculos que todavía le servían.

Entraron a uno de los pocos establecimientos abiertos, a pesar de la orden del gobierno. Una mujer de edad se acercó, mientras una chica más joven —de falda muy corta— llevaba algunas botellas de soju a otra mesa, llena de empleados de alguna megacorporación, de esas que poseen bancos, seguros de vida, hospitales, fábricas de aparatos electrónicos, e incluso de detergentes. Buscaban relajarse de un día similar a todos, de presiones absurdas en un trabajo sin gracia, pero que tenían que obedecer porque el temor a fracasar los atormentaba. Se jugaban el honor. El sonido de sus risas y las copas chocaban en el aire. Combatían contra los vientos nocturnos que indicaban que un nuevo día, exacto a los anteriores, acechaba. Pidieron otra ronda. Más botellas de soju ocuparon buena parte de la mesa. Además, la adolescente, con expresión muda y ajena a las bromas machistas que le lanzaban, llevó a la mesa porciones de kimchi y samgyeopsal. Los otros devoraron felices.

—¿Qué desean? —les preguntó la mujer que no ocultaba su rostro de preocupación.

—Yo, bulgogi y algunos odeng —respondió.

—¿Y para el hombrecito?

—Mandu —repitió el niño, alzando una mano regordeta y alba.

No llegaron a servirles la orden. Apareció el dragón, doblegando al cielo. Aterrizó tan fuerte que dejó sus huellas en el asfalto, y, al mismo tiempo, rompió puertas y ventanales con el vendaval que originó. Bramó para que Imjun saliera, acaso el único del recinto que no pensaba en terrores, en culpa o en delirios de fiebre.

—¡Apareció! ¡Te lo dije, abuelo!

El niño señaló con el índice, abriendo lo más que pudo sus ojos delgados. Logró zafarse del brazo que lo había escondido debajo de una mesa. Salió corriendo y se encontró con lo que tanto había anhelado.

—¡¡Quiero que regreses a mis papás!! —gritó muy fuerte la súplica; unas lágrimas le empañaron la mirada.

—Si es lo que tanto deseas… —no pudo terminar la frase que retumbaba con ecos por los edificios.

Lo apresaron con armas que tenían reservadas para un eventual ataque de su vecino del norte. Incluso los altos generales supusieron que esa bestia milenaria representaba un nuevo invento que el enemigo había desarrollado.

El poderoso animal cayó indefenso, abatido, dando gritos atronadores, como rapiña impetuosa herida en combate. Lo amarraron y lo transportaron en un descomunal camión, de esos que cargan infinitas cajas de productos para todo el globo. Iban multitudes acompañando la estela legendaria, dando porras. Los techos y azoteas parecían pequeños retazos de cemento iluminados por los flashes, y más allá, la torre de Namsam emergía como un gran faro en lo alto de la montaña.

Lo encerraron en un gran almacén. Volvió la espesa rutina, desprovista de asombros. Pero no para Imjum que sabía que no tendría jamás ni respuestas ni esperanzas. Deseó no permanecer más en ese país. Pero como no era posible, se encerró en su universo.

Hubo cientos de congresos que intentaron determinar el origen del dragón y definir qué iban a hacer con él. Se publicaron en pocos días ensayos, estudios científicos, hasta aplicaciones para teléfonos, que traicionaron la naturaleza del animal. Como no llegaron a una explicación o acuerdo, lo mataron sin contrición. Vendieron su carne en trozos, subastaron la piel y sus entrañas. Consiguieron mayores ganancias con las uñas y los colmillos, pues los ofrecieron como insumos para las cábalas. «Traerá suerte», indicaron.

Y el mundo entero, que al inicio recibía eufórico cada pieza, comenzó a hastiarse.

AUTOR

‘Después de la cena le enseñaría el plan que había ideado y que entre otros puntos contemplaba el pedido de una pantalla enorme para ver animes si tenían altas calificaciones, y dos paseos como mínimo hacia las afueras de Seúl, en cada semestre'.

LEYLES RUBIO

@checherule

Nació en el Callao, Perú, en 1986. ‘Storyteller' con un Máster en Comunicación Corporativa por EAE (España). Ha desempeñado cargos de liderazgo en áreas de marketing, comunicación y responsabilidad social, para empresas multinacionales.

Participó en diversos talleres de escritura facilitados por reconocidos escritores latinoamericanos y en el Diplomado de Creación Literaria de la UTP (Panamá).

Tiene textos divulgados en diversas antologías, revistas y publicaciones digitales; algunos traducidos al inglés. Su primer libro es Bailando descalzo por Madrid (2016).

Hoy a las 11:30 a.m. el autor dictará el taller de lectura y ‘storytelling' ‘Cómo escribe Stephen King', en la librería El Hombre de la Mancha, en San Francisco.

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