La mascota interior

Actualizado
  • 28/02/2016 01:00
Creado
  • 28/02/2016 01:00
Una pequeña masa se desplazaba dentro de mí, como un ratoncito escondido bajo una alfombra

No acostumbro a compartir mis intimidades con nadie. Siempre he sido una persona muy discreta y ya como que estoy viejotazo para estar de lengüisuelto por ahí; es patético ponerse a contar las intimidades a cuanto vecino pase frente a la casa; eso denota soledad, abandono, senilidad, entre otras cosillas referentes al final de las pasiones y al final de la vida misma; sin embargo, pero muy-muy sin embargo, lo que me ocurrió la semana pasada es de lo más curioso y merece ser contado en este espacio dominical.

Me levanté sin mucha esperanza de encontrarme con nada interesante a lo largo del día (ya son pocas las mañanas en que me levanto con esperanza alguna; la vida es descolorida y se repite triste y gris). Encendí la cafetera, me hice un emparedado, puse las nalgas en mi sillón favorito y prendí la tele (no sé para qué insisto en prender la tele, es más bien un reflejo, un hábito; la mayoría del tiempo ni siquiera miro las imágenes, solo escucho el sonido que sale de ella, los diálogos de los comerciales, las noticias, hasta que al cabo de unos minutos ya no distingo frases, sino apenas una especie de ronroneo metálico).

En fin, a los pocos minutos empecé a sentir un remolinillo en el estómago, una regurgitación incesante, decidida, inapelable. El reflejo lógico en estos casos es llevarse ambas manos a la barriga; sin embargo, yo me quedé quieto, tratando de interiorizar la sensación. No podía ser el emparedado, los tomates estaban frescos, la cebolla recién comprada, el pan no expiraría hasta la semana entrante, el café era siempre un bálsamo en todo sentido. Tenía que ser algo más que un simple problema estomacal. Miré hacia abajo.

Pude ver una pequeña masa desplazándose dentro de mí en dirección a mi pecho, como un ratoncito escondido bajo una alfombra. Vaya susto me habré llevado, dirán ustedes, ¿cierto? La verdad es que me mantuve impávido. El bultito siguió avanzando hasta detenerse en el esternón, adoptó una forma más redonda y allí se quedó, palpitando. Luego no se movió más. Lo acaricié, es decir, acaricié mi piel levantada, roja y brillante, aceitosa. A cada caricia el cuerpecito se sacudía, meneaba la parte inferior de su lomo como si le gustara. Me paré de lado frente al espejo. Mi pecho parecía la joroba de un camello.

De sopetón, un dolor indescriptible me hizo caer directo en el suelo. Esta vez sí me llevé las manos al pecho, pero la bola extraña ya no estaba allí; me recorría el tórax como un roedor huyendo de los gatos. El cuerpo me estallaba por partes, sentía que me ahogaba. Me desmayé.

Desperté mucho después, con el pecho plano, vacío. Cómo manejé la situación y de qué manera procedí, me lo reservo. Únicamente diré que la jaulita que le conseguí es hermosa y que conservarlo no me sale tan caro. Eso sí, no puedo olvidarme de llevarlo al parque en la mañanas para que él mismo escoja una víctima digna con la que pueda repetir su juego y mantenerse en forma.

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