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- 26/09/2021 00:00

Nadie quiere el aborto, como lo hacen ver los grupos antiabortistas –ni siquiera las propias mujeres que se lo practican en situaciones límite, siendo una de las principales el abandono del hombre responsable del embarazo. Aquí caben las palabras de una de las primeras feministas de la Iglesia católica: “Hombres necios, que culpáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”. Porque es en el aborto donde se expresa con más violencia el aparato de control institucional sobre los cuerpos de las mujeres. Estoy segura de que si los hombres pudieran abortar biológicamente, con toda seguridad el aborto no sería un delito ni sería perseguido por la Iglesia– sería algo así como sacarse una muela.
En un estado laico de derecho, el aborto debe reconocerse como lo que realmente es: un problema de salud pública, que no se resuelve, sino que se agrava, con una mayor penalización. Las leyes penales que castigan el aborto no han tenido éxito, ya que las mujeres de todas las denominaciones religiosas no han dejado de abortar en todo el mundo. Según estimaciones de la OMS, se realizan 4 millones de abortos cada año en América Latina y el Caribe, y la legislación punitiva incide más fuertemente sobre el número de muertes maternas que sobre el número de abortos. El aborto séptico es de tal magnitud, que constituye la tercera causa de muerte materna. Esto ha sido reconocido por Francia e Italia, dos de los países más católicos de Europa, que ya despenalizaron el aborto. En Latinoamérica, Argentina lleva la delantera en la despenalización del aborto, después de una encarnizada lucha de las mujeres.
Nuestra Constitución proclama la libertad de culto; sin embargo, todavía en Panamá, en pleno siglo XXI, hay quienes piensan que el Estado no debe intervenir en los casos de violencia doméstica, pero sí debe hacerlo en el derecho de las mujeres a decidir responsablemente sobre sus cuerpos y sobre sus vidas. Las mujeres pobres de nuestra región son las que sufren las consecuencias de los abortos practicados en condiciones no adecuadas, y pagan con su salud o con su vida.
La legislación de un país debe estar a tono con la realidad: según estimaciones de la OMS, al año ocurren 200,000 muertes derivadas de la maternidad por falta de servicios anticonceptivos o su fracaso; 75 millones de embarazos no deseados, 45 millones de los cuales terminan en aborto y 30 millones de niños no queridos nacidos vivos, con las consecuencias conductuales que esto trae y que generan la violencia social que está sufriendo el mundo. Al año mueren 70,000 mujeres por abortos inseguros y se realizan 4 millones de abortos en América Latina y el Caribe, lo que demuestra que las leyes punitivas son inoperantes e inciden fuertemente sobre el número de muertes maternas.
En Panamá se mantiene el aborto legal en caso de que peligre la vida de la madre y en casos de violación, pero se han aumentado las penas para la mujer y para los profesionales de la salud por practicar el aborto (lo cual demuestra que no se pensó en la salud ni en la vida de las mujeres). Por lo visto, los grupos “pro-vida” tampoco consideran que la salud psíquica de la mujer es importante. ¿Será que todavía viven en la edad media y no se han enterado de que cuando no hay salud integral, no hay salud?
La Iglesia católica, como institución, no está libre de pecado, por lo que no debe tirar la primera piedra. Arrastra muchos pecados, como la Inquisición y su actual permisividad frente a la pedofilia de algunos curas. No tiene derecho a imponer sus creencias religiosas y dogmas a todos los habitantes del país, convirtiéndolos en ley para todos.
¿Desde qué moral o ética podemos impulsar el debate sobre el aborto? Esta ética, esta moral, debe estar basada en aquella que rescata valores como la solidaridad, el respeto, el reconocimiento a la diferencia, la igualdad, el derecho a tomar decisiones de manera libre y responsablemente, respetando las normas internacionales en materia de derechos humanos y derechos específicos de las mujeres, para que la norma no tenga por resultado la discriminación de la mujer.
Una solución al problema del aborto debe basarse no solo en su legalización, sino en una política pública que establezca medidas preventivas como la planificación familiar, distribución gratuita de anticonceptivos a mujeres de bajos recursos, provisión gratuita del anticonceptivo oral de emergencia, triple terapia contra el sida en todos los casos de violación y la esterilización voluntaria gratuita para personas de bajos recursos.