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- 11/11/2019 00:00
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Antes de encontrar su visión, la fotógrafa Sandra Eleta se consideraba una “cazadora de momentos”. Recuerda que no se sentía satisfecha. Sabía que había algo más: una esencia, algo místico detrás de las apariencias. Encontró esa identidad personal, que no separa de su fotografía, en Portobelo, en 1976. La curandera Josefa la había invitado a documentar una ceremonia para curar el mal de ojo.
“Fue como encontrarme con mi alma”, dice 'la Bruja', como llaman de cariño en Portobelo a la fotógrafa, considerada una de las más importantes de Latinoamérica. “Tuve una epifanía: la cámara lunar (hasselblad) que me trajo mi padre unos días antes y la ceremonia del mal de ojo. Fue como el nacimiento de mi verdadero ojo”.
Junto a ella están sentadas Tova Katzman y Rosemarie Cromwell, dos fotógrafas de Estados Unidos que la ven a ella no solo como su mentora, sino como una madre del arte en Panamá. Rose la conoció a través de Gustavo Araújo y terminó trabajando en la impresión de sus fotografías. Ahora Tova, que también asiste a Sandra, se encargará de imprimirlas en un renovado cuarto oscuro. “Yo pienso que ellas son como mis hijas”, comenta la mentora de ambas, unos días antes del evento 'Tres generaciones de fotógrafas', un diálogo que tendrán las tres con la curadora Mónica Kupfer en el Centro Cultural de España-Casa del Soldado, donde fluirán temas como la visión personal y artística, el paso del tiempo, la geografía y la memoria en sus obras.
El primer recuerdo de Rose con la fotografía nos transporta a la ciudad esmeralda de Estados Unidos, Seattle. Era la década de los noventa cuando estudiaba en la escuela secundaria y empezaba a comprender el uso del lenguaje visual. "Tenía baja autoestima pero cuando empecé a sacar fotos sentí que podía comunicarme de una mejor manera", cuenta la autora de El libro supremo de la suerte. “Yo sabía que podía ver algo adentro de la gente”, añade.
Empezó a sacar fotos de sus hermanos, amigos y familia y sabía que veía algo que ellos no podían ver. La imagen que tiene en mente es la de su hermano, una de las primeras que tomó cuando él era niño, pero en la foto parecía un adulto o un artista, alguien con una visión que trascendía la inocencia. A La Habana llegaría después, en 2005, donde por ocho años se dedicaría a capturar lo auténtico de la luz y el ritmo en la vida caribeña.
Tova también recuerda un momento simbólico con la fotografía. Cuando estudiaba en MassArt vivía rodeada de universitarios, pero en un barrio gentrificado. Allí, su cámara fue el instrumento para entablar conversación con personas que no eran estudiantes como ella. "Para mí la fotografía siempre ha sido una manera de comunicarme, aprender a hacer relaciones y conocer a la gente", dice.
Un día conversó y fotografió a un joven de 21 años que paseaba todos los días con mucho estilo a sus perros pitbull. Ella le contó que quería viajar a otros países. Pero él respondió que debía quedarse allá porque era más seguro. Cuando Tova regresó a su casa, vio que todos sus vecinos estaban alterados por un ataque terrorista: solo unos momentos antes, dos bombas habían detonado cerca de la maratón de Boston. Pasaron entonces cinco años y mucha gente fotografiada en algunas ciudades del mundo hasta que presentó en Panamá la exposición "Si caigo en el Canal, nada, nado", que retrata la vida que cruza los muros invisibles de esta vía interoceánica.
“Para mí la fotografía ha sido vivencial”, agrega Sandra. “Jamás pensé que las imágenes que hice en Portobelo iban a tener la repercusión que tuvieron en el tiempo. Las hice como un diario íntimo, de mi vida, así como la serie La Servidumbre, en Panamá y en España”. El momento que dio a conocer su obra al mundo fue la publicación en La Azotea, la primera editorial fotográfica de Latinoamérica. A partir de ese momento siguieron otros, de los cuales nunca formó parte con agentes. La vida se los trajo.
La vida trajo también a Rose y a Tova. De hecho, trajo a muchos artistas, de Portobelo, Panamá y otras partes del mundo. "Pienso que Panamá es un sitio inhóspito para el arte y de alguna manera creé una familia, como una tribu de artistas afines, de una nueva consciencia, de una nueva sensibilidad, que era a la misma vez ignorada en la ciudad en los años setenta u ochenta", relata.
“En Sandra encontré otro hogar en Panamá, ahora en el mundo. Siento que tengo suerte de tener una mentora como ella y también me sorprendió que a otra persona (Tova) le interesara mis fotos porque a veces uno siente que está trabajando sola. Siempre me gusta aprender de gente mayor y también menor, creo que enriquece mi vida personal y mi vida de artista”, agrega Rose.
“Cuando nos conocimos yo estaba muy joven. Estaba ansiosa de llegar a un lado que no conocía y tampoco estaba preparada para hacerlo. Veo los años que han pasado trabajando juntas y son años que necesité para estar lista, encontrar qué quiero y separarlo de lo que veo en la obra que me inspira. Para mí tener dos personas adelante reafirma mi propio camino”, comenta Tova. Y concluye: “Recuerdo que la primera vez que Sandra y yo nos conocimos me dijo: a partir de ahora el camino se siente menos solo”.