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- 06/04/2020 12:17
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Cuando leemos sobre un héroe o un gran hombre -que no necesariamente se identifican- suele aparecer la interrogante sobre cuáles fueron los primeros pasos que emprendieron para llegar a que sus nombres estuviesen plasmados en la historia de la humanidad. En el caso de Vasco Núñez de Balboa la respuesta es una sola palabra: Urabá.
A mediados de marzo de 1501 zarpó de Cádiz la expedición de Rodrigo de Bastidas quien obtuvo licencia para ir por la Mar Océano a descubrir islas o tierra firme. En ella iba el joven Núñez de Balboa con veinticinco años de edad, enrolado como paje, diestro en la espada, gentil en el gesto y persuasivo al hablar. Había nacido en Extremadura -al igual que Cortés y Pizarro-, oriundo de Jerez de los Caballeros. Su familia de origen gallego había sido rica y poderosa, pero en los tiempos que corrían era un hidalgo empobrecido que decidió probar el sabor de la aventura con la fiebre de exploraciones que se extendía por Castilla y qué mejor oportunidad para ello que la armada de Rodrigo de Bastidas, la primera del siglo XVI que dejó por escrito su doble propósito de exploración y explotación.
Bastidas presentaba una particularidad, no era ni navegante ni caballero sino escribano público de Sevilla donde gozaba de envidiable reputación por su prudencia y su alma sosegada. Era un organizador eficiente y con buena vista para los negocios así que las Indias se presentaban como una oportunidad. Logró persuadir al prestigiado Juan de la Cosa -que había navegado con Colón en 1493- como su asociado y Piloto Mayor. Así abandonó su sedentaria profesión y formó una pequeña armada constituida por una “nao”, la Santa María de Gracia; la carabela San Antón; y un diminuto bergantín que iba en este último. Se estima que los expedicionarios serían unos cincuenta tripulantes entre marineros, grumetes, oficiales y pajes, además iban dos sacerdotes, un armador como sobrecargo y un número indeterminado de mujeres. La Historia no ha guardado sus nombres, pero se sabe que iban pagadas con el mismo sueldo que los marineros: doce maravedís diarios. Sus deberes serían muy variados lo que dice muy bien de la resistencia del llamado sexo débil. Eran pues mujeres valerosas como el que más y contagiadas del mismo entusiasmo colectivo por las Indias a las que miraban como tierras de promisión y riqueza. La pequeña armada de Bastidas en su ruta acoderó en las Canarias, descubrió Barbados -entonces deshabitada- arribó a Coquibacoa (golfo de Venezuela) y ancló en Citurma punto en el que acababan los mapas y comenzaba el enigma a descubrir. Avanzó doscientas leguas, descubrieron la tierra de los urabaes y el istmo oriental. Como parte de sus andanzas la expedición llegó a Cartagena -la futura “Perla de las Indias” para España- donde sostuvo un combate con los indígenas de la zona y de las islas de San Bernardo y de Barú destacándose por su valentía Núñez de Balboa quién pasó de paje a escudero. Luego de ello la flota avanzó más allá del río Sinú cuyos moradores les ofrecieron un gran banquete, era la aurífera Urabá.
El historiador decimonónicohispano Oviedo y Valdés indica que en el trueque de productos la expedición obtuvo siete mil quinientos pesos de oro labrado. Deslumbrados aún por el pingüe negocio cruzaron a la orilla oeste del golfo y encontraron el Darién. Núñez de Balboa no podía saber en ese momento el corto apogeo de la colonia que le tocaría establecer fruto del valor y de la ilusión tenaz que sería una impronta de su carácter.
Hacia fines de febrero de 1502 la pequeña armada arribó a duras penas a las playas de Haití después de sobrevivir a las malicias del mar, del viento y de las gentes pérfidas. Los sobrevivientes llegaron caminando a Santo Domingo y mientras Bastidas y Juan de la Cosa se embarcaban para España en septiembre, Núñez de Balboa y otros hidalgos se quedaron en la Hispaniola donde ofrecieron su espada para la pacificación del territorio. Como premio, Balboa recibió una finca en Salvatierra de la Sabana dondepermaneció soñando con las riquezas de Urabá y del Darién criando cerdos hasta 1509 ignorante de que el destino, disfrazado de gloria, le esperaba a la vuelta de la esquina.