Un Biomuseo no tan verde

B ajo un firmamento que se desgaja en nubarrones, la peculiar estructura del Biomuseo hace pensar en un animal que, ante la amenaza de l...

B ajo un firmamento que se desgaja en nubarrones, la peculiar estructura del Biomuseo hace pensar en un animal que, ante la amenaza de las primeras gotas de lluvia, se agazapa entre las hojas que cubren el suelo de un bosque tropical. En la tarde perezosa, un hombre con casco y chaleco camina acercándose al lugar donde se llevan a cabo las obras del edificio diseñado por el renombrado arquitecto canadiense Frank Ghery, en la Calzada de Amador. En la distancia, sobre la siesta vespertina de las aguas, varios navíos esperan el tránsito por el Canal.

El ingeniero de rostro enjuto nos guía a través de una maraña de acero y concreto que apenas empieza a tomar forma. A pesar de que el edificio no estará terminando hasta el 2012, la caprichosa imaginación de su creador se deja traslucir en cada esquina, en pequeños detalles que se repiten, reiterando la sutileza de su estilo. Más que un museo, pareciera tratarse de la guarida de un bizarro personaje. Es como si Gaudí hubiera diseñado un Disney World, un sitio que, cuando abra sus puertas, se espera sea visitado por 80 mil estudiantes al año.

Su interior alberga galerías, pero no con los consabidos pasillos rectilíneos e interminables. Aquí todo es vericueto, sinuosidad que estimula la exploración. Cuando se camina hay que mantenerse alerta por los desniveles de un piso que pareciera no poder guardar la compostura. Abundan las simetrías inverosímiles, las cuales recuerdan la estructura impredecible de un bosque tropical. Es una arquitectura que se afana por reproducir un diseño orgánico, el hermoso caos que constituye la mecánica de la vida.

DESAFÍO Y APRENDIZAJE

‘Todo es irregular, distinto. Todo hay que hacerlo siempre por primera vez’, expresa César Kiamco, ingeniero civil encargado de supervisar las obras del Biomuseo por parte de la empresa constructora RM. ‘El desafío ha tenido toda clase de dimensiones. Desde poder interpretar los planos hasta ejecutar los trabajos con cierto armonía’, añade el también presidente del Coro Música Viva.

La dificultad de concretar el ‘diseño único’ esbozado por Gehry, especialmente el techo conformado por una serie de láminas de acero superpuerstas y pintadas con vibrantes colores (en cuyo diseño algunas personas afirman haber vislumbrado una guacamaya en pleno vuelo), ha representado un reto no sólo para los arquitectos e ingenieros involucrados, sino también para los 120 obreros que de lunes a sábado laboran en el sitio de construcción. ‘Ha sido una escuela para todos. La arquitectura del museo nos ha obligado a hacer las cosas de una forma distinta. Por ejemplo, los armadores y soldadores tuvieron que tomar clases de geometría. Ahora pueden trabajar en cualquier lugar del mundo haciendo estructuras complejas’, sugiere Kiamco mientras alza la vista en dirección a los trabajadores que realizan su faena en las alturas de un ramaje de acero, como tarzanes que se desplazan en medio de una frondosidad metálica.

El Biomuseo albergará ocho galerías en las que un serie de exhibiciones contarán la historia geológica, biológica y antropológica del Istmo, desde el impacto que tuvo su surgimiento en el clima del planeta hasta nuestros días. En sus tres mil 500 metros cuadrados de exhibición el visitante podrá apreciar imágenes y sonidos representativos de la biodiversidad panameña.

EN LA ERA DE LA SOSTENIBILIDAD

Si bien es cierto que la obra de Gehry contribuirá a dar a conocer la exuberancia y variedad de las especies animales y vegetales que habitan el Istmo, el arquitecto Patrick Dillon, de la compañía EnSitu S.A., contraparte local de Gehry Partners, advierte que ‘en muchas maneras el Biomuseo no será sostenible’.

Sustenta su afirmación en el hecho de gran parte de los materiales provienen del extranjero, de países como Ucrania, Brasil, China, Tailandia, etc. ‘Imagínese la energía que tomó traerlos a Panamá’, sugiere el arquitecto ‘zonian’.

No obstante, Dillon reconoce que, gracias a las capas de aislamiento interpuestas en el techo y las paredes, el inmueble consumirá ‘probablemente hasta un 60% menos de la energía’ que otros edificios requieren para mantener refrigerado su interior. Además de este aislamiento térmico, los sistemas de aire acondicionado serán regulados de tal manera que ‘solamente agregarán aire fresco a medida que sea necesario’.

En cuanto a los sistemas de iluminación, Dillon asegura que se está tratando de usar la mayor cantidad de luz natural posible, pero que algunas exhibiciones requieren de luz eléctrica para que los visitantes puedan leer los textos. Añade que también se está usando lámparas LED (diodo emisor de luz, por sus siglas en inglés) en algunos sitios, las cuales consumen menos energías y no elevan la temperatura del ambiente.

Por su parte, Kiamco reconoce que, dado que el diseño original se remonta a principios de la década, existen ciertos requerimientos inherentes a la denominada arquitectura verde o sostenible que no fueron contemplados. ‘Si diseñáramos este edificio hoy en día lo haríamos con una tecnología sostenible mucho más avanzada’, asevera. Añade que en un diseño más sensible ecológicamente se garantizaría que los materiales de construcción hubieran sido procesados en fábricas con ‘condiciones verdes’. Asimismo, el hecho de traer materiales de sitios tan lejanos ‘hubiera pesado en las consideraciones de sostenibilidad’ del proyecto. ‘Esas limitaciones no se tuvieron en cuenta cuando se concibió originalmente el museo. Hoy sería distinto’, recalca.

Abandonamos el sitio de construcción, caminando sobre el cemento mojado por la lluvia. Un grupo de hombres trabajan en la rampa que constituirá la entrada principal a la grisácea estructura, rodeada ahora por tres hectáreas de lodo. Mientras salimos nuevamente a la Calzada de Amador, miramos hacia atrás para contemplar un edificio, que como explica Kiamco, nunca es el mismo, que siempre guarda perspectivas diferentes que esperan ser descubiertas en una futura visita. Por el momento, nos recuerda una hoja, o tal vez el capullo de una flor que espera que la brisa sople y la levante del fango. Aunque no represente lo último en arquitectura sostenible, el museo de Gehry tiene la virtud de ser capaz de renovarse en cada mirada.

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