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Leonor y Letizia en Panamá, un encuentro conmovedor que desechó las ausencias





- 04/05/2025 01:00
El cielo panameño hacía su primer llamado de atención. Las nubes grises se colaban desde el horizonte acompañando la silueta del buque escuela Juan Sebastián de Elcano que a las 8:07 a.m. frenaría en el Puerto de Cruceros de Amador en la ciudad capital. Panamá evidenciaría la llegada de la heredera al trono español quien desde el 11 de enero emprendió un viaje de 17,000 millas náuticas con el resto de los guardiamarinas del país europeo.
El lienzo gris del día, aunque con una mirada amenazante, parecía guardar un respeto solemne por lo que estaba a punto de suceder. La llovizna anunció la bienvenida a los medios de comunicación presentes, pero apenas rozaba el cemento, como si incluso la madre naturaleza entendiera que este no era un día para hacer de las suyas.
Sobre el muelle, decenas de cámaras ya apuntaban con precisión, y los periodistas, con los rostros atentos, murmuraban con un único propósito: atrapar, entre la multitud de uniformes blancos y rostros jóvenes, el instante exacto en que madre e hija se reencontrarían. Porque aunque aquel día tenía un aire ceremonial, lo que de verdad se respiraba era emoción humana, genuina y sin filtros.
Desde la cubierta del buque, los marinos españoles, con sus gorros en mano y la espalda recta, saludaban al país que los recibía. Las manos se alzaban con marcialidad, pero los ojos no podían evitar posarse sobre el público, buscando rostros familiares, imaginando historias que pronto se entrelazarían con caricias y palabras íntimas. A pocos metros, en un gesto de bienvenida y respeto mutuo, las bandas de la Armada Española y la panameña tocaban una a una canciones de sus tierras. El eco de los instrumentos se deslizaba por las aguas tranquilas del Pacífico, construyendo un puente de notas que unía a dos naciones en un solo acto de solemnidad y emoción.
Entre todos los presentes, una figura destacaba sin esfuerzo: la reina Letizia. No vestía con lujosas prendas que muchos podrían esperar de una monarca. En su lugar, un pantalón blanco, zapatillas deportivas a juego, una blusa sencilla y una sobrecamisa ‘denim’ marcaban una presencia sobria pero elegante. Pero más allá de su atuendo, era su rostro el que delataba su verdadera condición ese día: el de una madre que llevaba casi cuatro meses contando los días para volver a ver a su hija.
Porque a pesar de cargar un título como la reina de España, la una vez periodista no deseaba resaltar entre la multitud, sino correr a los brazos de su hija y conversar de todo y de nada en el corto tiempo que se les ofrecería.
El buque finalmente ancló, y con la precisión de un ritual ensayado hasta el más mínimo detalle, los marinos comenzaron a trabajar. Un silbato resonó, marcando el ritmo de los movimientos, mientras la expectación crecía entre el público. Los periodistas intercambiaban miradas, tratando de adivinar quién era Leonor, dónde estaba, cómo lucía después de tantos días de travesía. Y entonces, sucedió.
Entre algunos marinos descendiendo del barco, apareció una figura joven, erguida, con paso firme y rostro iluminado. Era Leonor. La heredera al trono de España no necesitó de coronas ni protocolos para hacerse notar. Su presencia tenía el brillo sereno de quien está cumpliendo una misión trascendental. Pero en ese instante, la princesa desapareció, y en su lugar emergió simplemente una hija.
Sin importar el entorno o las decenas de cámaras que capturaban el momento, Leonor corrió hacia Letizia con la naturalidad de los afectos verdaderos. Sus pasos, al principio medidos, se aceleraron hasta convertirse en una carrera. Y entonces, el abrazo. Largo, apretado, cargado de sonrisas contenidas, de palabras que no necesitaban decirse en voz alta. Era el reencuentro de dos mujeres que comparten mucho más que un linaje: comparten una historia, una complicidad y un amor que ni la distancia ni el protocolo pueden apagar.
Conversaron y rieron entre sí, sin importar que todo el mundo mirara. A su alrededor, la escena se multiplicaba: otros marinos saludaban a sus familias, compartían anécdotas de la travesía, abrazaban con la misma fuerza de quienes han aprendido a valorar el reencuentro.
A unos metros de ese abrazo real y maternal, el comandante del Juan Sebastián de Elcano, Luis Carreras-Presas do Campo, se detenía a hablar con la prensa. Explicaba detalles de la travesía, los puertos visitados y las lecciones aprendidas por los guardiamarinas.
“Es para nosotros un placer visitar esta atractiva ciudad, aunque lamentablemente es una de las escalas más cortas que tenemos en el crucero”, dijo. El capitán explicó que el próximo 6 de mayo, el buque cruzará las esclusas del Canal de Panamá y que la tripulación disfrutará de la cultura y gastronomía del país durante el tiempo que estén en el Istmo.
La llegada de la nave marítima a Panamá no era solo una escala más en la larga travesía del Elcano. Era una pausa que hablaba de humanidad, de familia, de lo esencial. Para la princesa Leonor, esta etapa es más que una instrucción naval: es una iniciación vital, una experiencia que está forjando su carácter no solo como futura reina, sino como mujer consciente del mundo que la rodea.
Aunque la lluvia persistía leve sobre el muelle, no logró empañar los gestos de alegría ni borrar la calidez del momento.
La reina Letizia no dio discursos. No fue necesario. Su presencia fue un acto de amor silencioso y firme. En medio de tantos compromisos institucionales, eligió estar allí, al pie del muelle, para recibir a su hija como cualquier madre lo haría. Su sola imagen, entre la multitud, fue el recordatorio de que incluso las reinas tienen corazones que laten al ritmo de los afectos más puros.
A medida que el tiempo pasaban, la multitud se dispersó a su ritmo, pero el eco de ese abrazo quedó flotando en el aire. Algunos lo vieron como una postal para la historia; otros, como una escena íntima robada al protocolo. Pero todos, sin excepción, lo sintieron. Porque en ese gesto, sencillo y profundo, se resumía lo que verdaderamente importa: la familia, la cercanía, la emoción de reencontrarse.
Esa mañana gris en Panamá se tiñó de luz con la llegada del Juan Sebastián de Elcano. Y aunque la lluvia se despidió de la escena, nadie pareció notarla. Las miradas recaían en la majestuosidad del buque, de sus marinos, de Leonor y la reina. Porque a pesar de ser una travesía de formación y protocolos, aquel reencuentro recordó a los presentes que incluso entre títulos y responsabilidades, hay momentos que pertenecen solo al alma.