Todo lo que brilla pesa

Actualizado
  • 16/11/2019 00:00
Creado
  • 16/11/2019 00:00
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La historia es una manipulación de los eventos. La verdad siempre se disfraza con discreciones y mitos que termina trasponiéndose y difuminándose en el olvido. De cualquier forma, voy a narrar este relato de la forma en que lo recuerdo, con el fin de hacer justicia a sus protagonistas, aunque sé que fracasaré en el intento. No dudo que alguno la habrá escuchado o leído de otras fuentes, adornada con detalles propios de la imaginación, el chisme, o la envidia; la radiografía es la misma.

Julio Arana, un humilde joyero, tenía una fábrica ubicada en el centro de la ciudad. Todas las tardes después de las seis se iba a su casa para disfrutar de la compañía de su mujer, Judith, y sus dos hijos gemelos, Adriano y Noel. Tarde o temprano, así lo había dispuesto, uno de ellos se encargaría del negocio, por eso les fue enseñando las estrategias del oficio. Cada noche, después de escucharlos reír y conversar sobre sus actividades escolares, Julio les hacía un meticuloso examen sobre el valor de una prenda y la calidad de las gemas.

En los veranos, se los llevaba a trabajar a la fábrica, donde lo ayudaban a fundir el oro con el que bañaban las medallas que les vendía a las universidades. Durante un tiempo la economía fluctuó sin problemas y tuvo lo esencial para poder vivir a gusto y sin excesos. Pero, a todo tiempo próspero le sobreviene una crisis, y los tiempos difíciles no están para comprar joyas, el oro aumentó notablemente de precio y el negocio empezó a decaer. Julio se volvió taciturno, parco y displicente.

Una tarde de verano, mientras Adriano y Noel jugaban al fútbol con un platillo entre los pasillos, apareció don Máximo Balboa, un gobernante gordo de actitud petulante que aspiraba a ser presidente en aquella época, con un maletín bajo el brazo.

—¿En dónde está su papá? —el brillo de una dentadura de oro resplandecía en su boca. Apenas pudieron señalarle la dirección del pasillo que daba a la oficina, habían quedado estupefactos al contemplar el milagro de la ortodoncia de Don Máximo, quien de inmediato se apresuró hasta la puerta y la abrió sin tocar. Julio dormía sobre su escritorio.

—No quería interrumpirlo —escucharon los críos antes de que la puerta se cerrara y dejara ver a su padre que se incorporaba abruptamente en la silla.

La curiosidad los hizo actuar de inmediato. Ambos conocían un modo secreto de entrar a la oficina. Su padre se los había enseñado como una salida de emergencia, en caso de robo o siniestro. Un vetusto armario de madera comunicaba con unas escaleras que salían a un cuartito en la parte trasera del edificio. Por allí entraron con sigilo, para descubrir lo que aquel extraño le estaba proponiendo a su padre. Al llegar, un gran resplandor se colaba por la rendija del armario encandilándolos.

—¿Qué dices? —dijo, Don Máximo, el resplandor provenía del maletín que había abierto. Hubo un silencio que pareció eterno hasta que la voz trémula de Julio interrumpió.

—No sé, tengo que pensarlo.

—Pues, no te demores mucho, los tiempos no están para perder tiempo.

El político cerró el maletín y se marchó sin decir nada más.

Durante los días siguientes, Julio anduvo dubitativo, con la actitud propia de quienes tienen un peso del que no se pueden librar. En la madrugada, sus hijos lo sentían deambular por los pasillos de la casa, inquieto, como si estuviera acosado por un fantasma. Dos semanas después, Don Máximo volvió a ir a la joyería. Julio lo apañó en la puerta con un “No” por respuesta amparado por sus dos hijos que detrás de él volvieron a contemplar su dentadura que se mostraba con una sonrisa amenazante.

Quisiera imaginarme que en ese momento Julio sintió una emoción parecida al orgullo de un maestro cuando sus alumnos han aprendido una lección, viendo marcharse a Don Máximo con la sentencia entre dientes:

—Una pena que tus hijos no puedan tener una carrera universitaria.

Una noche, mientras cenaban en casa tocaron a la puerta, su mujer abrió. Se trataba de dos policías que preguntaban por él. Simple rutina en una investigación: hacía una semana que Don Máximo había desaparecido y querían verificar cierta información que los había llevado hasta él. Julio era un hombre propenso a los nervios y la situación le resultó incómoda, pero supo disimular muy bien y contestar las preguntas que le hicieron. Esa noche, en sus oraciones, se acordó de Don Máximo, pese a que lo estaba poniendo contra la pared, no deseaba que nada malo le hubiera pasado. Al día siguiente, en la fábrica, Adriano y Noel lo sorprendieron en la oficina con un maletín que cargaban entre ambos. A Julio le bastó mirarlos a los ojos para descubrir la confesión de una travesura.

—Esto es para ti, papá —le dijeron.

Una mezcla de incredulidad y resignación le surgió en el pecho cuando sus hijos abrieron el maletín dejando escapar un brillo que lo encandiló.

Con sus ojos bañados en lágrimas, Julio los abrazó con fuerza, deseando que desaparecieran dentro de sus brazos.

—¿Qué han hecho hijos míos, qué carajo han hecho?

Durante los días posteriores, Julio afrontó el dilema más terrible de su vida. Era cierto que necesitaba ese oro para la subsistencia de la empresa, pero también que sus hijos habían sido capaces de un crimen atroz para conseguirlo. Imaginemos a Julio enmarañado en dilemas de la conciencia, pesando en la balanza el amor por sus hijos, el futuro de la fábrica, el bien común y aquellos principios que inútilmente les había inculcado. Lo primero que hizo fue averiguar el destino de don Máximo. Noel le confesó que lo habían fundido. Judith se mantenía al margen, ignorante de todo, pero sospechaba que algo estaba pasando. Una madrugada, sorprendió a Julio despierto mirando por la ventana. Cuando le preguntó qué le pasaba, su esposo se volteó con los ojos aguados diciéndole:

—Perdóname, tengo que hacer lo que me corresponde como padre.

Imaginemos a Julio aquella mañana, sin haber podido dormir, atravesando el dolor de ver a su mujer devastada y tendida en una esquina de la habitación y con la convicción de un padre que asume su rol para darle a sus hijos un escarmiento. Imaginémoslo montándolos en el auto y llevándolos a la jefatura sin decirles una sola palabra, con la sensación de tener atragantada en la garganta una piedra tan pesada como un lingote de oro.

Noel y Adriano no llegaban a los dieciséis años todavía, de modo que la ley debía de ser benévola con ellos. Julio asumió su papel de padre sufrido y aceptó la sentencia con la absoluta convicción de que, en el futuro, lo perdonarían y comprenderían su manera de obrar. Judith, en cambio, comenzó a odiarlo en silencio, pero con la abnegación de una esposa leal. Todos los días les llevaban alimentos y los artículos de higiene necesarios para sobrevivir en el reformatorio, y aceptaban con resignación el silencio y las miradas abstraídas que sus hijos les devolvían durante la visita. Julio se refugió en el alcohol y tuvo que hipotecar la fábrica por no atreverse a usar el oro del maletín.

Cuando ya faltaba poco para que se cumplieran las dos terceras partes de sus sentencias, en el reformatorio se formó una reyerta y, a consecuencia de ella, sobrevino un incendio que acabó con la vida de varios reclusos, incluyendo las de Noel y Adriano. Por la televisión, Julio vio cómo los custodios, negligentemente, los dejaron carbonizarse dentro de los recintos, mientras gritaban desesperadamente por encima de las llamas y el humo que les abrieran para salvarse. Ver sufrir a sus hijos a través de una pantalla debió de ser un trance espantoso. Escuchar el eco de sus voces en la sala de su casa le provocó una herida irreparable.

Desconsolado, perdió la fe en las autoridades, que se excusaron con evasivas y protocolos burocráticos. Emprendió una campaña en contra del Gobierno exigiendo justicia, a la que se le fueron uniendo otros mártires, rebeldes, víctimas y multitudes simpatizantes con su causa. Al cabo del tiempo, la lucha adquirió un auge mayor y Julio se vio en la posición de líder, hasta el punto que fundó un partido político. Años más tarde, en período electoral, encabezó una candidatura con intención de obtener la presidencia. Recorrió pueblos y aldeas, llenó plazas con discursos, promesas y estrategias para lograr la justicia y la igualdad social que los gobiernos anteriores le habían negado. Asumió a la perfección ese rol de líder social que tenía la solución para un pueblo sufrido. Derrotó a sus contrincantes e inició su gestión con la intención de hacer cumplir sus promesas de campaña. Sin embargo, me gustaría contar que las cosas cambiaron y que Julio cumplió, pero no fue así. Los laberintos del sistema lo fueron corrompiendo y obnubilando rápidamente. La oposición comenzó a cuestionarlo, a organizar protestas en su contra; Julio asumió su papel de mandamás y convirtió su gobierno en un régimen de represión y de censura. Persiguió, torturó, desapareció, vigiló y castigó a todo el que se le opuso. Una noche se vio en la misma situación que unos años atrás, cuando, en su habitación, su mujer lo despertó con la noticia de que lo abandonaba y él volvió a repetir, como líneas de un libreto aprendido, aquellas palabras que pronunció cuando decidió entregar a sus hijos.

—Hago lo que me corresponde como gobernante.

Judith regresó a la casa en la que habían crecido sus hijos, pero los recuerdos no la dejaban vivir en paz. Entró en una zona de la que no lograría salir y su impulso vital se desplomó por completo. Se pasaba los días sedada, deambulando los recintos de una casa que se caía a pedazos. Una noche, sintió el horror cuando su habitación se incendió por un corto circuito y Judith se dejó morir, entregada al mismo destino trágico de sus dos hijos. Julio culpó a la oposición del siniestro y prometió venganza. Durante años, el país se mantuvo en un estado de paranoia y alerta, hasta que las células de la rebelión lograron derrocarlo. El exilio fue la salida más fácil y más honrosa posible. Se exiló como un autócrata perseguido en una isla del Caribe.

Allí permaneció hasta el final de sus días, en una modesta casa de madera en compañía de algunos empleados que le sirvieron con lealtad. Volvió a encontrar el amor, en una mucama mucho más joven que él que lo complacía en las noches protegiéndolo de la soledad. Julio sintió que la vida le estaba dando una segunda oportunidad, pero se equivocó.

Una madrugada, después de otorgarle sus últimos instantes de placer, la mujer le clavó un cuchillo en el pecho y lo dejó desangrarse desnudo en su lecho. Me lo imagino, asumiendo su destino de dictador rendido, intentando levantarse, y contemplando desenfocado el cuerpo de su amante verdugo que le sonreía satisfecha con esas líneas que alguna vez pronunció:

—Lo siento, hice lo que me correspondía.

Años después, esa mujer volvería al país, utilizando esa hazaña para convertirse en presidenta de la nación. En la entrada de la ciudad, mandaría a instalar la estatua de su padre, con una dentadura brillante y una placa que diría: Don Máximo Balboa, mártir de la patria.

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Arturo Wong Sagel
Autor

Es docente, artista visual, actor, director, dramaturgo y guionista.

Estudió las carreras de dirección teatral y cinematográfica en Estados Unidos y Buenos Aires, Argentina, con estudios avanzados en el Método Meisner.

Fundador del grupo teatral panameño Espejo Roto, con el que ha realizado varios montajes de su autoría, tales como Manual para pollos y cerdos (2008-2019), Implicados (2017), De tripas corazón (2019) y Pecados Ocultos (2019).

Ganador del Concurso Nacional de Literatura Ricardo Miró 2016 en las categorías de teatro (Implicados) y poesía (Fragmentos de un espejo) y recientemente en la categoría de Cuento con “Paisaje Clandestino”.

Ha publicado los libros Orgía en el Olimpo, Manual para Pollos y Cerdos, Antología de la globalización (Teatro), Implicados (Teatro), Fragmentos de un espejo (Poesía).

Sus cuentos han sido seleccionados para las antologías Culpa Compartida, Escrito en el agua, antología de relatos húmedos, Venir a cuento y Panamá Negro, cuentistas panameños.

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