Alejandro encuentra el paraíso

Actualizado
  • 08/11/2009 01:00
Creado
  • 08/11/2009 01:00
El guardia de seguridad de la exclusiva urbanización de las afueras de Madrid no daba crédito. Las siete jóvenes a las que había impedid...

El guardia de seguridad de la exclusiva urbanización de las afueras de Madrid no daba crédito. Las siete jóvenes a las que había impedido entrar en el recinto llevaban todo el día sentadas en la hierba, a unos metros de su moderna garita, y ni se inmutaron cuando pasó Cristiano Ronaldo en su aparatoso todoterreno. Lo que las había llevado hasta allí era otra cosa. Concretamente, el vecino de enfrente de la estrella del fútbol mundial. Un madrileño de 40 años llamado Alejandro Sanz. Lo llevan siguiendo entre 8 y 14 años. No se pierden un concierto. Ahora han decidido dedicar sus vacaciones a seguir su rastro durante 15 días. Vienen de Sevilla y de Madrid. Se conocen de los clubes de fans del artista. Se diría que se han hecho íntimas: es casi media vida de pasión compartida.

Es un día muy especial para el artista. A las seis de la tarde en Madrid, una de la tarde en Nueva York, nueve de la mañana en Los Ángeles, se desvelarán 30 segundos del primer single de “Paraíso express”, el nuevo disco de Alejandro Sanz que será lanzado este 10 de noviembre. Un pegadizo dueto con Alicia Keys llamado “Looking for paradise”. El lanzamiento será en la web del artista, para la que han tenido que contratar un servidor espejo en Alemania que debería evitar que la página se colapse con el previsible aluvión de visitas.

Son las 10.30. Empieza la vida poco a poco en la lujosa y aséptica casa frente a la de Cristiano Ronaldo. Un chalet que alquilan para Alejandro Sanz cuando viene a Madrid. En el garaje, un Jaguar biplaza descapotable, dos rancheras japonesas y el todoterreno Mercedes en el que dentro de unos minutos empezará el viaje. Alejandro Sanz va a compartir con el equipo de El País Semanal su refugio. Una finca de 40 hectáreas en el valle de La Vera, Extremadura. El lugar adonde acude para tener los pies en la tierra. Allí cultiva sus verduras, cría a sus gallinas y pasea con sus caballos. Allí, con la sierra de Gredos en el horizonte, empezó a concebir las canciones del nuevo disco. Canciones que revelan un estado de ánimo más positivo que las de su anterior entrega, producto de una época, dice, más oscura.

Alejandro con chaqueta y jeans, gafas de espejo, botas de cuero y gorra, saluda amablemente y se sienta al volante del todoterreno Mercedes negro. En marcha. Hay más de 200 kilómetros hasta la finca. Alejandro conduce seguro y a una velocidad moderada. Y recuerda aquellos viajes eternos a Cádiz, de niño, con sus padres y su hermano mayor. “Dieciséis horas tardábamos”, recuerda. “Dos más que a Chile”.

Este madrileño de raíces gaditanas acabó comprando un terreno en este rincón de la Península por el consejo de un amigo que tiene otra finca aquí. “Buscaba un sitio tranquilo cerca de Madrid”, explica. “Que me mantuviera un poco aparte de todo lo que significa estar en Madrid. Esto es muy tranquilo, y la gente es muy buena gente”. Aclara que sigue viviendo en Miami, donde se instaló hace ya 10 años, y permanece la mayor parte del tiempo.

Queda poco para llegar a la finca y Alejandro propone una parada técnica para que los visitantes conozcan las maravillas gastronómicas de la zona. Es el hotel restaurante de Luismi, uno de sus mejores amigos. Luismi sirve patatas revolconas, ensalada de perdiz escabechada, queso de cabra, morcilla de cebolla, cabrito y pastel caliente de manzana con helado. Nos quedamos sin probar una de las especialidades de la casa: los huevos de Alejandro, que tienen fama de ser deliciosos. Son, se entiende, los huevos que ponen las gallinas de su finca, de los que se nutre este restaurante.

Con el estómago lleno, la comitiva reanuda el camino. El coche atraviesa un puente medieval sobre un río casi seco en esta época del año y se detiene. Ahí están las siete chicas, de Madrid y de Sevilla, que han llegado a las puertas de la finca y dormirán en un cámping cercano. Alejandro se baja del coche y saluda y besa a cada una. Las conoce de los conciertos. Hablan del disco y él les promete que a la vuelta se tomará algo con ellas.

Arranca el todoterreno y ya se adentra en la finca. Es un paisaje arbolado, fresco. Cuenta Alejandro que hay 900 higueras, 600 olivos, 800 castaños y alguna rareza como un pequeño árbol de Júpiter, o “abies nebrodensis”, una especie en peligro crítico de extinción, plantado junto a la piscina, que debe de estar preguntándose qué hará aquí tan solo y tan lejos de su Sicilia natal.

Alejandro abre las puertas de la casa, tras las que se extiende un enorme salón con una pared acristalada mirando a la sierra. Un piano de cola, un djembé y un par de cajones flamencos delatan el oficio del anfitrión. En una vitrina, un traje de luces con el que José María Manzanares hijo triunfó en sus dos plazas favoritas, México y Sevilla.

También hay unas botas del bailaor Antonio Canales y una makila, bastón tradicional de Euskadi, que le regaló el Gobierno vasco después de que Alejandro dedicara un premio a Julio Medem por su controvertido documental “La pelota vasca”. Los cuadros que cuelgan de las paredes dan pistas sobre otra de las pasiones de Alejandro, la pintura: una pequeña colección cuyas piezas destacadas son un dibujo de Tàpies, un guinovart y dos pequeños aguafuertes de Picasso. +3B

El único cuadro de Alejandro que se ve es un óleo oscuro que preside la enorme chimenea de piedra, sobre la que también descansa una espada de samurai.

Hileras de tomates, pimientos, berenjenas y plantas aromáticas rodean el porche, en el que hay dos mesas grandes, un futbolín y un horno de leña. En lo alto de la amplia cocina campestre cuelga una baldosa que dice: “Dios bendiga a las personas que no me hagan perder el tiempo”. Pegado con un imán en la puerta de la nevera Smeg, un folio con una dieta para Alejandro. Hoy, podemos dar fe, se la ha saltado a la torera. Por la encimera se ven productos envasados de la finca. Mermeladas, conservas de verduras y aceite de oliva etiquetado con la marca Sombra y un dibujo de su hija.

Las fotos de ella y de su medio hermano ocupan, como era de esperar, el centro de la mesa del salón. Ana y Alexander son, dice, lo mejor que le ha pasado en su vida. “El niño vive en Miami, y la niña, en Madrid”, explica. “Pero me encanta juntarlos. Ya que otras cosas las he hecho regular, por lo menos trato de corregirlo juntándolos y haciendo que se quieran. Me gusta que se conozcan bien desde pequeños, que tengan un vínculo grande. No puedo hablar de errores, porque cada hijo es un regalo divino. Y es una cosa impresionante lo que me aportan ellos. Yo, por mi parte, procuro que estén juntos, que se sientan protegidos, queridos y parte de una familia muy grande”.

Alexander es “todo físico”, y Ana, “toda sensibilidad”. Pero a los dos les encanta la música. Puede, eso sí, que no tanto como a su padre, que a los seis años, mientras sus primos escuchaban a Parchís, ya escuchaba a Paco de Lucía. En su familia gaditana sonaba el flamenco. “Era algo que tenía dentro y que explotó desde muy joven”, explica. “Me emocionaba profundamente”.

Empezó muy pronto a tocar la guitarra. Con tanta intensidad que un día, a los siete años, su madre perdió los nervios y se la rompió. Se crió en el barrio de Moratalaz. “Era una época”, recuerda, “en la que te criabas en la calle, allí aprendías todo. Yo era un poco el trovador de la banda. El que tocaba la guitarra, el que cantaba. Gracias a eso, me mantenía al margen de muchas cosas. Moratalaz no era lo que es ahora. Ahora es un barrio normal de Madrid de clase media, incluso alta. En aquella época era un barrio conflictivo, estaba ahí en el triángulo de las Bermudas. Moratalaz, Vicálvaro, Vallecas, San Blas. Aquello era el extrarradio. Cruzar el puente era cruzar el Misisipi. Era otro mundo distinto. Las peleas estaban a la orden del día. Si no eras lo suficientemente fuerte como para pelear, en el barrio no eras nadie. Te tenías que defender”. ¿Y qué queda de aquel chico de barrio en esta estrella de la música latina residente en una mansión de Miami? “ La calle es una escuela que, si sabes salir a tiempo de ella, puede ser maravillosa. Convives con la realidad más cruda. Te hace comprender determinados estilos de vida y no pensar que todo viene regalado. Yo veo a compañeros que vienen de familias acomodadas y se les nota un poco, en el sentido de que no valoran tanto a los demás. No valoran determinadas acciones de la gente, el trabajo de otras personas. El barrio te da una visión más amplia de lo que hay alrededor. Te hace más sensible a determinadas cosas. Y te prepara para lo que pueda pasar”.

En su caso, lo que pasó es que, después de militar en alguna banda heavy, a alguien de la industria se le ocurrió convertir a este niño mono de barrio en un cantante llamado Alejandro Magno y editar con él un disco, de canciones ajenas, titulado “Los chulos son pa” cuidarlos”. De eso hace ahora 20 años. “Yo no tengo una conciencia real del tiempo”, asegura, “porque he vivido más deprisa de lo que normalmente se vive”.

Precisamente “Viviendo de prisa” es el nombre del disco con el que empezó su verdadera carrera musical, en 1991, tras firmar con Warner. Esta vez las canciones eran de su autoría, y entre ellas estaba “Pisando fuerte”, su primer gran hit. A partir de ahí, con ocho álbumes más, extendió por todo el continente americano su éxito, que alcanzó la cima con la canción “Corazón partío”, contenida en el disco Más (1997). Por el camino, 21 millones de discos vendidos.

Triunfar tanto y tan pronto tiene el riesgo de llenar de presión cada paso siguiente de una carrera. Pero él asegura llevarlo bien. “No importa lo que hayas vendido antes”, dice. “Cada disco es un reto completamente nuevo. La gente que compra un disco no lo hace pensando si has vendido 21 millones o no. Le gusta o no le gusta. Pero el éxito previo sirve para motivarte. Hay un montón de gente esperando a ver qué haces porque a su propio trabajo le afecta. Así que te lo planteas con más seriedad. Siempre da vértigo un papel vacío. Pero, afortunadamente, nunca he tenido una crisis creativa grande”.

La cuenta atrás de la página web oficial de Alejandro Sanz, abierta en el portátil Mac de su asistenta personal estadounidense, marca algo más de dos horas. El tiempo exacto que queda hasta que el mundo entero pueda conocer 30 segundos del nuevo single de Alejandro. Hay nervios por conocer cuál será la demanda. Para relajarlos, el artista encabeza una visita por la parte animal de la finca. Tiene dos caballos, un frisón azabache llamado Tizón y un elegante pura sangre llamado Fantástico. Adentrándose en el bosque se llega al corral. Un animado jolgorio donde conviven, en jaulas contiguas, gallinas, capones, gallos Pota Blava catalanes, faisanes, pavos, perdices, codornices y conejos. También tuvo dos cerdos. “Pero ya no más”, asegura. “Les puse nombres y todo, Pixie y Dixie. Les llamaba y venían a saludarme. El día que me trajeron los chorizos grite: “¡Dixiiiieeee!”, y juré que no volvería a tener”.

La hora ya está encima. Faltan pocos minutos para las seis. El Mac ocupa la atención en el salón de la casa. El servidor espejo alemán permitía un millón de descargas simultáneas y ya se ha colapsado. Un faena, pero, en el fondo, una buena noticia. Más de un millón de personas de todo el mundo se han conectado para escuchar un pedacito del single. Empiezan a llegar los mensajes de felicitación. La cosa pinta bien y eso relaja: no es asunto sencillo lanzar un disco de vocación masiva con la que está cayendo. Éstos ya no son los años de vacas gordas de la industria que Alejandro vivió en todo su esplendor en Miami. “En Miami y aquí”, aclara.

Han venido dos amigos de Miami y se recibe al atardecer tomando unas cervezas y contando batallas en una mesa del porche. Hay que ir pensando en volver. El depósito del todoterreno ya está lleno. Todos al coche. Uno de los mayores lujos es poder dejar las casas así, sin cerrar, sin recoger, sin apagar la luz. No preocuparse de esas cosas.

El coche se detiene antes de cruzar el puente medieval. Ahí siguen las fans. Alejandro está cansado y tiene tres horas de conducción nocturna por delante. Pero las invita a acompañarle al bar del hotel de Luismi. Están en medio del campo. Pero las chicas ya han escuchado varias veces el fragmento del single y hasta lo tienen como politono en el teléfono.

Ya es de noche y el ambiente es hogareño en el bar. Alejandro invita a las chicas a combinados y Luismi saca unas tapas de queso y lomo. Alejandro les enseña en el móvil fotos de sus hijos. Y una de ellas le expresa su indignación porque uno de los ocho conciertos que va a dar en el teatro Compac Gran Vía de Madrid es el 28 de noviembre, y ella tiene examen ese día.

–Hay más días –le consuela el artista.

–Ya, pero yo quiero ir a todos.

Ahora sí. Las chicas se despiden con abrazos de su ídolo, a quien ya, después de tantos años, tratan con cierta familiaridad. Empieza el camino de vuelta. La manager saca de su bolso una carta. Alguien la había enviado al hotel de Luismi con la esperanza de que llegara a manos de Alejandro.

–¿Te la leo? –pregunta.

–Sí, adelante.

Y se pone a leer en voz alta una carta de una fan levantina, que le cuenta que tiene dos hijos (uno llamado Alejandro) y le explica lo importante que han sido para ella sus canciones. Termina con un largo poema de dos folios que ha escrito para él. Alejandro lo escucha en silencio, con atención. “Joder”, dice cuando acaba el poema. “Acuérdate de mandarle una foto dedicada”. ©ELPAIS.SL.

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