Con 10 martinis a bordo

Actualizado
  • 24/01/2010 01:00
Creado
  • 24/01/2010 01:00
Golpean nuestros tímpanos los trinos de un violín mientras ascendemos por un tubo opaco y angosto que nos introduce en un centro comerci...

Golpean nuestros tímpanos los trinos de un violín mientras ascendemos por un tubo opaco y angosto que nos introduce en un centro comercial donde huele a comida rápida y por el que vagan centenares de personas con gorra de béisbol, polo y pantalón corto. Unos mecen en su regazo una copa de espumoso. Algún valiente se da un chapuzón en el primer dry martini. Varios pasajeros circulan a toda velocidad en triciclo eléctrico, unos por edad, otros por sobrepeso, sin respetar al peatón recién embarcado. Hay niños hiperactivos con pulseras fosforescentes que encierran su identidad en códigos de barras. Un tipo enorme y colorado vestido de vikingo agita una jarra de cerveza mientras da la bienvenida. Una pareja de gays tejanos con barbas hasta el esternón hace amigos.

Estamos en el barco. Y aún no lo hemos visto. Ni siquiera intuido. Es tan grande que nunca tienes conciencia de él. De lejos hemos contemplado sus cubiertas entre las grúas del puerto Everglades, a las afueras de Miami, como un edificio-colmena. De cerca un muro inabarcable, blanco, liso, brillante, de 65 metros de altura, que se extiende en forma de arco a lo largo de 360 metros. Es imposible divisar a un tiempo la proa y la popa. Estamos en el barco, pero no vemos el barco.

Es el crucero de vacaciones más grande del mundo. Un centenar de suites con piano de cola. 2.700 camarotes dobles. Más de 5.000 pasajeros; 2.322 tripulantes. Se llama Oasis of the Seas. Lo podrían haber bautizado Esponja de los Mares, por su capacidad de absorción. O Caja Registradora de los Mares, porque aquí todo se compra y se vende libre de impuestos (botellas de vodka, diamantes, camisetas, donuts de chocolate, botellas de Borgoña de $ 10,000, cursos de submarinismo, tratamientos de belleza), con el dinero de plástico de la naviera Royal Caribbean. El Oasis es una coctelera de acero en la que se combinan los servicios de un macrohotel de vacaciones, las ofertas de una gran superficie comercial y las posibilidades de ocio de un parque temático. Al más puro estilo americano. Tiene cincuenta bares y restaurantes, una decena de pistas de baile y diez jacuzzis y piscinas para hacer surf; montañas que escalar, una cancha de baloncesto, una pista de hielo, un campo de minigolf; discotecas para adolescentes y talleres para niños y ancianos. Un casino con espectáculos de Las Vegas; un teatro con musicales de Broadway y un sobreactuado ballet acuático; un spa donde ponerse bótox y un club de encuentros. Es una residencia de ancianos, un ameno jardín de infancia y un tálamo nupcial de luna de miel. Incorpora los sistemas de navegación de un navío de guerra, la seguridad tecnológica de un avión comercial y los sheriffs de una ciudad americana que te encierran si bebes o molestas a los pasajeros. 1.000 camareros y 1.000 limpiadores atienden tus deseos. 1.300 cámaras controlan tus movimientos. Pesa 220.000 toneladas. El triple que un portaviones nuclear. Y flota.

Cada minuto a bordo del Oasis tiene su melodía. La música no cesa. La hay enlatada y en directo. Hay una banda de jazz, otra de pop, otra tropical; un guitarrista clásico, un gaitero, un violinista… Y un karaoke. El barco cuenta con 17 pisos. Una treintena de ascensores transparentes ordena el tráfico vertical. Subir escaleras es el mejor ejercicio para conjurar los excesos calóricos del todo incluído. Según Marc Pedrol, director de comunicación de la compañía, los pasajeros engordan en cada viaje tres kilos. Para combatirlos, el Oasis cuenta con un gimnasio y una pista de jogging de medio kilómetro (siempre desierta).

La decoración del barco es una simbiosis entre el gusto americano y el oriental. Dallas y Shanghai. Un inmenso decorado de cartón piedra: las baldosas no son baldosas, ni la madera, madera.

Orientarse es complicado. Nunca sabes si estás delante o detrás; arriba o abajo. Ni en qué día vives. A ello contribuye un ligero mareo y el consumo de alcohol. La pista son las piscinas en la cubierta superior. Horas antes de levar anclas ya están abarrotadas. Los pasajeros llevan horas comiendo y bebiendo. Hay cócteles con sombrilla. Carritos con cervezas de todas las nacionalidades sumergidas en hielo picado. Bármanes como Tom Cruise. Perritos con ketchup. Toallas, gorras, vasos y bolsas con el logotipo de la naviera. El mismo que brilla en lo más alto de la chimenea y en la puerta de la capilla sin dios. Gafas de sol y trajes de baño recatados. Alguna latina escapa a la norma. El top less está prohibido. El precio del reloj revela el estatus de los pasajeros aun en traje de baño. Abunda el Rólex. Se olfatean efluvios de cloro, alcohol y bronceador. Hay rincones para fumar frente al mar. Brama la sirena como una explosión. Zarpa el reino de la diversión. Una avioneta corta el cielo y arrastra machacona una zigzagueante pancarta: “¡Welcome aboard!”. Clamor.

Es la apoteosis. El viaje inaugural del crucero más grande. Los pasajeros agolpados en las barandillas beben y bailan. Saluda con los brazos a las cámaras y los curiosos apostados allá abajo, en los muelles. Somos los escogidos. Sheminka y Felicia, bellísimas veinteañeras afroamericanas de Alabama con vestidos floreados, ondulan a lo Beyoncé. Miami queda atrás. Cae la noche. El aire se hace húmedo, cálido y pesado. Navegamos rumbo al Caribe. La cubierta se vacía. El primer turno de cena es a las 18.30. No hay tiempo que perder. “No se vayan a acabar los caracoles”, razona el doctor Morrueco, oftalmólogo mexicano y habitual de este tipo de viajes. Ha hecho una veintena con su mujer.

La Cena del capitán es la cumbre social. La entrada del Opus Restaurant, 3.000 comensales, se convierte en la alfombra roja del crucero. Por los ojos de buey se adivina Cuba. El esmoquin y el traje de noche son de rigor. Despliegue de joyas, maquillaje y peluquería. Abunda el rubio inverosímil. Aia, una rica ama de casa de Kioto, estrena quimono: “He ido a todos los cruceros de la Cunard y he cruzado varias veces el mundo y no podía perderme esto. Es una experiencia mística”. Jeannette, canadiense de Vancouver, en torno a los cincuenta, corazón solitario de la barra del Viking”s Crown, va de Gilda en azul pavo. “Ir de crucero es muy seguro para una chica: sales, bebes, conoces gente y no te pasa nada malo. Es mi noveno viaje”. Los fotógrafos del barco hacen su agosto. Aparece el capitán Wright, teatral en su frac blanco con galones dorados y su melena plateada de Roger Moore setentero. Sonríe a las cámaras. Hace un gesto elegante. Empieza el desfile de camareros.

Si el Oasis of the Seas es un gran escenario, sus 2.000 tripulantes son el reparto. De la habilidad de cada camarero para escuchar de madrugada a un pasajero depende que se tome otra copa; de la profesionalidad del croupier, que apueste un puñado más de fichas; de la habilidad del chef, que recomiendes este crucero.

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