La sombra de Chernóbil en Panamá

Actualizado
  • 29/05/2011 02:00
Creado
  • 29/05/2011 02:00
La tumba es la última pieza de un rompecabezas que empecé a armar hace más de un mes, para encontrar los rostros de los panameños afecta...

La tumba es la última pieza de un rompecabezas que empecé a armar hace más de un mes, para encontrar los rostros de los panameños afectados por la explosión atómica de Chernóbil en Ucrania. La historia comenzó una tarde mientras buscaba información para elaborar un trabajo inédito sobre los 25 años del desastre nuclear. Con esta idea llegué un caluroso día hasta la casa de la familia Camaño sin más recursos que mi instinto periodístico y esta es la historia que Rosa, madre, compartió con nosotros.

Era el verano de 1985 cuando Rosita Camaño recibió de la mano de un político una beca para estudiar medicina en la ex Unión Soviética. Ella estaba exultante pero su madre no compartía su emoción. "¡No firmaré el permiso para que te vayas a ese país socialista, si quieres estudiar hazlo en Panamá!’, le dijo Rosa Esturaín a su hija. Hoy entre lágrimas comprende que su instinto materno le decía que algo malo ocurriría y no se equivocaba.

El padre, por el contrario, pensó que era la oportunidad que había esperado su hija. Lo que él ganaba alcanzaba apenas para alimentar a su esposa y sus cuatro hijos - María Isabel, Edilsa Elena, Digno Jesús y Rosa -. Su situación económica no le permitía costear una carrera de medicina. Así que sin pensarlo dos veces firmó los documentos para el viaje. Nunca imaginó el dolor que 17 años más tarde le causaría esa apresurada decisión.

Rosita, una jovencita emprendedora, y, sobre todo sana, partió llena de ilusiones hacia Ucrania sólo ocho días después de haber recibido la beca del Gobierno de Rusia. En unas fotografías que guarda su madre, luce radiante una diadema y un vestido largo de fiesta. Un joven sostiene su mano derecha mientras bailan el vals de sus quinceaños. En otra, extiende con sus manos una pollera de ruedo amplio, que acompaña el impetuoso y rítmico movimiento de sus caderas. ‘Eso fue en una actividad de la universidad, ella estaría viva si no hubiera viajado’, dice la madre, sin poder evitar las lágrimas. Casi no puede continuar, el llanto le aprieta la garganta. Se sacude la nariz, toma fuerzas y sigue. ‘Ella estaba bien. Llamaba con frecuencia a casa y enviaba cartas’, dice Rosa. Todo iba como Rosita había planeado, estudiaba la carrera soñada y al nivel que había deseado. Pero un accidente cambiaría su vida para siempre.

Un año después de haber ingresado a la universidad en Ucrania pasó lo inesperado. La explosión de un reactor nuclear dio paso al terror y una nube radioactiva cubrió el cielo, en lo que el mundo conoce como la tragedia de Chernóbil.

EL ACCIDENTE

El 26 de abril de 1986 los habitantes de Prypiat, un pueblo construido para darle albergue a los empleados de un complejo nuclear, se preparaban para celebrar el 1 de Mayo, Día del Trabajo. Un enorme parque de diversiones sería inaugurado para el disfrute de los 50 mil residentes que, ansiosos, esperaban la gran celebración. Pero una semana antes llegó la hora fatal. A la 1:23 de aquella terrible madrugada se realizó una prueba de seguridad en la central eléctrica nuclear "Memorial Lenin", mejor conocida como Chernóbil, a 18 kilómetros de la ciudad ucraniana del mismo nombre.

Según la inspección acostumbrada todo estaba bien. Nadie previno el desastre. Fallas en el sistema de enfriamento provocaron el sobrecalentamiento del reactor número 4 y ocurrió lo peor. El reactor explotó, el techo que lo cubría saltó por los aires y una enorme nube de materiales radiactivos se esparció por los alrededores. Se estima que emitió quinientas veces más radiación que la bomba de Hiroshima. Una fogata mortal cubrió la ciudad y hubo que evacuarla por completo.

LA LLAMADA

Aunque no vivía cerca del sitio donde se registró el accidente, Rosita sintió miedo. Una semana después levantó el teléfono para llamar a su familia en Panamá, necesitaba escuchar la voz de sus padres. La voz que escuchó su madre al contestar la llamada, sonaba quebrada. Rosita contó lo que había pasado. ‘Hay crisis de alimentos’, dijo. Tenía que aventurarse a comprar comida de contrabando. En la Rusia de aquellos días todo era confuso, la información restringida y los alcances de la explosión desconocidos. ¿Habría alguna garantía de que los alimentos no estuviesen contaminados?

La economía soviética estaba en su peor momento. Eran los primeros signos de que la cortina de hierro y el sistema socialista se venían abajo. De hecho, el accidente en Chernóbil era el reflejo de la crítica situación que atravesaba la región. ‘Se sabe que no había dinero para pagar el mantenimiento de la central nuclear’, comentó al respecto Edmundo López Calzadilla, un neumólogo clínico que estudió en Ucrania y quien dio las primeras pistas sobre el caso de la estudiante panameña.

Rosa quedó alarmada. ‘Regresa si estás pasando necesidad’, dijo. Rosita fue contundente. ‘¡No, no voy a regresar!", contestó cortante. Para ella era ‘vencer o morir’ en el intento de convertirse en médico. Y así fue. En 1992 se graduó de médico general, un logro que le costó la vida.

LA DOCTORA CAMAÑO

Seis meses después del accidente el temporal económico en la URSS dio una tregua. Luego vinieron el Glásnost y la Perestroika, la reformas de Mijail Gorbachov que marcaron la salida de la frontera de hierro y el camino hacia la desintegración de la Unión Soviética. La flamante doctora volvió al fin a Panamá con su diploma en mano. Se sentía bien pero las huellas de la radiación estaban ya ocultas en su cuerpo.

Dos años después consiguió empleo en la Sala de Urgencias de la Caja del Seguro Social en Chorrera. Allí un amor y una amiga la esperaban. A la primera que conoció fue a su colega Neyra Baker. Con ella, Rosita en un pequeño cubículo separado por una cortina blanca, compartió más que los pacientes, las camillas, los termómetros y los estetoscopios. Las alegrías, las tristezas, y sobre todo la enfermedad también las vivieron juntas. Neyra sufrió con Rosita su padecimiento desde el principio. Mientras recuerda, la piel se le pone de gallina. ‘Es increíble, hace dos semanas pensé visitar la tumba de Rosita y justo suena el celular. Eras tú que querías que te hablara de ella. ¡Qué casualidad!’, dice aún sorprendida por mi llamada.

‘Era una gran amiga, pero tenía un carácter muy fuerte. Le gustaba imponer el orden en la sala de Urgencias. En una ocasión unos niños corrían de un lado a lado en la sala de espera’, cuenta Neyra. ‘Rosita se levantó molesta y dijo ‘ahorita voy a arreglar esto’’. De pie junto a la puerta del consultorio levantó la voz. ‘Señoras aquieten a esos chiquillos si es verdad que están enfermos. Las madres sin pensarlo dos veces, llamaron a los niños y los sentaron a su lado. Tras la cortina me reía a carcajadas por la reacción de mi colega’, dice Neyra, sonriendo otra vez al recordar el episodio.

‘Era una buena persona’, repite convencida, pero al mismo tiempo admite que su carácter fuerte le provocó muchos sufrimientos y enemistades. ‘Muchos pacientes la amaron pero muchos otros la odiaron’, sentencia la doctora Baker. Andrés Barría, esposo de Neyra y también médico, quien formaba parte de la Caja del Seguro Social de La Chorrera la recuerda como ‘algo tosca con los pacientes’.

Los recuerdos surgen atropelladamente y por la mente de Neyra se cruza la imagen de la amiga. ‘La veo con jeans y zapatillas acompañando al equipo de fútbol de la institución en los juegos, era una madrina muy divertida’, recuerda con nostalgia.

Rosita tenía novio y también planes de matrimonio. Roberto Soto, otro colega, había conquistado su corazón. Junto a él y Neyra, Rosita pensaba montar un hospital geriátrico. Pero la muerte, le truncó ambos sueños. ‘Aquí, en este lugar - decía refiriéndose a un terreno cercano a la casa de su padrino en barrio Vega - lo construiremos. Roberto, tú y yo lo administraremos’, le decía a la amiga. La vida se le fue sin poder alcanzar este sueño. Roberto fue quien pudo realizarlo en su nombre: hoy tiene un centro de atención de ancianos en la ciudad de Panamá, cuenta Neyra.

A principios de 2004 empezó el final. Un malestar que parecía casual dio el primer aviso. ‘Con frecuencia la comida le hacía daño, vomitaba y presentaba dolores en el estómago’, cuenta Neyra que fue testigo de los síntomas muchas veces mientras compartían el almuerzo.

La situación empeoraba. Los dolores eran cada vez más frecuentes. Para aliviarlos la doctora Camaño tomaba medicamentos y cuando se hicieron insoportables empezó a aplicárselos vía intravenosa. ‘Le pedía a las enfermeras que se los pusieran’, cuenta Neyra. Y llegó la crisis. Una tarde en el consultorio se quejó del terrible dolor que experimentaba. Había perdido peso y, además, se notaba demacrada. Había pasado casi un año con síntomas sin explicación. ‘No había ido al médico’, reflexiona Neyra. ‘Rosita, ¿cuando le vas a prestar atención a esos dolores? Tienes que visitar a un especialista’, le espetó. Rosita siguió su consejo, pero ya era demasiado tarde.

DICIEMBRE FATAL

Como los dolores se habían extendido hasta el bajo vientre, Rosita decidió ir a un ginecólogo. El que la evaluó notó que todos los exámenes clínicos dieron resultados satisfactorios. La enfermedad en su cuerpo, no mostraba ninguna señal. Pero un CAT que se realizaría en el Hospital Nicolás A. Solano reveló el mal. Rosa, (la madre), llegó donde su hija se hacía el examen como empujada por su instinto. ‘La encontré llorando en el consultorio, le acababan de dar el diagnóstico’, recuerda aún dolorida. Rosita no alcanzó a articular palabra para explicar a su madre el resultado, una sentencia irreversible que pondría fin a sus días.

No muy lejos de allá, Neyra consolaba a Roberto que ya estaba al tanto. ‘Estaba destruído, lloraba como un niño pequeño en mi hombro’, dice. Todos intentaban enfrentar el inminente final.

‘Tenía un tumor espantoso en los pulmones’, explica López Calzadilla. ‘Era algo nunca visto, era una enorme piedra’, subraya Neyra. Pese a que es médico y está acostumbrada a lidiar con la muerte y las enfermedades, todavía este cáncer la sorprende.

¿Cómo se desarrolló? Hasta ahora es una incógnita. La doctora no tenía antecedentes genéticos de este tipo de padecimientos. Tampoco fumaba. ‘Sólo la radiación pudo causarme esto’, confesó Camaño a su médico durante una evaluación. ‘Científicamente no podemos comprobarlo’, dice López. ‘Sin embargo, si clínicamente no existen antecedentes y hubo exposición a la radiación, ¿qué te puedo decir? Uno piensa no es ni una ni otra, entonces ¿qué es?’, se pregunta el médico.

El de Rosita fue un cáncer fulminante que no les dio tiempo a los médicos de hacer más investigaciones. Intentaron operarla pero hubo que suspender la cirugía. Su cerebro y sus pulmones estaban invadidos. No había nada qué hacer. ‘Tenía metástasis’, dice López Calzadilla.

Pese a esto, ella nunca perdió la fe. ‘Hasta el último momento pensó que se levantaría de esa cama’, recuerda su madre. ‘Nunca perdió la esperanza de regresar a trabajar con sus pacientes’, dice Rosa mientras devuelve la foto de su hija a su lugar en el mueble que la custodia en la sala de la sencilla casa de barrio Vega. Y la amiga comparte la misma impresión.

EL FINAL

Rosita, fue recluida en el Oncológico. Había perdido el cabello y por momentos perdía también la lucidez. Usaba peluca y estaba maquillada. ‘¿Me veo bonita?’, preguntó a Neyra. ‘Sí, estás bonita’, le contestó la amiga. Una alucinación repentina interrumpió el momento. ‘No dejes que me lleve ese hombre moreno, por favor’, insistía Rosita a pesar de que en la habitación no había nadie más. Cuando la enferma se calmó, Neyra pronunció junto con ella una plegaria y se fue del hospital. Fue la última vez que la vio con vida.

Era lunes 7 febrero de 2005, época de carnavales. Rosa Camaño Esturaín murió esa madrugada. A la misma hora Neyra despertó y recordó a su amiga. Volvió a la cama e intentó retomar el sueño, pero poco después Andrés, su esposo, llamó para avisarle que Rosa acababa de morir.

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