Un día roto, de la noche a la mañana

Actualizado
  • 18/05/2014 02:00
Creado
  • 18/05/2014 02:00
No diré (a lo Borges) que la mañana era unánime; porque en realidad la mañana era discordante, inconforme

Una mañana dispersa, quebrada; la mañana era una vidrio al que le acababan de tirar una piedra en el justo centro. Una mañana rota, fragmentada, hecha añicos. Pero ella se levantó, para llevarle la contraria a la mañana, firme y compacta.

Se puso en pie toda determinación y fuerza. La miré a los ojos y lo supe de inmediato. Se fue al baño sin mirarme. Yo me quedé en la cama, remolineando dentro de las sábanas. Oí que se duchaba. Luego fue a la cocina y regresó envuelta en una toalla con una taza de café entre las manos. Se sentó frente al escritorio, cruzó las piernas (todavía tuve tiempo para apreciar su muslo, su pantorrilla y su pie) y miró los árboles del patio trasero.

Los gatos entraron. Ella los acarició y los apapachó en su regazo sin dejar de mirar el patio, las ramas, la mañana despedazada, la mañana toda naranja y canto de gallo. Yo la miraba por entre las sábanas, en silencio. Sorbió un poco de café y sopló el líquido caliente. Luego me miró y me guiñó el ojo. Sonrió. Sonrió rota. En el acto me desarropé y permanecí sentado sobre la cama. Ella me miró, tomó de la taza y me volvió a sonreír. Yo la miré e hice una expresión de tristeza y comprensión.

Los gatos saltaron desde su regazo hasta el mío y empecé a acariciarlos. Las palmas de mis manos quedaron llenas de pelos grises y amarillos. Finalmente, dije: Lo harás, ¿cierto? Ella asintió sin decir palabra y volvió a beber de la taza. Descruzó las piernas. Nuevamente miré su muslo, su pantorrilla, su pie. Me paré de la cama y fui hacia ella.

Los gatos se apoderaron de las sábanas. Cuando estuve frente a ella, su cabeza me quedó a la altura del abdomen. Me miró fijamente y bebió de la taza una vez más, luego la llevó hasta mi boca y con los ojos me indicó que bebiera el resto. Bebí y puse la taza en el escritorio. Me incliné hacia delante y, muy cerca de su mejilla, con voz quedita le pregunté: ¿Estás segura de que quieres hacerlo? Le había preguntado, como siempre me pasaba con ella, sabiendo la respuesta de antemano.

Asintió con la cabeza nuevamente. (Era una mañana desmenuzada y ella estaba resuelta a no emitir sonido alguno.) Se puso de pie sin voltear a verme y colocó en el piso el pedazo de cartón comprimido que había guardado dentro del armario durante meses, luego distribuyó las pinturas, los marcadores, el aguarrás y un montón de checheritos más a su alrededor y se arrodilló. Coloqué mi mano sobre su hombro y tuve la delicadeza de salir del cuarto.

Regresé en la noche. La noche tampoco era unánime. Tampoco era una noche quebrada. Era una noche llena de sudor y gestos. Arte. Ella dormía sobre la cama con los gatos entre las piernas. Miré el pedazo de cartón y allí el rojo, el ojo en el alfiler, el pequeño dragón accidental, los senos secos, los pezones como mordeduras. Y la lágrima negra. Su lágrima negra. Apagué la luz, aparté a los gatos y me hice un espacio en la cama junto a ella. Al poco rato sentí su mejilla sobre mi pecho y su muslo sobre mi vientre.

Nunca más me hieras, susurró. Yo fingí no haberla escuchado y volteé hacia donde estaba la pintura consciente de no poder verla en la oscuridad. Luego acaricié su cabello y miré la noche. Me sentí, entonces sí, unánime, total. Roto también. Le di un beso en la frente. Nunca más, alcancé a pensar antes de ver la mancha roja salir de la sombra.

MÚSICO Y POETA

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