El mundo dividido entre dos hermanas

Actualizado
  • 23/11/2014 01:00
Creado
  • 23/11/2014 01:00
Cintia y Amanda llevaron dos vidas diferentes. Aún así el afecto que compartían nunca cesó

Cintia no tuvo hermanas, pero cuando era muy pequeña sus tíos por parte de madre murieron en un accidente automovilístico y su prima Amanda, que también era hija única, se fue a vivir con ella. Antes de la desgracia las niñas no se frecuentaban demasiado, sin embargo congeniaron perfectamente desde el primer día. Amanda era fornida y rellenita, apenas unos meses menor que Cintia, pero emocionalmente frágil, afligida por la desgracia de haber perdido a sus padres a tan temprana edad. Cintia siempre tuvo una personalidad bondadosa y correcta y pronto se convirtió, al igual que el tío Miguel y la tía Marissa, en la persona más importante en la vida de Amanda.

Con el tiempo el corazoncito de esta fue sanando. Al cabo de un corto tiempo, el recuerdo de sus padres no era sino una sensación extraña que no se podía explicar con palabras ni con lágrimas. Una niñez normal: columpios, juegos de té, incursiones en los montes cerca de casa, tío Miguel y tía Marissa siempre generosos; Cintia, más que una hermana. Amanda, la distraída; Cintia, la más cuidadosa; Amanda que decía: ‘Dale, vamos, será divertido’, Cintia que respondía: ‘No, no seas loca, no está bien’, y luego las dos corriendo con las faldas llenas de naranjas, Amanda por delante, sonriendo divertida; Cintia rezagada, con el corazón en la boca, y la señora Eduviges, jorobada, sacudiendo el bastón en el aire, gritándoles hasta de lo que se iban a morir; y así los veranos y la estación lluviosa, los padres de Amanda apenas una foto en el fondo del cajón de la ropa interior, y ‘Hasta mañana, Cintia’, y ‘buenas noches, Amanda’.

Las nenitas pronto dejaron de serlo y aconteció que la madre naturaleza se encargó de ciertos asuntos en materia de pubertad precoz. Amanda creció antes de tiempo, transformándose en una criatura de quince años encerrada en el cuerpo de una mujerona. Los pechos de Cintia no se habían levantado ni siquiera tres pulgadas cuando ya los de Amanda parecían un par de melones de feria. Cintia aún lucía como una tabla de planchar, en cambio Amanda era todo un incidente de curvas, pendientes, cordilleras y valles repletos de promesas con las que más de uno en el liceo soñaba cada noche mientras la mano se movía de arriba abajo en la oscuridad del cuarto, o en la intimidad del baño antes de que mamá preguntara que por qué tanta tardanza ahí dentro.

Y sucedió, pues, que Cintia empezó a detestar a Amanda porque esta se quedaba con todos los chicos; ella, la Amanda huérfana, estúpida, tonta, puta; ‘sí, todo eso eres’, gritó Cintia, y Amanda salió corriendo, con lágrimas en los ojos. Y el tiempo pasó. Amanda se fue de la casa, viajó por el mundo, conoció hombres, tuvo un hijo, nunca estuvo segura si el padre de su hijo era aquel italiano que conoció en una disco de Ámsterdam o el sueco en las playas de Grecia. Cintia se quedó soltera y cuidó a sus padres hasta que les tocó morir. Heredó la casa. No tuvo hijos. Tuvo alguno que otro novio. Se quedó sola.

Hasta que un día, muchos años después, llegó a la puerta un muchacho. Cintia, ya ochentona, abrió: ‘¿Qué se le ofrece, joven?’. ‘Vengo de parte de mi madre’. Cintia iba a preguntar quién era la madre pero al examinar el rostro del muchacho reconoció facciones, se quedó callada y preguntó: ‘¿Cómo está ella?’. ‘Murió hace dos meses’, respondió el muchacho. Cintia quiso llorar pero no pudo. ‘Bueno, conoció el mundo, vivió y anduvo. No puede quejarse’, dijo mirando al cielo. El muchacho sonrió, tomó sus manos y dijo: ‘Pero su mundo, en realidad, era usted, su hermanita Cintia’. Cintia bajó la cabeza y dijo: ‘¿Quieres pasar? Tomemos un té, quiero contarte cosas de tu madre. Era muy traviesa, ¿sabes? Y muy bella, mi hermanita, Amanda’. ‘Igual que usted, tía Amanda, igual que usted’, dijo el muchacho, guiando a la viejecita hacia la sala.

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