El cuento que ganó una apuesta de bar

Actualizado
  • 28/06/2015 02:00
Creado
  • 28/06/2015 02:00
Desafié a un amigo a que escribiera un texto con una palabra. Lo hizo en 5 minutos

Para Q.M. y B.B. Tengo un amigo escritor al que siempre le digo que es incapaz de improvisar un cuento decente con alguna palabra que yo le diga al garete. Nunca había hecho caso a mi comentario, hasta hace apenas unos días cuando, al yo retarlo nuevamente, me miró entre cansado y desafiante y dijo: ‘Dale, pues, lanza cualquier palabra al aire y te improviso un cuento en menos de lo que canta un gallo. A ver, tira la palabrita ya mismo, pero vamos a apostar plata, ¿o es que ahora que hay plata involucrada no te atreves?'.

Yo le respondí con la palabra con la que tendría que inspirarse y escribir, y el muy cabrón no tardó ni cinco minutos en terminar el relato. Le di su dinero bien ganado. Luego me hizo que le prometiera que lo publicaría en la columna, pero con la condición de permanecer anónimo. Eso no estaba incluido en la apuesta, pero accedí. La palabra que le dije fue ‘uf' y he aquí el cuento que se inventó:

‘Ella era una mujer ¡uf!, él un hombre ¡uf!, dos ¡ufes! jóvenes y arrechos como nadie más. Desafortunada y nada ufamente, el mundo en donde vivían no era ¡uf! como ellos, sino una vasija de mediocres ¡bien! y ¡vaya!, entre otras vulgaridades, que al levantarse cada mañana lo primero que decían, sin embargo, no era ni ¡bien! ni ¡vaya! sino ¡ah! El hombre y la mujer ¡uf! estuvieron viajando siglos y siglos por el mundo, buscando a más ¡ufes!, tratando de encontrar en alguien más su lacónico y bello portento de vocal cerrada y consonante fricativa, hija fenicia y labiodental. Pero nada. Nadie. En vano probaron un ¡fu! Inútil. Aquí el orden de los factores sí que alteraba el producto y la fonética, pero sobre todo la identidad, el corazón y la paz mental. Pensaron en tener hijos a ver si salía un ¡uuff! o de repente, quién sabe, un ¡ufuf! o incluso un bello y único ¡uffu!, pero los dos resultaron estériles. Yermos. Eran hijos únicos y no recordaban si sus padres, fallecidos los cuatro cuando eran muy pequeños, eran ¡ufes! ¡Uf!, dijeron los dos al unísono. Crecieron ambos en orfanatos o casas de ayuda similares hasta que salieron de ese círculo a la mayoría de edad y se conocieron. Se creyeron únicos e irrepetibles. Luego se supieron solos y ¡uf! eso duele. Sin ascendencia y sin prole. Y entonces buscaron, como ya se ha dicho. Y se dieron por vencidos, como se informa ahora. Envejecieron. Se fueron a una habitación que consiguieron en uno de los países montañosos en donde indagaron y preguntaron en pos de ¡ufes! y allí se quedaron, nunca más salieron a ver ni cielo ni tierra ni mar, ni animales ni gente, ni viento ni sol. Y todo fue un pasar de años en ¡uf!, ¡uf!, ¡uf!, ¡uf!, hasta que un día, un segundo antes de morir, él la miró y se le salió un ¡puaj!, a lo que ella, sosteniendo en brazos el cuerpo inerte de quien había sido su monosilábico compañero por toda una vida, ya preparada para su propia muerte que se avecinaba, sonriente y en paz consigo misma, exhaló un liberador: ¡¡jo!

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