Madre amantísima

Actualizado
  • 10/12/2017 01:00
Creado
  • 10/12/2017 01:00
Casa de oro, donde ella reinaba como dueña y señora. Donde solo solaz y refugio hallaban sus hijos.

Madre de dioses y de hombres. Madre que eres, fuiste y serás. Madre que nunca mueres porque no has nacido, que transmutas, cuando no te veo, en un peso leve en mis hombros, en la voz de mi conciencia, en un gesto que reconozco al mirarme en el espejo.

Madre que nos custodias bajo tus manos, manos que son pájaros volando sobre las heridas, heridas que sanan, sanan, culitos de rana, con un poco de saliva y un tanto de sobijos. Madre, cuida de nosotros.

Espejo de justicia, justicia expedita e inmediata, chancleta en mano y sin posibilidad de apelación. Justicia justa y medida. Fiel de la balanza en equilibrio.

Trono de sabiduría, al cual acudimos con nuestros problemas, partidos por la mitad, salomónicamente y expuestas sus entrañas al aire por su bisturí de experiencia, para regocijo nuestro que vemos como, en realidad, no lo eran tanto.

Causa de nuestra alegría cuando, hambrientos y ateridos encontrábamos en sus brazos calor y en la mesa sabores que nos reconfortaban. Cuando siempre tenías calientes las medias en las mañanas heladoras, cuando la ropa nos abrazaba con tu olor al dormirnos.

Vaso espiritual, que recibía, sin rebosar y sin reírse, confesiones y secretos, que solo con ella lográbamos sacar de nuestro pecho.

Vaso de honor, que nos hacía beber el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto. Trago amargo a veces que, sin embargo, nos obligaban a tragar por nuestro bien.

Rosa mística, símbolo y muestra de aquello que está más allá de lo tangible, personificación del amor infinito, eterno e inmutable.

Torre de marfil, inasequible a la derrota y al desaliento, siempre firme, siempre terca, faro en la distancia que marca el regreso a casa.

Casa de oro, donde ella reinaba como dueña y señora. Donde solo solaz y refugio hallaban sus hijos.

Arca de la alianza, nueva y eterna, entre la muerte y la vida, entre el dolor y la risa. Entre el pasado abuelar y el futuro filial.

Estrella de la mañana, que despierta con un zumo de naranja, con un susurro, con una caricia en los pies. Con una bienvenida lenta al mundo. Aquella que despierta mientras todos duermen para hacer lo que nadie más hace.

Lucero vespertino, que cierra los ojos de los que se duermen, que apaga luces, que arropa niños, que tapa jaulas de pájaros. Lucero que dormita en el sofá esperando que todos regresen, sanos y salvos.

Salud de los enfermos, a la cual recurrimos siempre, con dolores y miedos que siempre lo son menos cuando ella los revisa, cuando ella los acaricia, cuando es ella la que pasa por la frente febril el paño fresco.

Refugio de los asustados, escudo invencible contra fantasmas y terrores. Contra los canallas y los malvados. Fuente de todo valor que te recuerda que con tu escudo o sobre él.

Consuelo de los afligidos, que conoce cada herida, cada dolor. Que los ha sufrido antes, que los sufriría por nosotros si pudiera.

Reina de los profetas, que avizora lo que va a pasar y lo augura. Que dice te lo dije y sonríe de medio lado cuando ve que seguimos, una y otra vez, sin aprender de sus admoniciones.

Reina de los confesores, ¿a quien si no a ella le contamos deslices, pecados, y trampas? Ella esconde, protege y cambambea. Ella disculpa, excusa. Siempre perdona.

Madre que pare, madre que cría, madre nutricia, madrastra que acoge, padre que es madre. Madre de todas las razas y de ninguna. Madre que es una sola, que son todas y cada una. Madre inmensa, omnipotente, omnisciente. Madre mía.

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