El negocio navideño

Actualizado
  • 15/12/2018 01:00
Creado
  • 15/12/2018 01:00
Vivir y dejar vivir, había sido su lema ante las dificultades que le presentaba la diaria existencia en ese escenario de miserias y desamparo. 

Imperturbable ante los reveses de la vida, con una fresca desaprensión frente a los problemas cotidianos, indiferente a los conflictos políticos que abrumaban el país y a las diarias peleas de vecinos y familiares, había encontrado un cómodo caparazón en esas calles y callejones maltrechos, en donde deambulaba en busca de alguna oportunidad de sacar provecho a la más inesperada situación. Vivir y dejar vivir, había sido su lema ante las dificultades que le presentaba la diaria existencia en ese escenario de miserias y desamparo. De allí que un día se estrenaba como vendedor de pescado, para pasar al otro día a la venta de cervezas y cigarrillos de contrabando, el comercio de electrodomésticos de oscuras procedencias, ropa del mercado negro de la Zona Libre; o al pasamanos rápido y sigiloso de la venta de bolillos de marihuana u otra sustancia de rápida salida. ‘La venta era su verdadera vocación'. Era el argumento que esgrimía cuando se le preguntaba por qué no conseguía un trabajo fijo como machetero o jardinero en la Zona o en el municipio. Pero que va, él se consideraba un experimentado ejecutivo de ventas y en ello ponía tal empeño que hasta había desarrollado un hablar locuaz y rimbombante con el cual abrumaba a los posibles compradores, que finalmente cedían más por cansancio que por convencimiento.

ISMAEL HABÍA INVERTIDO TODOS SU DINERO EN ESE NEGOCIO, INCLUSO TUVO QUE PEDIR PLATA PRESTADA AL VIEJO TANO TUÑON, MAGNATE DE LA BOLITA DE ESE SECTOR DE LA CIUDAD Y QUE CONTROLABA CON DISCIPLINA LA LOTERÍA CLANDESTINA, EL NEGOCIO DE LOS PRÉSTAMOS Y EL TRÁFICO DE MERCANCÍA DE OSCURA PROCEDENCIA'.

Su última operación era un flamante equipo de sonido Sony con todos sus componentes —un sintonizador digital, un luminoso ecualizador gráfico, la innovadora reproductora de discos compactos, casetera doble, sonido estereofónico con bocinas de tres vías y un poderoso amplificador de seiscientos vatios capaz de poner a bailar a todo el barrio—. Lo había comprado tras bastidores a su amigo Calito, quien a su vez lo había adquirido de un empleado de la Zona Libre de Colón. En su caja de cartón, de un negro resplandeciente y el brillo plateado de las perillas de control, se mostraba virginal e impecable acodado entre soportes de espuma de fibra y el olor alcanforado de los cristales deshumidificadores. Icono de la tecnología y de una forma de vida impuesta por el mercado, el AS241 Sony era el centro de atracción de todos los vecinos que, con envidia unos y mal disimulado entusiasmo otros, esperaban ansiosos que se pusiera a prueba con unos buenos discos de salsa y merengue.

Ismael había invertido todos su dinero en ese negocio, incluso tuvo que pedir plata prestada al viejo Tano Tuñon, magnate de la bolita de ese sector de la ciudad y que controlaba con disciplina la lotería clandestina, el negocio de los préstamos y el tráfico de mercancía de oscura procedencia. Pero su optimismo se basaba en que había adquirido un equipo en apenas doscientos dólares y que podía vender en quinientos o más; ahora que se aproximaba la fiesta de navidad. Sería, sin lugar a dudas, el gran negocio navideño. Aún con la situación económica difícil, sabía que encontraría clientes para esa maravilla, pues mucha gente tenía plata guardada de las cooperativas y aún con los cheques fraccionados del gobierno se podía lograr la venta cambiándolos entre los prestamistas hindúes. Además, a la gente que trabajaba en la Zona seguro que le pagarían las bonificaciones de navidad en lana contante y sonante. Todo estaba hecho. Lo más probable era que para el día de navidad tendría su billete en la cartera para pasar sus fiestas de fin de año entre el jolgorio de las posadas y las comunitarias cenas de medianoche.

‘LA MÚSICA SONABA, EL LICOR EXCITABA Y LOS CONVITES DESPREOCUPADOS DEL TRABAJO QUE LES ESPERABA AL DÍA SIGUIENTE SE MANTENÍAN FIRMES EN TORNO AL APARATO DISCUTIENDO CUÁL DISCO DEBERÍA PONERSE O QUÉ ORQUESTA ERA MEJOR'.

Apenas había anochecido cuando se presentaron su amigo Calito, el chino José y Rebequita, los amigos de negocios y festejos para sugerirle que le diera una calentadita al aparato antes de venderlo; pues como era vísperas de Navidad lo más probable era que le saliera un cliente al día siguiente y no tendrían oportunidad de gozarlo. Mostrando una reticencia que no sentía, y haciéndose rogar con una mal disimulada negativa, accedió finalmente a bajar el equipo a la acera para escuchar un poco de música y tomarse unas cervezas, pero con el compromiso que a excepción de él nadie más metiera las manos en el aparato. José, Calito y otros amigos, sumados entusiastas a la charanga, se encargaron de buscar las cervezas al final de la calle veintisiete, donde vendían unas Hams y Budweiser bien frías; mientras Rebequita y su hermana se dispusieron a freír unos patacones y pedazos de carne para tener algo que picar en la reunión. La noche se perfilaba muy bien, pues estaba seguro que cuando arrancara con la música se sumaría más gente de la calle, incluyendo, tal vez, a la Tania, que lo tenía jalado de los sesos y que se hacia la difícil. Estaba seguro que sí llegaría y sería su oportunidad de bailar y estar cerca de ella.

La algarabía no se hizo esperar. Apenas sonaron las bocinas, con un repicar de bongos y un trompetazo intenso de la orquesta de Willy Colón la gente comenzó a agruparse; unos para disfrutar de la sonoridad del aparato y otros, los más, atraídos por la oportunidad de gorrear alguna pinta de cerveza. El momento se extendió una hora tras otra y a las cervezas iniciales se sumaron otras cajas producto de espontáneas colectas. El palmear de las manos dio paso al movimiento de las piernas y la acera quedó convertida en una pista de baile en la que era necesario esquivar una que otra fractura del cemento o el detrito reseco de un perro callejero. La música sonaba, el licor excitaba y los convites despreocupados del trabajo que les esperaba al día siguiente se mantenían firmes en torno al aparato discutiendo cuál disco debería ponerse o qué orquesta era mejor. Sin embargo, Tania no llegaba y el desánimo se apoderaba del corazón de Ismael, que miraba con desazón el balcón y la escalera de la casa de madera en donde vivía el objeto de sus inquietudes.

Las primeras pintas bajaron con la celeridad de una cascada, la música variaba de un conjunto a otro y el refrescante lúpulo dio paso a los enervantes tragos de seco y a la mezcla de rones y ginebra que cada cual aportaba de las reservas que guardaban para navidad. Desganado tomaba uno que otro trago y mecánicamente ponía los discos y casetes que iban aportando los participantes, hasta que aburrido le cedió el puesto de ‘discjockey' a José, que complacido comenzó a imponer sus gustos musicales. Lo que más le torció el ánimo fue cuando José, con una calculada ironía le puso la canción ‘Ligia Elena' de Rubén Blades que relata la historia de una niña de bien que se fuga con un trompetista de arrabal con el consiguiente escándalo familiar y las expresiones discriminatorias de la madre.

Claro, eso era lo que pasaba, pues ahora que Tania había terminado la secundaria e iría a la universidad a estudiar derecho, la madre no quería que se relacionara con nadie del barrio y mucho menos con él. ¿Qué se creía ese negro buscavidas y malhablado? ¡Su hija no era pan de pobres para estar de mano en mano entre ese chusma! ¡Ya verían cuando fuera abogada y comprara su piso en Paitilla! Pero el sabía lo bien que le caía a la muchacha y que tarde o temprano ella se daría cuenta que todos esos eran cuentos de la vieja para alejarla de él. Ya vería esa señora que él si era un tipo de verdad, que le compraría una casa a Tania de esas que estaba construyendo el gobierno en San Miguelito y que tendría su buen taxi y su negocio de ventas de ropa, tal como le había prometido su amigo el legislador, cuando tomará posesión del cargo en la Asamblea.

Pero por ahora tenía que esperar, y mantenerse a distancia contemplando de reojo la puerta entreabierta del cuarto de Tania, alumbrado con el resplandor blanquecino de una lámpara fluorescente. A lo mejor estaba estudiando para los exámenes de admisión en la universidad que serían el próximo mes de enero. Pero seguro estaba escuchando la música y pensando en lo bueno que sería pasar el rato con él y los demás muchachos en la acera bailando música de salsa.

‘¡Ligia Elena está contenta y su familia está tildá!'

Repetía el coro de la orquesta mientras un agudo sonido de trompeta acompañaba el repicar de timbales y bongos:

‘Se fue con un trompetista de la vecinda'...'

Vocalizaba con acento irónico el cantante resonando las maracas. Los bailadores se contorsionaban dando vueltas en el estrecho pavimento de la acera; mientras que él, sentado en un escalón de la vieja casa de inquilinato daba rienda suelta a sus sueños de enamorado, en espera de que la intensidad de la fiesta bajara para llevarse su aparato.

Con curiosidad contempló los avatares de una mujer que tambaleante y apoyándose en las paredes descendía por la calzada, en un esfuerzo por incorporarse a la fiesta al otro extremo de la cuadra, en un evidente reto entre la distancia y las funciones psicomotoras descompensadas por el alcohol. Con cierta crueldad esperaba la caída dado el estado de borrachera y los imprecisos pasos entre los baches; mientras la mujer jadeante, torturada por el desbalance de piernas y brazos, sin un punto de gravedad que centrara su presencia sobre la tierra, era un porfiado que se movía de uno a otro extremo sin dejarse vencer por la movediza consistencia del suelo ni la curvatura amenazante de casas y postes de electricidad sobre su cabeza.

En un cambio de ritmo, José insertó en el aparato un acompasado ritmo puertorriqueño en la voz de Cheo Feliciano, que el grupo comenzó a corear como himno religioso...

‘Anacaona, india de raza perdida...Anacaona, de la región primitiva...'

Voceaba el grupo bamboleándose de un lado para otro y levantado los brazos como ritual de un ancestral culto pagano.

Ismael los miró pensando que pronto se le acabaría la fiesta, pues ya estaba seguro de que Tania no llegaría. Paseó la mirada por la azotea del Cuartel Central que apenas se divisaba en la oscuridad de la noche, en donde percibió la brasa amarillenta de un cigarrillo, para luego volver la vista hacia la mujer que ya estaba próxima a sumarse al grupo coral. Adelantándose a cualquier imprudencia, José salió del conjunto con una botella de cerveza en la mano, le quitó el sello y se lo entregó a la mujer, y con inaudibles palabras y enérgicas señas le indicó que se fuera. La mujer volvió sobre sus zigzagueantes pasos con la cerveza en una mano, arrastrando un bolso y un viejo paraguas en la otra.

Hastiado de la cerveza y sin poder compensar su pesadumbre por la inasistencia de Tania, desistió de proseguir con la reunión. Levantando ostensiblemente el brazo para ver la hora en un brillante reloj con una gran carátula anunció ceremonial y terminante:

‘Bueno gente, ya son la once de la noche. To'o mundo pa'lante que mañana hay que trabaja”

‘Suave, ¿qué te pasa? Si to'avía tenemo' tiempo hasta las doce. El patrulla ni siquiera ha dado la vuelta. A lo mejor están todos encuartela'os y ni siquiera salen esta noche'.

‘Sí, es verda'. To'avía tenemo' un chance hasta las doce. Además, queda una media caja de pintas y hay una botella de seco'.

‘Lo que pasa es que ta tildea'o, porque la pela' no vino.'

‘No hablen más pendejadas y recojan sus vainas que yo voy pa'lante. Tengo mucho sueño'

Los asistentes rezongaron en voz baja, y poco a poco recogieron sillas, neveras, botes vacíos de cerveza y botellas a medio vaciar de seco y ron. José aprovechando el poco tiempo que quedaba repitió el disco de Cheo Feliciano y con los últimos presentes del corearon a pleno pulmón:

—Anacaona, india de raza perdida, Ancaona, de la región primitiva...

Acomodado nuevamente en su caja de cartón entre los protectores de espuma de fibra, el aparato pareció resignarse a un sepulcral silencio; mientras los amigos se despedían y acordaban los contactos que harían al día siguiente para la venta del equipo. Ismael se colocó la caja sobre el hombro derecho y se encaminó silencioso hacia el final de la calle veintiséis sorteando grietas, bolsas de basura y detritos de perros y gatos. Mañana sería otro día...

El sonidos de los timbales repicaba intermitente, al tiempo que los bongos irrumpían con un pum...pum...pum, haciendo marcar el compás. De seguido el silbido agudo de la trompeta irrumpe soberano en mitad del rasgar del güiro y las maracas para cerrar con agudo ‘Si' sostenido, al tiempo que un campanazo brillante le abre paso a una cerrada descarga que hace estremecer el viejo caserón de madera. Ratatata…tarata…tata… Somnoliento, no podía precisar si era Eddy Palmieri con la trompeta de Vitín Paz, la Orquesta Harlow, o la trompeta de Juancito Torres con la orquesta de Bobby Valentín. Él que era un experto en música de salsa no podía precisar en ese traspatio de sueño e imágenes qué orquesta sonaba en casa de los vecinos en medio de la noche. Pimpam…pimpam…pin…pin…pin… O tal vez no eran los vecinos, sino la cantina de la esquina. Dando media vuelta en el camastro se colocó la almohada sobre la cabeza para amortiguar el bullicio y conciliar el sueño, alejando los pesares dejados por la ausencia de Tania.

Las caderas de Tania contoneándose con ritmo de los bongos. Los abultados senos de Rebequita entrechocando con el sonar de los timbales. El coro desaforado con el canto a la india de raza perdida de la región primitiva. La vieja del paraguas arrastrando su borrachera calle arriba. Las barritas luminosas del ecualizador gráfico. El ‘tam tam' de las bocinas sonando los bajos. Los tragos, pesares y amarguras suspendidos en un espacio interminable y vacío. En un letargo incontrolable inició una precipitada caída en una espiral oscura a cuyo fondo lo arrastraba un punto luminiscente, mientras él trataba inútilmente de asirse a los bordes...

—¡Corrán carajo que se formó la vaina!»

—¡La FAP está bombardeando el cuartel!»

—¡Coño! ¿De nuevo otro golpe de estado?»

—¡Qué FAP ni que mierda, son los gringos que están invadiendo!

—¡No! ¡Te digo! ¡Son la gente de Fuerte Cimarrón con las tanquetas!

—¡Coño que son los gringos¡ ¿No ves la clase de helicópteros?

La batahola de gente entrando y saliendo de sus cuartos; corriendo con los niños en brazos de un lado para otro en el patio cruzado de alambres y trapos; la gritería de un lado a otro del balcón de los vecinos señalando los helicópteros que despedían azulados rayos y proyectiles sobre los hangares, la azotea, el patio y edificios del Cuartel Central, era un espectáculo de pesadilla que Ismael no podía asimilar como parte del concierto de salsa que retumbaba aún en sus oídos. Cuando tomó conciencia de sí y del entorno se apresuró a vestirse y buscar en el interior del cuarto para escoger qué cosas debía salvar de la guerra que se cernía sobre su cabeza. Instintivamente tomó la caja con letras negras y rojas que decían Sony AS241 Stereo System, la colocó sobre el hombro derecho y se lanzó escaleras abajo sin preocuparse siquiera de cerrar la puerta.

PEDRO LUIS PRADOS

Escritor

Catedrático de filosofía y estética en la Universidad de Panamá; editor de la Revista Universidad . Autor de numerosos ensayos sobre filosofía, crítica de arte y estética, entre los que se destacan: El paraíso perdido de Guillermo Trujillo y La pintura en Panamá .

En 1997 gana el Premio Ricardo Miró 1997, sección Cuento, con el libro Bajamar . Y el mismo premio en 2002 con El otro lado del sueño .

‘Esa noche sentimos que todos nuestros temores estaban bien fundados. Lo que el genio griego puso en palabras de Eurípides se cumplía puntualmente en el esquema invariable de todas las guerras coloniales. Troya se replicaba en las calles y barrios de la ciudad y la excusa, las motivaciones imperiales, el ardid del caballo, la masacre, el incendio punitivo, la humillación y el castigo estaban presentes en toda su intensidad. La pesadilla había comenzado y aún no termina'.

La realidad, su realidad, había colapsado y se desmoronaba en el matraqueo de la metralla, el estallido de los misiles sobre los gruesas paredes del edificio del cuartel y el incendio del depósito de combustible del cuartel. Bajo las luces de bengala que esparcían su luminosidad sobre los viejos techos de zinc, entre los alaridos de espanto de mujeres y niños, el corretear de chancletas y tacones en los pisos de madera y las respuesta rítmica de las ametralladoras desde la azotea del edificio siguió el desaforado éxodo de la desesperación hacia la Avenida de los Mártires en una imprudente búsqueda de seguridad. Al llegar al cruce de avenidas se encontró con un grupo de tanques que trataban de abrirse paso hacia el cuartel rodeando la chatarra de una tanqueta despanzurrada por un mortero. Los dos gringos atorados en la torrecilla del cañón habían sido sorprendidos por el estallido y sus compañeros trataban desesperadamente de rescatar los cuerpos del fuego que envolvía al vehículo.

En ese momento se percató de que se trataba de la tan anunciada invasión de los norteamericanos. No era otro intento de golpe de estado para derrocar al régimen, en el cual sólo los interesados jugaban su pellejo. Era la guerra en toda su plenitud en la cual todos eran objetivos militares y tarde o temprano todo sería arrasado. Desconcertado cambió el rumbo en su desenfrenada carrera hacia los muros del cementerio, con la idea de alejarse lo más posible de la zona de conflicto y llegar hasta la casa de su hermana en Calidonia. Posiblemente por allá las cosas estuvieran más tranquilas. Segundos interminables en los cuales los movimientos se despejaban en cámara lenta, las piernas temblorosas se negaban a moverse con la acostumbrada celeridad y las distancias se medían en espacios infinitos en los cuales los movimientos empantanados se sumergían en la inmovilidad.

Penetró como un reptil entre las torcidas barras de la entrada del cementerio. Agazapado y sudoroso recorrió los primeros metros de la calzada principal cuando sintió el zumbido sordo de las turbinas y los reflectores de las aeronaves moverse inquisidoras entre las tumbas, buscando afanosas entre las esculturas de ángeles y madonas. Un repiqueteo de metralla despierta intempestivo como salido de ninguna parte y un cruce intenso de puntos luminosos se suceden entre los aparatos y los sepulcros de mármol y granito. Su miedo convertido en fuerzas lo impulsó entre los haces de luz y muerte hacia los grandes sauces que oscurecían la parte posterior del camposanto, sin reflexionar sobre las consecuencias se aventuró en una interminable carrera hacia la verja posterior del cementerio y salió a la calle en busca de callejones y zaguanes que le permitieran escurrirse hacia las torres de multifamiliares de Calidonia.

Tembloroso como una hoja al viento. La camisa empapada en un sudor frío y pegajoso. Las manos como heladas garras prensiles aferradas a las asideras de la caja y con miles de sensaciones, emociones y explicaciones bullendo en la cabeza, alcanzó el noveno piso del edificio y como un desesperado golpeó una y otra vez la puerta del apartamento. Con el susto reflejado en el rostro cenizo la hermana entreabrió la puerta.

—¡Gracias a Dios que estás vivo!

—¡¿Cómo pudiste llegar hasta aquí?!

—¡¿Qué es lo que está pasando por allá?¡

—¡Qué barbaridad! ¡El Chorrillo está ardiendo!

Las exclamaciones y preguntas se sucedían sin que él pudiera descifrar las palabras. La hermana con una irrefrenable angustia lo sacudía y preguntaba, su cuñado señalando las grandes llamaradas que se contemplaban desde la ventana repetía una y otra vez ‘¡El Chorrillo está ardiendo!', y los chiquillos giraban a su alrededor mirándolo extrañados como si fuera un ser de otro planeta. El más pequeño, con natural curiosidad miraba la caja y trataba de ver entre los resquicios que había dentro de ella. Pasando sus deditos sobre las letras negras y rojas de la caja logró, como en un acto de magia, meter la mano por un orificio del tamaño de un puño y extraer un manojo de alambres de los que colgaban pedazos de un plástico negro. Del otro lado una pequeña perforación no más gruesa que un dedo marcaba la entrada del proyectil.

Sorprendido. Con la boca abierta. Sin poder creer lo que estaba viendo. Volteó de un giro la caja de cartón y miró el orificio, arrancó de un golpe las tapas e incrédulo contempló las miles de astillas de plástico, los circuitos integrales descuartizados, la pantallita oscurecida con el cristal de cuarzo chorreando sobre los alambres, las perillas diseminada entre los protectores de espuma de fibra y la plaquita de la Sony Corporation prendida todavía sobre la plateada lámina del dial. No podía creer lo que estaba viendo. Todo ese recorrido tortuoso e inútil con ese aparato al hombro. El esfuerzo heroico por salvar su salvación de los próximos días. El miedo reprimido entre zaguanes y callejones. La fuga silenciosa con la muerte en los talones. Todo se había reducido a las astillas y el estropajo de alambre inerte en el fondo de la caja.

Con el cuerpo destemplado y con la mente desconectada de toda esa absurda realidad en que se había sumido su vida, se levantó y se encaminó hacia la ventana, en donde su cuñado repetía una y otra vez...

«¡Que barbaridad! ¡El Chorrillo está ardiendo!»

«¡El chorrillo está ardiendo....!»

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