• 06/09/2020 00:00

Aur, aur...

La muerte no me indigna, ni me asusta. Lo que no soporto es la injusticia y la burla. Porque en Panamá hay muertos de primera clase y muertos de quinta

Recuerdo haber ido con mis padres, siendo muy niña, en uno de esos viajes familiares en los que se amontonaban en el auto bolsas, maletas, bocadillos, sandías, melones y niñas. Llegamos a una iglesia en un pueblo perdido en el norte de las tierras castellanas, una iglesia marcaba el horizonte sobre un altozano. Y como no podía ser de otro modo, mi padre aparcó a la sombra, a un lado de la plaza del pueblo y bajó a preguntar a ver quién tenía las llaves para que nos permitieran verla.

A los pocos minutos venía hablando con un ser atemporal, encorvado y arrugado, como una bola de papel estrujada. Y entramos en aquella nao, recuerdo el olor a sombra, a piedra antigua, a cera de abejas y a incienso. Olor a iglesia románica. Mientras mis padres y mis hermanas brujuleaban por el crucero, yo me quedé absorta delante de uno de los retablos en una capilla lateral. Muertos congelados en la acción de entrar o salir de sus ataúdes y un diablo de un rojo desvaído con un parecido razonable al lobo de los cuentos de hadas.

Y la bola de papel de estraza susurró en mi oído: 'Todos vamos a morir'.

No era la primera vez que pensaba en la muerte, claro está, hacía ya varios años que un verano, jugando en la finca de unos vecinos, mi compañero de juegos y yo encontramos un pardal muerto, le dimos cristiana sepultura y varios días después decidimos que era una buena idea desenterrarlo para volver a verlo. Desde ese día decidí que mis restos se los entreguen al fuego. Agni devorará mi cadáver y espero que los dioses manden a un xoloitzcuintle a buscar mi alma. En fin, que desde muy pequeña entendí el tema de que la única condición para morirse es estar vivo.

La muerte no me indigna, ni me asusta. Lo que no soporto es la injusticia y la burla.

Porque en Panamá hay muertos de primera clase y muertos de quinta. Hay deudos que tienen derecho a llorar y a despedir a su amiga con mariachis y hay deudos que aún hoy no han podido ir a abrazar a su familia después de cinco meses de haberse muerto el abuelo.

En Panamá ni siquiera la muerte nos iguala a todos. Ni siquiera ante la Segadora somos iguales. En Panamá los que se conduelen de la defunción de su copartidaria ultimada como un perro sarnoso, pueden hacer procesiones mixtas en días de mujeres y no mantener la distancia social y pasarse el decreto de no hacer funerales de más de cinco personas en primer grado de consanguinidad por el arco de triunfo, mientras los deudos del resto de los que han cruzado el Aqueronte, se sorben los mocos, se secan las lágrimas en sus casas y se muerden su dolor a solas.

En Panamá, donde tantas veces se ha dicho que nadie puede hablar mal de los muertos porque en cuanto mueres todo lo malo que has hecho desaparece, al parecer la pandemia ha logrado extender hasta el Más Allá la soberbia, la arrogancia y la desvergüenza. Al parecer, no es lo mismo el cadáver de una asesinada en turbias circunstancias, que el de una enfermera fallecida en el cumplimiento de su deber.

A esto hemos llegado y aquí estamos. Un puñado de cadáveres ambulantes que no sabemos si entrar o salir del ataúd, y una panda de golfos apandadores que se burlan de nosotros y devoran, con cara de fiera, los escasos restos de dignidad y humanidad que nos quedan. «Aur, aur... ¡Desperta ferro!”.

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