'Kamishibaiya', el cuentacuentos japonés

Actualizado
  • 11/10/2020 00:00
Creado
  • 11/10/2020 00:00
La evolución y desarrollo de esta actividad, que tuvo sus orígenes en el siglo XII, fue a inicios del siglo XX, cuando cuentacuentos ambulantes recorrían las calles en una bicicleta o carromato en cuya parte posterior transportaban un teatro de papel
'Kamishibaiya', el cuentacuentos japonés

Entretener a los niños ha sido función de los padres desde los inicios del mundo. Durante el período de recesión entre la pre y postguerra en Japón, la necesidad de trabajo creó una forma de divertimiento infantil que se dice que tiene sus raíces en una alegre costumbre de los monjes budistas del siglo XII.

El arte del Kamishibai

Los primeros cuentacuentos fueron los monjes budistas del siglo XII (períodos Heian y Kamakura), quienes utilizaban emaki, rollos ilustrados que desplegaban frente a un público y tenían relatos sobre las imágenes. La mayoría eran fábulas moralistas para educar al pueblo. Hay quienes opinan que este es el inicio de los cuentacuentos en Japón, cuyo desarrollo y evolución fue a inicios del siglo XX (período Showa, 1926-1989).

'Kamishibaiya', el cuentacuentos japonés

La depresión de 1930 dio a luz al kamishibai cuya etimología es kami –papel– y shibai –teatro–. Los kamishibaiya –cuentacuentos ambulantes–, recorrían las calles en un carromato o en bicicleta cuya parte trasera había sido adaptada para cargar el “teatro ambulante”. Este recordaba a un teatro de marionetas, con la diferencia del uso de ilustraciones como apoyo para el narrador. Este escenario era el delirio de los niños que disfrutaban las historias y las imágenes.

Usualmente el kamishibaiya se colocaba en un parque o una esquina y golpeaba los hyoshigi –claves de madera que atraían a los niños– pues anunciaban el comienzo de la función que era gratuita. Los kamishibaiya no solo relataban, sino que representaban a los personajes que fascinaban al joven público, ¡si eran una princesa o un samurái, debían escucharse como tales!, se presentaban tres historias, una comedia para todo el público, un shojo –melodrama para niñas– y un shonen –historia de acción para niños–, el desenlace siempre quedaba en suspenso. Esta era la manera de asegurar público para el día siguiente, ya que sus ingresos se generaban con la venta de golosinas hechas en casa, que los pequeños compraban para la función.

La industria
Con el tiempo, las historias se tornaron educativas.

Por muy artesanal que parezca, existía toda una industria detrás. Los kashimoto –distribuidores de historias– rentaban a los kamishibaiya las fábulas ilustradas que tenían entre 10 y 12 dibujos, hechas a colores sobre cartón barnizado para que fuesen resistentes a la lluvia y el rocío. Los artistas que las creaban tenían dos opciones: vender los cartones a los kashimoto, u ofrecerles la idea para que si la encontraban interesante, contrataban sus servicios de ilustrador y escritor.

Un dato poco conocido es que algunos mangakas –dibujante de cómic japonés– de renombre iniciaron su carrera como dibujantes de estas historias, entre ellos Koike Kozuo, creador de “El lobo solitario y su cachorro”, Mizuki Shigeru de quien ya hablamos en “Mitos y monstruos del Japón”, autor de GeGeGe No Kitaro, Shirato Sampei, creador del gekiga –Imágenes dramáticas– y autor de Ninja bugei-cho. Pero sin duda, uno de los más grandes fue Nagamatsu Takeo, creador de “El murciélago dorado”, el primer superhéroe ilustrado que debutó en 1931, ¡cinco años antes que El Fantasma (The Phantom, 1936) de Lee Falk! y se convirtió en un fenómeno que llegó a aparecer en manga, series televisadas, películas y anime.

Como suele suceder, durante la Segunda Guerra Mundial el gobierno presiono y las historias debieron convertirse en relatos de guerra, con el fin de promover y exaltar el “heroísmo patriótico”. Por supuesto que los propagandistas eran los kokusaku kamishibai, que llegaban al extremo de utilizar frases altisonantes como: “muriendo violentas pero hermosas muertes por su país”. Quizá la historia más emblemática de ese horrendo momento fue “Madre del héroe caído”, de Suzuki Noriko, una de las pocas mujeres que ilustraba historias. El ambiente había llegado a tal nivel de aberración, que se calcula que fue vista por más de 18 millones de japoneses.

El kamishibaiya se colocaba en una esquina y anunciaba el comienzo de la función

Como efecto de la guerra y la ocupación estadounidense el desempleo azotó al país, pero la idiosincrasia nacional dio paso al triunfo de la creatividad. Surgieron más de 40 oficinas productoras de relatos y se calcula que en el área de Tokio y Kansai más de 50 mil personas llegaron a ejercer esta profesión. Las historias dieron un giro de 180°, aunque volvieron las de entretenimiento, la divulgación sobre lo inhumano de las guerras y el monstruoso crimen de las bombas atómicas además de las secuelas en el país y sus habitantes despertaron la conciencia de todos los japoneses.

La estocada final

Ni la guerra ni la ocupación pudieron acabar con los teatros ambulantes, pero casi lo logró un invento de la modernidad: la televisión. Tanto así, que en un principio se le conoció como denki kamishibai –teatro eléctrico de papel–. Para 1952 la televisión pública de Japón NHK estrenó transmisiones para televisores “públicos” colocados en parques, espacios abiertos y estaciones de tren, pero con el incremento de los aparatos privados la cantidad de cuentacuentos disminuyó ostensiblemente, de miles a decenas. Los pocos que quedaban se reinventaron poniendo sus ojos en la educación. Las historias tenían temas realistas, biografías de personajes de fama internacional, fábulas moralistas de héroes nacionales y en las escuelas se presentaron como medio para aprender idiomas. A principios de los 60 ya se habían convertido en kyoiko kamishibai o Historias educativas para niños en teatro de papel.

En animes como Doraemon se registra la actividad.

En la actualidad los kamishibaiya son pocos, pero sus fuentes de ingresos no. Sus presentaciones se hacen en escuelas, guarderías y hasta zoológicos. Es un trabajo de tiempo completo que permite a los intérpretes una dedicación exclusiva, algunos crean sus propias historias o dan clases para enseñar las artes del kamishibaiya.

Gracias a Michael Rogge, un periodista que trabajó filmando diversos lugares de Asia a mediados del siglo pasado, amigo lector usted puede ser testigo del trabajo de un kamishibaiya en la década de 1950 si accede a este enlace: https://tinyurl.com/kamishibaiya

El autor es catedrático de la Universidad de Panamá y doctor en comunicación audiovisual y publicidad
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