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- 23/05/2019 02:03
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Fue uno de los grandes, de los inmensos. Jugó tres mundiales: los de 1954, 1958 y 1962. Fue elegido el mejor jugador de Suecia 1958, sí, aquel que vio debutar a Pelé y asombró con un trío de fábula en el que participaban el propio Didí, junto a Pelé y Garrincha.
Murió en mayo de 2001, y quizás por eso me pareció oportuno recordarlo y homenajearlo en este mes; aunque un talento como el suyo no debería necesitar fechas especiales para mantenerse vivo en la memoria. Fue un jugador elegantísimo. Sus desplazamientos leves y fluidos y su toque de pelota preciso y casi invisible, le ganaron el apodo de Príncipe Etíope. Fue uno de los mayores mediocampistas que vio el planeta fútbol y además creó la ‘Hoja seca', una manera de ejecutar tiros libres que hasta hoy genera asombros y produce multitudes de aspirantes a discípulos (lo sepan o no). Didí le pegaba a la pelota de tal modo, que esta se elevaba enormemente, dando la impresión de irse por encima del travesaño. Pero de pronto cambiaba su trayectoria y caía casi de golpe, del mismo modo en que desciende una hoja seca cuando se desprende del árbol, engañando de manera casi invariable a los porteros desvalidos. Su mérito con la Hoja seca fue considerable, sobre todo si tomamos en cuenta la ligereza de los balones actuales en contraposición a las pelotas pétreas y pesadas con las que se jugaba en su tiempo.
Era alérgico a los grandes despliegues físicos. Siempre afirmaba que la que debía correr era la pelota, no el jugador. Tal vez por eso sus trazos prolongados y precisos resultaban no solo exquisitos, sino práctcos. Sabía leer los espacios a la perfección y conducía el ritmo del juego, como si él mismo lo hubiera inventado.
Jugó sobre todo en Fluminense y Botafogo, sin abandonar su Río de Janeiro. Aunque en 1959, después de ser elegido el mejor jugador del mundial 58, fue firmado por el Real Madrid. No duró mucho. Se enfrentó al ego autoritario del gran Alfredo Di'Stefano que no soportaba competidores en su territorio. Apenas jugó 19 partidos con 6 goles, antes de volverse a Brasil, abandonando la que calificaría como ‘la mayor decepción de mi vida'.
Mucho antes, el 16 de junio de 1950, Didí participó en la inauguración del estadio de Maracaná. Jugaban combinados juveniles de Río y de Sao Paulo. Y Didí, entonces de 21 años, anotó el primer gol en la historia del mítico estadio. También fue el primero en acuñar el término ‘jogo bonito' refiriéndose al fútbol de Brasil (aunque algunos disienten de este hecho).
Se veía tan cool y lo inundaba una serenidad tan intangible, que muchos lo comparaban con un jazzista. En la final del mundial de 1958, el anfitrión, Suecia, se adelantó por dos goles en el marcador. Con toda la calma del mundo, Didí tomó la pelota dirigiéndose al centro del campo seguido por las miradas de urgente angustia de sus compañeros. A cada jugador brasileño le decía: ‘Muy bien. Se acabó. Ahora nos toca a nosotros'. Brasil anotó 5 goles sin respuesta rival y se llevó el primer mundial de su historia.
Luego del triunfo en el siguiente mundial de 1962, Didí se dedicó a entrenar. En 1969 dirigió a la selección peruana que clasificaría para México 70, tras eliminar a Argentina. Fue el mundial del gran Teófilo Cubillas, reconocido por muchos como el mayor jugador peruano de la historia. Cubillas había aprendido el arte de los tiros libre de los pies del propio Didí. Pero Cubillas no fue el único. En ese tiempo, tuve el privilegio extraordinario de conocer a Didí. Yo tenía 11 años, y junto a un amigo nos las arreglamos para descubrir la dirección del Príncipe Etíope, y una tarde fuimos a visitarlo con el desparpajo despreocupado que otorga la infancia. Lo extraordinario es que nos atendió con una cortesía irónica, alegre y cariñosa, acompañado por su esposa. Se decía que Didí estaba harto de que le preguntasen la técnica exacta, la magia precisa para la ejecución de sus famosos tiros libres. Y por su puesto, nosotros, ignorantes y atrevidos, le repetimos la pregunta que lo hartaba. Quizás por nuestra combinación de arrogancia e inocencia, Didí nos llevó amablemente al patio de su edificio y allí comenzó a inculcarnos los principios de sus técnicas legendarias. Pateamos un buen rato y volvimos en días subsiguientes. ‘Pero tienen que practicar todos los días' nos dijo la última vez, al despedirnos. Y claro que practicamos. Unas pocas semanas después, durante un partido callejero, mi equipo sufrió una falta y pedí el tiro libre. Mirando la barrera, intenté aplicar lo que Didí nos había inculcado, y casi sin creerlo, clavé la pelota en el ángulo superior de una puerta de garaje que nos servía de portería. Compañeros y rivales se unieron en una pregunta cargada de asombro: ‘¿quién te enseñó a patear así?'. Y como quien no quiere la cosa, les respondí, en medio de mi propio asombro tímido: ‘fue el príncipe, fue Didí'.