La debacle de Trump, todos tenemos la culpa

Actualizado
  • 20/03/2016 01:00
Creado
  • 20/03/2016 01:00
Los estadounidenses tienen que aprender a estar en desacuerdo —aun apasionadamente— sin descender al caos

El viernes pasado, mi corazón se hundió de pesar al ver, sin poder creerlo, las imágenes en la televisión de una concentración política en Chicago, que casi se convirtió en un tumulto.

Como en 1968, durante la Convención Nacional Demócrata, yo estaba en la cuna, nunca había visto nada así. Y, con un poco de suerte, no volveré a verlo.

Pero, ¿a quién vamos a engañar? Si Donald Trump resulta electo presidente, lo que en una época era una posibilidad lejana, que ahora parece más plausible a medida que pasan los días, esa situación podría ser la norma. Y si no resulta electo, podrían producirse aun más disturbios —a causa de los partidarios de Trump.

Ha llegado el momento de ser honestos sobre las consecuencias de que un candidato presidencial que va a la cabeza diga a susceptibles seguidores—como lo hiciera Trump hace unas semanas en una concentración en Iowa—que si ven a alguien en el público a punto de tirarle un tomate, ‘le den una buena paliza' y que él ‘pagará la cuenta de los abogados', si arrestan a alguno.

Cuando la policía de Chicago se presentó en la escena y la competición de empujones entre los partidarios de Trump y los manifestantes en su contra se extendió a la calle, la sensación fue que todo nuestro sistema político se había modificado para peor.

También sentí que me habían despojado de algo precioso. No pude sacarme la sensación de que Trump —con su grosería y su retórica de odio— había tomado mi país como rehén.

A propósito, que conste, este país es más mío que de él. Mi familia ha vivido aquí mucho más que la suya y ha pagado sus deudas. Cuando la madre de Trump vino de Escocia y sus abuelos paternos llegaron de Alemania, mis antepasados ya estaban aquí. Mis padres, tres de mis abuelos y cuatro bisabuelos nacieron en Estados Unidos.

Y a pesar de lo que dice Trump sobre los inmigrantes mexicanos, que yo sepa, no hay ni un delincuente en mi árbol genealógico.

De vuelta en la ciudad del viento, parecía que la mitad de la multitud estaba ansiosa por agarrárselas con la otra mitad. Toda esa leña, esperando a que una chispa le prendiera fuego. Y todo lo que hizo falta fue un anuncio por el altoparlante de que se cancelaba el evento y que Trump no aparecería.

La locura fue como un microcosmos de todo lo que anda mal en Washington y, para el caso, en gran parte del país.

Ambos bandos van a esas protestas tras haberse rodeado únicamente de las voces que están de acuerdo con ellos, y tras rechazar perspectivas opuestas. Están tan ansiosos por expresar sus inquietudes que nadie está interesado en escuchar lo que el otro dice. Cada tribu está tan convencida de que es moralmente superior a la otra que se siente cómoda pintando a sus adversarios como moralmente deficientes. Cada bando ve el mismo conjunto de circunstancias en forma radicalmente diferente; para la izquierda, fue la retórica de odio de Trump la que instigó a sus seguidores pero, para la derecha, fue un intento de los adversarios de sofocar su libertad de expresión, por no estar de acuerdo. Finalmente, no hay empatía; es decir, nadie parece dispuesto a tolerar, para no hablar de identificarse, con las inquietudes y perspectivas del bando opuesto.

Los estadounidenses tienen que aprender a estar en desacuerdo —aun apasionadamente— sin descender al caos. Lo que ocurrió en Chicago es un ejemplo de lo que puede suceder si no logramos eso.

Después de los disturbios, los medios se concentraron en lo incorrecto. Preguntan quién fue el responsable de la violencia.

Todos lo somos. Todo estadounidense contribuyó a la debacle. Porque ayudamos a que Trump llegara a este punto, ignorándolo y vitoreándolo, y votando por él y excusando sus indignantes declaraciones. Porque no lo tomamos en serio y nos tragamos la increíble afirmación del presidente de la Cámara, Paul Ryan, de que el Partido Republicano era un observador inocente, como si en el pasado nunca hubiera creado la alarma de sus electores explotando su temor —de la inmigración, de la acción afirmativa, del matrimonio del mismo sexo o de otros asuntos candentes. Y porque cuando Trump entró en territorio que debería haber acabado con su campaña, como lo fue su renuencia inicial a denunciar al dirigente de la supremacía blanca, David Duke, y al Ku Klux Klan, le dejamos pasar ésa y cambiar de tema con demasiada rapidez.

El tío loco que despotrica sobre los males del mundo desde el taburete de la barra es ahora un provocador que inicia reyertas en el bar. Y hay heridos. Sin duda los hay. Después de todo, cuando uno es amigo de bravucones y matones, acaba con golpes y ojos negros.

ANALISTA DE THE WASHINGTON POST

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Es momento de ser honestos sobre las consecuencias de que un candidato presidencial que va a la cabeza diga a susceptibles seguidores —como lo hiciera Trump en Iowa— que si ven a alguien en el público a punto de tirarle un tomate, ‘le den una buena paliza'.

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