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- 01/04/2009 02:00
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La revolución iraní fue única por varias razones, principalmente, porque careció de los elementos que suelen causar una revolución: derrotas bélicas, crisis financieras, rebeliones campesinas o ejércitos amotinados. Pero también porque produjo cambios profundos a una velocidad vertiginosa, fue extremadamente popular y reemplazó una antigua monarquía con una teocracia basada en el velayat-e faqih , o gobierno del más sabio (el líder supremo, cargo que desde la muerte de Jomeini en 1989 ostenta el Ayatolá Alí Jamenei). Su resultado, la primera república islámica de la historia, convirtió el fundamentalismo islámico en una fuerza política de Marruecos a Malasia, y continúa, 30 años después, confundiendo y asustando a un mundo occidental cuyo entendimiento colectivo parece no terminar de procesar los eventos de la revolución iraní.
Quizás gran parte de la obstinación occidental hacia Irán –liderada, por supuesto, por Estados Unidos— provenga de la pésima manera como la inteligencia y el Gobierno estadounidense actuaron antes, durante y después de la revolución. La gran historia no contada es que, si ciertas personas hubieran tomado ciertas decisiones, la relación de Irán con EEUU y con el mundo occidental no sería el desastre que es en la actualidad y, por supuesto, el régimen de los ayatolás no constituiría, a los ojos occidentales, la gran amenaza que creen que es.
Mirando en retrospectiva, Irán se encontraba en una profunda crisis mucho antes de la revolución: el Sha —que asumió el poder en 1941, a la edad de 21 años— era un hombre corrupto e indeciso, que soñaba con reconstruir el Imperio Persa y era cada vez más dependiente de la ayuda estadounidense, especialmente después de participar en el golpe de Estado que derrocó al primer ministro Mohamed Mossadegh en 1953. Para finales de los 70, las calles de Teherán se estaban convirtiendo en un hervidero de frustración y miseria que tardaría poco en explotar. A pesar de todo esto, la revolución islámica se convirtió en un ejemplo textual de Estados Unidos mirando al Medio Oriente y viendo solo lo que quería ver: el entonces presidente Jimmy Carter dijo, en su visita de Año Nuevo de 1977 a Teherán, que Irán era “una isla de estabilidad en una de las áreas más inestables del mundo”.
Pero lo más extraordinario no es que Irán haya experimentado la que sin duda ha sido la última gran revolución ideológica de la historia, sino el hecho de que los patrocinadores estadounidenses del Sha, que habían instalado en suelo iraní uno de los más grandes proyecto de la CIA, no se dieron cuenta de lo que estaba pasando hasta que pasó. Mientras un diplomático francés predijo la caída del Sha en 1976, y los israelíes empezaron a evacuar a sus ciudadanos en abril del 78, la embajada americana –en donde solo unos pocos oficiales hablaban persa y la mayoría del personal eran cristianos armenios y no musulmanes chíies, mayoría en Irán— insistía en que nada sucedía. En agosto, cuando las calles de Teherán hervían en protestas, el entonces director de la CIA, Stansfield Turner, le aseguró personalmente a Carter que el Sha era “más que capaz” de manejar la situación. Incluso en septiembre –con el país en un punto de no retorno— la inteligencia americana reportó que esperaban “que el Sha permanezca en el poder por los próximos diez años”.
Un hombre, sin embargo, no estaba de acuerdo. Era el embajador estadounidense en Irán, William Sullivan, que en noviembre de 1978 aconsejó a Carter establecer contactos con Jomeini, entonces exiliado en París, dada la inminente caída del Sha. Y no fue el único. A finales de diciembre, el especialista en Irán del departamento de Estado aconsejó “estrechar” los lazos estadounidenses con los exiliados en París. De manera increíble, este documento nunca llegó a los ojos de Carter. El responsable: Zbigniew Brzezinski, arduo defensor del Sha, que llegó al punto de excluir al experto de las reuniones al respecto. Un último intento se realizó en los primeros días de 1979 para que el entonces embajador en Afganistán, Scott Elliott, volara a París a entrevistarse con Jomeini, pero Brzezinski volvió a imponerse, y Carter vetó el plan. Sullivan, furioso, se rebeló abiertamente contra Washington, y envió un profético telegrama que merece, para el historiador Dominic Sandbrook, ser escrito en la futura tumba de Carter: “El presidente ha cometido un gran y quizás irremediable error al no mandar emisario a París a ver a Jomeini.. No puedo entender la razón.. El no actuar inmediatamente puede frustrar de manera permanente los intereses estadounidenses en Irán”. En noviembre de ese año tuvo lugar la famosa crisis de los rehenes, y la relación entre Irán y EEUU se fue al traste. Ocho años de guerra con Irak –en la que EEUU apoyó al entonces “hombre fuerte”, y más tarde “dictador” iraquí Saddam Hussein— y repetidas sanciones, aislamiento y violenta retórica de ambos lados terminaron de hundir lo que, de haber tomado Carter otras decisiones, pudo haber sido una relación distinta.
Hoy, la oportunidad de un acercamiento con Teherán parece más cerca que nunca, y está en manos de Obama y de Jamenei (que, a pesar de las bravuconadas habituales de Ahmadinejad, es quien realmente manda en Irán) el terminar con tres décadas de una enemistad que ha lastimado a ambos bandos. De los dos líderes dependerá que las palabras de Sullivan dejen de ser profecía y que la inteligencia estadounidense no vuelva a patinar, como lo hizo en Vietnam y, más recientemente, en Irak. Para eso, se necesitará un poco más que mensajes de felicitación en el Año Nuevo persa e invitaciones a “abrir el puño”: los más de un millón de muertos y heridos iraníes en la guerra contra Irak y la humillación y el aislamiento internacional no se van a olvidar de esta manera. Por el contrario, EEUU también deberá “abrir” un poquito su puño y reconocer su responsabilidad en estas acciones. Deberá enfrentar el tema nuclear iraní sin dejarse influir por posiciones externas, en particular por Israel. No hay pruebas de que Irán esté enriqueciendo uranio a nivel armamentístico, el país persa no ha atacado a nadie en siglos, y es absurdo creer que, de fabricar una bomba atómica, la lanzaría inmediatamente sobre un país que cuenta con, al menos, 200 armas similares. En última instancia, la decisión salomónica de forzar el desarme declarando el Medio Oriente como zona libre de armas nucleares (como lo es Latinoamérica y Asia Central) acabaría con el problema.
Pero hay más. Irán también juega un papel clave tanto en Afganistán como en Irak (que junto a sí mismo constituye el único país musulmán de mayoría chií), y todos los caminos que llevan al éxito norteamericano en cualquiera de las dos guerras pasan forzosamente por Teherán. Por otro lado, el gobierno conservador y populista de Ahmadinejad se alimenta de la hostilidad americana y de sus acciones en la región, pero hasta en este sentido los astros conspiran a favor de Obama: el sector reformista en Irán parece más unido que nunca (el ex presidente Jatamí retiró recientemente su candidatura al presentarse como candidato reformista el ex primer ministro Mir-Hossein Mussavi ) y tiene altas posibilidades de ganar las elecciones del 12 de junio próximo. Por lo pronto, y con la invitación de EEUU a Teherán a participar de la conferencia sobre Afganistán que se celebró ayer en La Haya, parece adivinarse que la administración Obama le empieza a dar a Irán el lugar que Carter y sus sucesores le negaron y, al hacerlo, bajaron una innecesaria cortina de misterio y desconfianza sobre el producto de una de las grandes revoluciones de la humanidad.