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El reconocimiento a Mokyr, Aghion y Howitt reabre el debate sobre el futuro del crecimiento. El Nobel 2025 pone la innovación en el centro del desarrollo económico regional
- 27/10/2025 00:00
¿Se acuerdan de Blockbuster? En su apogeo, fue el Goliat del entretenimiento: más de 9,000 tiendas y un dominio casi absoluto del mercado del alquiler de videos. En el año 2000, tuvo la oportunidad de comprar a un pequeño jugador llamado Netflix por apenas 50 millones de dólares. ¿La respuesta? Lo tomaron como una broma. Hoy, Netflix es un gigante valorado en cientos de miles de millones de dólares, y Blockbuster ha desaparecido del mapa.
Su caída se ha convertido en una parábola clásica de la era digital: no fue la mala gestión lo que acabó con él, sino el avance imparable de una idea mejor adaptada al futuro. Una empresa modesta, con un modelo tan simple como enviar DVDs por correo, entendió hacia dónde se movía la frontera tecnológica y se adelantó al cambio. Supo leer las señales del mercado, capitalizó la disrupción y transformó la amenaza en oportunidad. Esa capacidad de anticiparse, más que los recursos o el tamaño, fue lo que marcó la diferencia.
Esta historia resume un concepto que revolucionó la teoría económica del crecimiento: la destrucción creativa. Acuñado por Joseph Scohumpeter hace casi un siglo, este fenómeno es el núcleo del Premio Nobel de Economía 2025. Al galardonar a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, la Real Academia Sueca reconoce a los herederos intelectuales que descifraron el código de Schumpeter. Pero el premio va más allá: subraya una verdad incómoda pero vital. La fuente real de prosperidad sostenida no es la acumulación de recursos, sino la capacidad de innovar de forma disruptiva. Este Nobel no es un apunte académico; es una advertencia clara para las economías que hoy enfrentan una encrucijada histórica, marcada por transformaciones tecnológicas como la inteligencia artificial. En un mundo que cambia a velocidad exponencial, quedarse como observador ya no es una opción.
Para entender por qué esta agenda es urgente, hay que volver al corazón de la teoría del crecimiento: ¿de dónde procede realmente la riqueza de las naciones? Durante décadas, la respuesta fue capital y trabajo. Pero en 1987, Robert Solow reveló que la mayor parte del crecimiento no provenía de añadir más máquinas o empleados, sino de un misterioso “residuo” asociado al progreso tecnológico. Ese residuo, la Productividad Total de los Factores (PTF), se convirtió en la “caja negra” del crecimiento: sabíamos que era el motor, pero no cómo funcionaba. El mérito monumental de los galardonados de 2025 ha sido desmantelar esa caja negra, mostrando que la innovación no es una fuerza externa, sino un proceso que puede y debe ser cultivado. La lección es contundente: el crecimiento sostenido no puede darse por sentado.
Joel Mokyr nos obligó a mirar más allá de las fábricas para entender la Revolución Industrial. Su trabajo revela que el despegue económico no fue una simple acumulación de capital, sino el resultado de un ecosistema cultural y científico sin precedentes. La clave fue la “Ilustración Industrial”: un cambio cultural que creó un círculo virtuoso entre el conocimiento teórico (por qué funcionan las cosas) y el conocimiento práctico (cómo hacer que funcionen). El desarrollo no fue impulsado solo por infraestructura, sino por ideas útiles y una sociedad dispuesta a experimentar.
Por su parte, Philippe Aghion y Peter Howitt construyeron el modelo que describe cómo funciona ese motor en el presente. Inspirados por la “destrucción creativa”, demostraron que el crecimiento es inherentemente disruptivo: los innovadores reemplazan productos y procesos existentes, y las empresas establecidas deben adaptarse o desaparecer.
Ahora bien, entender el crecimiento como disrupción no implica reducir la innovación a laboratorios o ciencias duras únicamente. De hecho, esa es una confusión común, equiparar innovación con I+D. Según Xavier Sala i Martín, un famoso investigador de la materia, el 72 % de las ideas empresariales provienen de los trabajadores, el 20 % de personas ajenas a la empresa y solo el 8 % del I+D formal. La investigación es clave, sí, pero la verdadera fuerza innovadora reside en el talento distribuido: en quienes observan, experimentan y proponen desde todos los rincones de la organización, y de la sociedad. La innovación no es propiedad exclusiva de los científicos; es un fenómeno social que nace de la interacción y el aprendizaje.
Por eso, el siguiente salto en el desarrollo no vendrá de hacer más de lo mismo, ni de obsesionarse con crear la próxima gran tecnología. Vendrá de construir ecosistemas donde las ideas, vengan de donde vengan, puedan florecer. No se trata de inventar desde cero, sino de establecer condiciones institucionales y humanas que permitan que el talento cree, experimente y escale soluciones de clase mundial.
Aunque muchos lo duden, la región ya ofrece evidencia concreta de que en efecto sí es posible. Las economías que hoy lideran la creación de “unicornios”, startups valorados en más de mil millones de dólares, no lo han logrado por azar, sino porque apostaron deliberadamente por entornos fértiles para innovar. Brasil impulso su ecosistema fintech con iniciativas como PIX, que redujo fricciones, impulsó la inclusión financiera y habilitó una ola de emprendimiento. Colombia escaló posiciones con leyes pro-startups como la Ley 2069 y una política de marca país que convirtió a Bogotá y Medellín en polos tecnológicos. Chile fue pionero con Start-Up Chile, un programa que demostró que es posible atraer talento global mediante capital semilla, redes de apoyo y visados especiales. Incluso países más pequeños, como Uruguay y Costa Rica, se han especializado en nichos como software, servicios digitales y biotecnología, gracias a marcos regulatorios ágiles y estabilidad institucional.
El patrón no es la abundancia de recursos naturales, sino la combinación deliberada de visión público-privada, marcos normativos abiertos y una densa red de talento conectado al mercado. La competencia ya no es por bajos costos laborales, sino por capital humano, agilidad institucional y ecosistemas que premian el riesgo. Las estrategias exitosas combinan “sandboxes” regulatorios, digitalización de trámites, leyes que facilitan crear empresas y visados que atraen nómadas digitales. Así se genera un círculo virtuoso: el talento atrae capital, el capital financia startups, y estas se convierten en vitrina para atraer aún más talento.
En este nuevo juego, Panamá no parte de cero. Cuenta con una infraestructura digital de clase mundial, estabilidad macroeconómica envidiable, una economía dolarizada que reduce la incertidumbre, y una ubicación estratégica que lo conecta en horas con los principales centros de innovación de América. A esto se suma un entorno jurídico predecible y un capital humano que, si bien enfrenta desafíos, muestra avances prometedores. Son activos valiosos, pero dispersos. El reto es convertirlos en una estrategia nacional coherente y coordinada. Si lo logra, Panamá puede trascender su rol tradicional como plataforma logística y consolidarse como el hub regional de innovación y emprendimiento digital. Esa visión, además, puede convertirse en el corazón de una nueva narrativa de marca país.
Para traducir esa visión en realidad, se requiere una hoja de ruta apoyada en tres pilares. Primero, el capital humano: sin cultura del conocimiento no hay innovación. Esto implica reformar la educación con foco en habilidades STEM, ampliar becas estratégicas y facilitar el ingreso de talento global de primer nivel. Segundo, las instituciones: el Estado no debe elegir ganadores, sino garantizar un campo de juego fértil. Eso exige simplificar la burocracia, operar con reglas claras, ampliar los sandboxes regulatorios y promover una competencia dinámica. Tercero, la inversión ancla: ningún ecosistema se activa sin una señal potente. Se necesitan empresas insignia, un unicornio, un hub regional de un gigante tech, una scale-up exportadora, que activen un efecto de arrastre. Para lograrlo, hace falta una agencia de promoción con capacidad técnica y poder de negociación, que ofrezca paquetes de incentivos diseñados a la medida.
Blockbuster no cayó por falta de clientes, sino por falta de visión. Lo mismo puede ocurrirle a los países que no transformen su modelo productivo a tiempo. El crecimiento sostenido no se improvisa: requiere talento, reglas claras e instituciones que sepan adaptarse y escalar. No es una opción: es la única estrategia de supervivencia. El Premio Nobel de Economía 2025 no solo confirma esta premisa: la convierte en evidencia empírica. Reconoce que la prosperidad duradera no depende de repetir lo conocido, sino de construir entornos donde la innovación sea la norma, no la excepción. La historia no premia a los que esperan, sino a los que se preparan para reinventarse.