Décimonovena entrega

Actualizado
  • 19/12/2009 01:00
Creado
  • 19/12/2009 01:00
Durante las primeras noches en la Nunciatura, los hombres del General se las ingeniaron para conseguir algunas botellas...

Durante las primeras noches en la Nunciatura, los hombres del General se las ingeniaron para conseguir algunas botellas de licor. Se juntaban en el primer piso y entre trago y trago lograban olvidar de a ratos la incertidumbre de la que eran prisioneros. En una de esas noches Enrique Jelenszky pidió permiso para hacer algunas preguntas.

- ¿Qué quieres saber?- aceptó Noriega.

- ¿Qué opina sobre los políticos de la oposición?- disparó el joven abogado.

- El mejor de todos es Arias Calderón. La peor, sin dudas, Mayín Correa-, sentenció el General y todos los que escucharon la respuesta se mataron de la risa.

- ¿Y con Panamá, qué piensa que va a pasar?-, volvió a la carga Jelinszky. Noriega se puso serio.

- Mira, va a pasar lo siguiente: el poder político se va a fundir con el poder económico. A pesar de todo, las Fuerzas de Defensa todavía lo evitaban. Estados Unidos va a proponer una adenda a los Tratados y seguirán las bases después del 2000- concluyó. Sus hombres lo escuchaban con solemnidad.

Laboa comenzó a sentir que Noriega se estaba acomodando demasiado bien a su nueva situación. Las tertulias de trasnoche se tenían que terminar. Sin embargo, la noche del 31 organizó una cena de fin de año en el salón principal de la Nunciatura. Noriega estaba invitado y decidió bajar. La mesa presentaba un pavo, ensaladas y un par de botellas de vino desperdigadas entre los candelabros encendidos.

Hacia el final de la cena algunos de los comensales, chispeantes, comenzaron a bromear sobre el futuro. ¿Qué sería de ellos? Hablaron de vidas tranquilas en la playa, de empezar de nuevo en otro país, de hacer lo que siempre habían querido y nunca se habían animado. Noriega escuchaba sin escuchar, con la mirada fija en el mantel. Alguien dijo algo y estallaron carcajadas. Cuando el General levantó su copa en el aire, el silencio volvió como un boomerang. Noriega los miró, giró su mano, acercó el recipiente a una vela y apagó la llama de luz. Si querían hablar del destino, lo que él veía era oscuridad. Fue su manera de participar de la conversación. Pasaron unos minutos y regresó al retiro de su dormitorio.

El primer día de la nueva década encontró a Laboa hiperactivo. Aislar a Noriega se convirtió en una prioridad. Propuso una medida drástica: al otro día mudaría a los huéspedes al colegio San Agustín, cruzando la calle. A todos menos al General.

Horas más tarde el Nuncio se reunió con un enviado del Departamento de Estado norteamericano, Michel Kozak, que en el 88 había viajado al itsmo para negociar sin suerte la salida de Noriega del poder.

- Le comenté que usted estaba en Panamá- lo recibió Laboa. - Me dijo que lo recuerda con simpatía. Le manda saludos.

Kozak fue al grano.

- Queremos a Noriega en la Corte. Le garantizamos un juicio justo y vale aclarar que ninguno de los cargos en su contra incluyen la pena de muerte- argumentó. -La única garantía que podemos ofrecer, es el sistema de justicia de Estados Unidos.

Laboa le pidió tiempo y confianza. No estaba autorizado para entregarlo. Noriega tenía que tomar la decisión por su propia voluntad.

El 2 de enero los Civilistas llamaron a una marcha a la Nunciatura a realizarse al otro día para pedir la entrega del tirano. Puertas adentro del edificio la precaria armonía se desmoronó. El run run se apoderó de todos, que temían lo peor, morir aplastados por una multitud.

Laboa utilizó la coyuntura para presionar a Noriega. Mandaba a sus hombres a hablarle sobre los peligros que le esperaban. Las monjas, los ayudantes, donde le veían intentaban infundirle temor. Al final, Noriega cada vez salía menos de su cuarto.

Atendió un llamado de Ralph Takif, uno de sus abogados, que le dijo que lo esperaba en Estados Unidos y que era muy optimista de cara al juicio.

Laboa organizó a una reunión con el General en la recepción. Noriega bajó escoltado por Gaitán y Madriñán. Laboa le informó de la manifestación que estaba prevista para el otro día y habló de un grave peligro. No podía asegurar que los norteamericanos reprimieran si, llegado el caso, un grupo de civiles se disponía tomar la Nunciatura. Tampoco que no utilizaran la manifestación y una situación de caos para entrar ellos mismos.

El Nuncio recordó la muerte de Mussolini, colgado en público por una turba cuando quería escapar de Italia. Le dijo que todavía estaba a tiempo de evitar un final así.

- Yo jamás lo voy echar- le aseguró para tranquilizarlo. - Pero quiero que sepa que no puedo garantizar su seguridad-. Le pidió hacer un esfuerzo para comprender la realidad de su situación.

- Usted mismo ha podido comprobar en qué han quedado sus hombres leales, dónde está todo su Estado Mayor. No sé si sabe, pero Carlos Duque, el hombre que quería poner de presidente, dijo hoy que usted se tendría que entregar.

Después le aconsejó que tomara las cosas como si se tratase de una batalla perdida. Había que aceptar los hechos y prepararse para la guerra judicial.

- Le voy a decir algo. Si mañana entran los manifestantes y me atacan a mí también, quiero que sepa que yo estoy dispuesto en todo momento a dar la vida por Jesús, pero tener que darla por usted, me daría una pena tremenda.

- ¿Pero le parece que con todo el cerco que montaron los gringos va a poder pasar la gente?- preguntó el General.

- El problema es que esos tanques no están para protegerlo a usted. Están para que no se escape- concluyó el Nuncio.

Noriega no dijo nada. Le sorprendió un poco que Gaitán aprobara las palabras de Laboa. Volvió a su cuarto y se acostó. Tenía una UZI debajo de la cama pero no le servía de mucho. Si llegaban a entrar podría matar a unos cuantos pero después sería linchado. Tomar rehenes o incluso suicidarse, cosas que entraban dentro del escuálido abanico de posibilidades de las que disponía, ya no tenían sentido. Si le tocaba morir, se dijo, sería en la línea de fuego. Comenzó a pensar que Laboa tenía razón. Ni siquiera encerrado en ese cuarto podía estar en paz. Sentía la tesión de saber que detrás de la ventana, en el edificio vecino, un soldado enemigo le apuntaba a la cabeza. El temor no solo corría por su piel. Escaleras abajo, las mujeres, presas de un miedo extraño, se pasaron a dormir al salón con los hombres.

Al otro día, 3 de enero, Noriega se levantó y fue directo a hablar con Laboa. Se veía fresco y tranquilo.

- Voy a optar por lo jurídico- le comunicó. No sabía a quién debía entregarse, si al gobierno panameño o si a los soldados norteamericanos. Pero estaba decidido.

- A ninguno de ellos- lo corrigió Laboa. - Usted se entrega a la Justicia de los Estados Unidos.

Noriega puso algunas condiciones. Antes que nada, deberían darle el estatus de refugiado de guerra según la Convención de Ginebra. Saldría de noche y prohibía ser fotografiado. Además, quería vestir su uniforme de General.

El padre José Spiteri llevó la propuesta al portón de entrada y se las pasó a los norteamericanos que no pusieron objeciones.

Cisneros envío el atuendo militar de Noriega pasado el mediodía. Una monja lo dobló con prolijidad y lo acomodó sobre la cama de su habitación.

Enrique Jelenszky lo sorprendió en un pasillo y le pidió si podían sacarse unas fotos juntos. Noriega le dijo que no había problema, que esperara un segundo que se iba a poner una camisa y un pantalón largo. Volvió con jean y zapatillas Adidas. Después posó junto a Gaitán y Madriñán. Los tres, sonrientes, firmes contra una pared. Jelinszky, al otro día, ganaría una pequeña fortuna con la venta de esas fotos.

En las calles la marcha contra Noriega se realizó sin incidentes pero en la Nunciatura de ella no se supo nada. En los edificios cercanos los fotógrafos de las agencias internacionales, ante los rumores del inminente descelance, peleaban por conseguir la mejor imagen de la entrada del edificio. Un helicóptero del ejército de Estados Unidos aterrizó en el patio del San Agustín. Cerca de allí, Maxwell Thurman y Marc Cisneros esperaban sentados.

Noriega habló con Gaitán que compartió su análisis y la decisión que estaba tomando. Después se puso a escribir algunas cartas. Para su familia, sus hijas, para agradecerle al Papa Juan Pablo II la gestión del Vaticano. Llamó por teléfono a su esposa Felicidad que estaba en la embajada de Cuba. Habló con Vicky Amado que no quería creer lo que pasaba.

- ¿Cómo los gringos te van a hacer esto a ti? ¿Con todo lo que los ayudaste, con todo lo que tú sabes de ellos?

Su gente lo apoyaba, le decía que ya no podía hacer otra cosa que era la única manera de salvar su vida.

Laboa estaba preocupado. Pasaban los minutos y el General no aparecía. Tenía miedo de que se hubiera arrepentido. Pasadas las 8:30, Noriega bajó de su habitación. Vestía el uniforme de General de las Fuerzas de Defensas, un ejército que había dejado de exisitir. Monseñor Laboa lo invitó a participar de la misa que estaba a punto de dar. El sermón se enfocó en la fragilidad de las lealtades y la posibilidad sagrada de conseguir un futuro completamente nuevo a través de Jesucristo.

Media hora más tarde, pasadas las 8:30, todos los que estaban en la Nunciatura se formaron en la puerta principal para despedirlo.

Laboa le regaló una biblia y un rosario. A uno de los terroristas de ETA se le escapó el vasco de adentro y le pidió que no se entregara. Madriñán le dio un abrazo. Gaitán lo miró a los ojos.

- Me gusta volver a verlo frío y seguro- le confesó.

- Salúdenmelo a Enrique- pidió el General, recordando a Jelenszky que no estaba.

Noriega salió caminando pesadamente, escoltado por Laboa y Villanueva. El momento de su caída finalmente había llegado.

Antes de atravesar el portón de la Nunciatura Villanueva le prometió que rezaría todos los días por él. Salieron y dos soldados norteamericanos se abalanzaron sobre el hombre más temido de Panamá. Lo condujeron al patio del San Agustín y le ataron las manos con tape. Noriega no lo esperaba y le intentó decir algo a Villanueva que se hizo la señal de la cruz.

- Es por su propia seguridad- le gritó.

Luego lo montaron al helicóptero y de allí volaron a la base de Howard donde dos agentes de la DEA le leyeron sus derechos y lo detuvieron en nombre de la Justicia de Estados Unidos.

De inmediato emprendió vuelo hacia Miami en un avión militar. Al aterrizar fue encerrado en una prisión subterránea. Manuel Antonio Noriega tenía 55 años.

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