Un escrito histórico de Octavio Méndez Pereira

Actualizado
  • 28/11/2010 01:00
Creado
  • 28/11/2010 01:00
PANAMÁ. La esposa de nuestro primer Presidente conserva todavía la plenitud de su espíritu juvenil, optimista y alegre. Los cabellos bla...

PANAMÁ. La esposa de nuestro primer Presidente conserva todavía la plenitud de su espíritu juvenil, optimista y alegre. Los cabellos blancos, que lleva con una coquetería aristocrática, ornan su cara fresca y sonriente de mujer que ha visto mucho y perdonado mucho. Es un encanto hablar con ella. Pone mucho esprit y malicia graciosa en la conversación. Las anécdotas fluyen de su boca como cuentos del renacimiento florentino, y tiene para cada personaje de nuestra vida pública una frase que es como un brochazo de hábil pintor de caracteres.

Un día la fui a visitar en el hotel que habita en la Avenida de Iena, de París. Doña María sabe muchas cosas sobre el génesis y desarrollo de nuestra independencia, y yo quería hacerla hablar. Cosas trágicas y tragicómicas, muchas de las cuales no pueden decirse todavía. Van surgiendo, al conjuro de su memoria y de su imaginación vivísimas, todos los incidentes y las figuras de aquellos días de ansiedad y de zozobras patrióticas en que un puñado de hombres de fe soñaban forjarnos una República.

Doña María es un libro humano, demasiado humano, de nuestra historia. En sus recuerdos surgen con líneas precisas y firmes los héroes, los verdaderos héroes, y se desmenuzan los próceres de cartón y de fachada, los que se mostraron de cuerpo entero después de pasadas las horas de peligro. Es necesario que doña María escriba sus memorias. Se lo he pedido insistentemente. Ella meció en su regazo nuestra República, y fue sostén y acicate para ese fuerte espíritu de la independencia que se llamó Manuel Amador Guerrero.

Hay muchas leyendas ya, me decía ella misma, que van tomado el lugar de la Historia. Vea Ud. Ahora mismo se discute en Panamá acerca del nacimiento de nuestra bandera. Y la verdad es muy sencilla. Oiga usted:

‘El Dr. Manuel Amador Guerrero, a su regreso de los Estados Unidos el 26 de octubre de 1903, trajo una pequeña bandera de seda, hecha en Washington por la señora de Buneau-Varilla con el objeto de que sirviera de modelo para nuestro Pabellón Nacional. Esta bandera consistía en algo semejante, en cuanto a su disposición, a la bandera americana, con la diferencia de que las rayas, en vez de ser blancas y rojas, eran amarillas y rojas. Tenía también en la esquina superior un rectángulo azul, en el cual había siete estrellas blancas.

Al examinar este modelo, Amador y yo consideramos que no podía aceptarse: primero, por ser demasiado semejante a la bandera americana; y segundo, porque la idea venía de una persona extranjera y era preferible hacer algo netamente panameño.

Decidimos entonces consultar el Sr. Manuel E. Amador, hábil en el dibujo, y él hizo enseguida varios diseños entre los cuales escogimos el que efectivamente ha servido de símbolo nacional. Estaba éste acompañado de la significación de los colores y las estrellas.

Como tales colores no son los mismos que entran en la composición de la bandera colombiana (amarillo, azul y rojo), creí que al comprar las lanillas que habían de servir para nuestra primera bandera, podría despertar algunas sospechas, y por ello decidí hacer mis compras en tres almacenes diferentes: La lanilla blanca fue comprada en el Bazar Francés, la azul en La Dalia y la roja en La Ville de Paris.

Todo esto pasaba el 1º de noviembre de 1903. Como nuestros proyectos de independencia iban conociéndose cada día más, y temiendo que nuestra casa fuera objeto de una pesquisa de parte del Gobierno, pues era en ella en donde tenían lugar todas las reuniones de los ocho que componían el grupo de los organizadores, resolví no hacer la bandera allí. Debo advertirle que don José Domingo de Obaldía, entonces Gobernador del Departamento, vivía del todo con nosotros, pues era amigo íntimo de mi marido. En estas circunstancias, no me era posible hacer la bandera en casa sin ser descubierta por aquél.

En la mañana del 2 de noviembre, hice, pues, un paquete de las lanillas, y me dirigí a casa de mi hermano, don Jerónimo Ossa, casado con doña Angélica B. de Ossa.

Dicha casa estaba situada en lo que es hoy la Avenida Sur, en la esquina contigua a la planta eléctrica. Allí encontré a mi cuñada, y después de haberme prometido la más estricta reserva, le confié de lo que se trataba. Convinimos en comenzar la ejecución de la bandera y cortamos los materiales para dos, pues había comprado suficiente tela para ello. Por más prudencia, resolvimos no hacer el trabajo en su casa, sino irnos a otra contigua, situada también en la Avenida Sur, entonces propiedad de los Sres. Ehrman y Cía. y conocida bajo el nombre de ‘casa Tanguí’. Se encontraba ésta completamente desocupada, por consiguiente cerrada, y para entrar en ella, tuvimos que escalar una pequeña ventana, que daba al patio, subiendo por una escalera de mano. Una criada de mi cuñada, llamada Agueda, nos entregó también por la ventana una máquina de coser de mano. No habiendo mobiliario alguno, colocamos la máquina de coser sobre un pequeño cajón, y en el piso cortamos los cuadros y las estrellas. Como es de suponerse, trabajamos con empeño, y terminamos muy pronto dos banderas. Las envolví luego en los papeles que habían servido para llevar las lanillas, tomé un coche y me dirigí a mi casa de habitación, situada en la Plaza de la Catedral, hoy Plaza de la Independencia.

Debo advertirle que no se esperaba que la Independencia se realizara el día 3, sino algunos días más tarde, pero, por circunstancias que no son del caso mencionar, se anticipó la fecha.

Ya con las dos banderas en poder mío, comencé a temer que si se tomaban medidas para reprimir el movimiento separatista y si la Independencia fracasaba, nuestro hogar sería registrado con el objeto de obtener pruebas de nuestra participación activa. Resolví entonces entregar el precioso tesoro a la casa bancaria de Ehrman y Cía., situada en los bajos de la nuestra, con el fin de que fuera guardada en la caja de hierro de este establecimiento. Pero uno de los Sres. Ehrman se negó a recibirlo por temor a comprometer la firma bancaria. No tuve otro recurso que esconder yo misma lo mejor que pude las dos banderas.

El 3 de noviembre, una vez efectuada la Independencia, las saqué del lugar en donde habían sido escondidas, y entregué una de ellas a la multitud entusiasmada que se encontraba frente a nuestra casa. Allí se formó un gran cortejo que, con música a la cabeza, paseó nuestra enseña nacional por todas las calles de la ciudad y después fue izada en el Cabildo, hoy Palacio Municipal. La otra bandera permaneció izada en nuestro balcón.

Varios días después de la Independencia, el Sr. R. D. Prescott, hoy esposo de doña María Emilia Ossa de Prescott, salió para New York y llevó una bandera hecha por ésta, que fue expuesta en una vidriera de la casa comercial de Siegel y Cooper de Nueva York, con una inscripción que decía: ‘Primera bandera de la República de Panamá’. Pero ésta no era sino una reproducción de nuestro pabellón, sin duda, eso sí, la primera que se conoció en Estados Unidos’.

Hasta aquí la relación textual de doña María. Se había ido exaltando su recuerdo patriótico y nuestra conversación nos llevó muy lejos, hacia el porvenir de nuestra Patria querida.

Abrimos las ventanas del balcón para mirar el sol de Francia que se ponía a esa hora con tonos cuasi tropicales, y con el iris de estos tonos volvimos a forjar en el cielo el tricolor panameño.

Nuestros labios murmuraron entonces la oración de nuestro poeta:

Oh Patria tan pequeña, que cabes toda entera debajo de la sombra de nuestro pabellón quizá fuiste tan chica para que yo pudiera llevarte toda entera dentro del corazón.

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