Un SOS en defensa de la ciudad

Actualizado
  • 07/12/2019 00:00
Creado
  • 07/12/2019 00:00
Es obvio que el desarrollo tiene su cauce y nada puede impedir que nuestro medio esté sometido a los mandamientos de la oferta y la demanda, por razón del dogal globalizador. Pero el Estado está en la obligación de adoptar medidas protectoras del prestigio de la ciudad y de los intereses de los habitantes que reclaman espacios públicos

El año 2006 viene cerrando con el crecimiento millonario de la ciudad de Panamá.

Algunos sectores ven con preocupación el cambio de rostro de la principal urbe. Incomoda la presencia del capital foráneo que impone sus propias reglas arquitectónicas y también las propias del crecimiento irregular y opulento. Este avance convertiría a la capital en ciudad cara, generadora de una espiral inflacionaria que afectaría a toda la población.

Al desconocerse los detalles del capital que se invierte, la suspicacia, de ordinario injusta o temeraria, sugiere que la otrora Panamá pobre, “pero alegre y confiada” sería domicilio confortable, con alguna cantidad de especuladores internacionales sin Dios ni patria. Riesgo del cual no escapa ninguna ciudad, lo que nos obliga a una vigilancia cívica.

Es un hecho visible que el desarrollo inmobiliario, que ya asombra a propios y a extraños, es para beneficio de la clase pudiente de todas las latitudes.

Los rascacielos crecen de súbito como suelen crecer las casas brujas o las barriadas callampas de Chile. Los precios de los terrenos y el valor prohibitivo de los apartamientos indican que la política habitacional impuesta le reserva a los ricos, exclusivamente, la vista primorosa de la bahía con sus aguas horriblemente contaminadas o la vista del entorno tropical y el disfrute faraónico de los rascacielos.

Es obvio que el desarrollo tiene su cauce y nada puede impedir que nuestro medio esté sometido a los mandamientos de la oferta y la demanda, por razón del dogal globalizador. Pero el Estado está en la obligación de adoptar medidas protectoras del prestigio de la ciudad y de los intereses de los habitantes que reclaman espacios públicos.

A mí me incomoda, como panameño, escuchar la especie que ya rueda por corrillos, como verdad sabida, que sugiere que parte del crecimiento fabuloso y continuo es financiado por capitales extranjeros provenientes del llamado blanqueo de dinero.

En estos días leí un informe que daba cuenta de la transformación muy onerosa y deslumbrante del corregimiento de San Francisco.

“Se construyen”, decía, “43 grandes edificios y en trámite se encuentran 75 permisos de construcción”. Lo que no se indica es cuántos de esos edificios se construyen con capital panameño y cuántos con fondos foráneos. Lo que no se sabe, igualmente, es si el Gobierno Nacional y las entidades bancarias correspondientes son garantes de la limpieza de todos los capitales invertidos. El Gobierno debería salir en defensa de la buena inversión para apagar la murmuración privada, la más dañosa de todas. Y debería hacerlo por el buen nombre del crecimiento de la ciudad.

Soy un ciudadano preocupado por las novedades que afectan o benefician a mi país. No soy experto en materia urbanística. Pero presumo que la ciudad debe tener un plan regulador del desarrollo urbanístico para que impere el orden y se conjure toda anarquía. No sé si la infraestructura de los sectores sometidos al impacto del desarrollo están en capacidad de resistir o de satisfacer las nuevas necesidades. Seguramente existen estudios del impacto ambiental incluyendo el conocimiento de la idiosincrasia de la sociedad original que vivirá con nuevos rostros materiales y humanos.

En esto de nuevos rostros, y sea perdonada la digresión, yo me siento foráneo cuando veo en las páginas sociales de los diarios un aluvión de personajes extranjeros, con apellidos desconocidos, ya compartiendo la vida festiva de la alta sociedad nativa. Es el milagro del ábrete sésamo del dinero que, según parece, ha llegado al país a manos llenas.

Estas nuevas corrientes migratorias no son necesariamente un peligro para nuestra identidad nacional, pero un Estado previsor y una sociedad protectora de sus valores ancestrales, deben tomar medidas defensivas ante el espectacular fenómeno de lo incierto.

En relación con este tema resulta oportuno mencionar que en la X Muestra de Arquitectura de la Bienal de Venecia se premió a la ciudad de Bogotá por sus esfuerzos para mejorar la calidad de vida de los bogotanos. Se transformó la ciudad para ser la más adecuada para las gentes. Con más espacios públicos e inclusión social y con servicios de transporte modernos y eficientes. Todo con visión inteligente de futuro. ¿En el desarrollo de los rascacielos en Panamá se han tomado en cuenta los derechos humanos y sociales de los habitantes de la ciudad?

En estos días mi visión se ha enfrentado a contrastes. Veo las comunidades campesinas azotadas por las inundaciones, tan llenas de pobreza extrema. También repaso el paisaje cuajado de costosos rascacielos, algunos no muy altos, pero rascadores del espacio. El contraste me resultó superlativo al leer una nota internacional que informaba que en el mundo 500 ricos ganan al año lo que igualmente al año devengan 470 millones de pobres. Y dentro del parámetro de los contrastes, volviendo la mirada a lo interno, un jornalero agrícola panameño tendría que trabajar 63 años, aproximadamente, para devengar lo que perciben en un año los funcionarios públicos con salarios de 10 mil balboas mensuales. Estos son los contrastes que sazonan las sorpresas electorales que vienen disparando los pueblos pobres de la América Latina.

Lo que anhelo como panameño es un crecimiento nacional planificado, con orden, dando prioridad a la buena calidad de vida de los habitantes, con capital libre de sospechas y con una conciencia ciudadana dispuesta a acoger a los buenos y a frenar a los disolventes de nuestros valores. Y sobre todo dispuesta esa conciencia ciudadana a mantener todo lo que tenemos en común los panameños.

La versión original de este artículo fue publicada el 2 de diciembre de 2006.

Carlos Iván Zúñiga
FICHA
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