'Ahora sé que ellos tiran a los niños en un albergue, como si fuera un depósito'

Actualizado
  • 11/08/2021 00:00
Creado
  • 11/08/2021 00:00
Yariela Herrera fue abandonada por su madre a los dos años en un albergue y pasó empantanada en el sistema judicial que no resolvió la patria potestad hasta que cumplió 17 años. Como consecuencia, nunca pudo ser adoptada, vivir con su familia extendida o en un hogar sustituto
Yariela Herrera, nunca conoció al defensor del oficio que le correspondía por Ley

Yariela Herrera vivió toda su infancia y adolescencia en dos albergues, como si hubieran tirado la llave del candado. Habla con cierta impotencia de su pasado y un tono de despecho, con ganas de cerrar ese capítulo para siempre: “Ahora que soy grande sé que ellos tiran a los niños en un albergue, como si fuera un depósito”. Lo sintió en carne propia. El sistema judicial tardó 15 años en resolver la patria potestad de sus padres, para ese momento ya había cumplido 17 años. Antes, pasó años de dolor, tristeza, abandono, maltrato y encierro. No tuvo la oportunidad de vivir con una familia acogente, tampoco con su familia extendida, y cuando le quitaron la custodia a la madre, ya nadie quería adoptarla. Hubo varias familias interesadas. La señora con la que vive, entonces su cuidadora en Metro Amigos, era una de ellas. Para que eso sucediera su madre tenía que renunciar a su cuido, o el juzgado quitarle la custodia, “pero nunca me ayudó, ni dejó que otros me ayudaran, por eso estuve tanto tiempo encerrada”, lamenta. En su caso, nadie parece haber puesto atención a su vida a pesar de que la Ley 46 de 2013 que norma sobre las adopciones, establece que un padre o madre no puede alejarse de sus deberes de patria potestad por más de 60 días, porque puede ser sujeto de una demanda de inhabilitación y permitir que el niño quede en estado de adopción. Una ley que en su caso nunca se cumplió.

Cuando tenía dos años, un 10 de mayo de 1999, su mamá la ingresó en el albergue de Aldeas Infantiles S.O.S, en David, Chiriquí, porque no podía cuidarla. Le dijo que la visitaría, que la sacaría de ahí, pero todo quedó en promesa. Ahí permaneció bajo una medida de protección en el Juzgado de Niñez y Adolescencia de esa provincia, que en ese momento encabezaba el juez Edgar Torres. Después de Aldeas, en 2010, debido a su 'conducta de evasión' fue trasladada –supone que con la autorización del juzgado– a Metro Amigos”, otro albergue en la capital, ubicado en el sector de Tocumen, donde vivió hasta cumplir la mayoría de edad: “lloraba todos los días, era otra situación de abandono. Yo no conocía a nadie. Me separaron de mi hermano (también institucionalizado) y estaba sola”, evoca. En varias ocasiones le tocó tirar puños para defenderse de los chancletazos y los golpes de las otras niñas. “Había niñas muy malas”, recalca.

Para Yariela, los albergues son una especie de receptáculo de niños olvidados del que pueden liberarse cuando cumplen 18 años y se las arreglan para intentar una vida independiente.

Es un 24 de marzo, nos encontramos en una heladería al aire libre en el sector de Tocumen, ciudad de Panamá. Sopla una brisa que amenaza con llevarse todo lo que está sobre la mesa. Por momentos da la impresión de que la joven de 24 años imagina una salida con su madre a comer un helado de chocolate, igual al que saborea durante nuestra plática y el calor la arrincona a debatirse entre responder las preguntas o lamer las gotas que le chorrean por la mano.

Celso Rodríguez, juez de Niñez y Adolescencia de San Miguelito

Decirle a Yariela que por ley en cada juzgado existe un defensor del Niño y Adolescente, que debe dar seguimiento a los expedientes que ingresan al despacho, es como recibir el peor insulto. “A mí nunca me lo presentaron”, asevera.

El juez Torres, quien trabajó 23 años en el sistema judicial, y ahora, jubilado y docente universitario, a petición de este diario indagó en el juzgado sobre el expediente de Yariela. No obstante, dijo que no podía ofrecer una respuesta concreta porque no tuvo acceso al mismo: “Tendría que averiguar qué pasó cuando el juzgado intervino, se debe saber qué opinó el defensor y conocer si hubo una situación que motivara que ella permaneciera ahí o si se buscó una opción familiar”, explicó Torres. Si hay alguna queja, el juez está dispuesto a saber en qué falló el sistema, o el equipo, que calificó de activo en su momento. “Todas mis actuaciones se reflejan en mis decisiones, eso lo sustenta”, afirma seguro de su desempeño. “Es un trabajo que a veces se desvalora por alguna circunstancia que no es bien vista”, agregó.

Torres, cuando conversa, denota preocupación por la niñez. “Los expedientes están basados en personas, no en estadísticas, añade. Si yo le digo qué hice o no, podría estar faltando al proceso porque no tengo acceso al mismo”, señaló el juzgador. Mientras fungió como juez de Niñez y Adolescencia, también lo hizo en el ramo penal, de manera que después de atender un caso de protección, tenía que cambiarse de sombrero para resolver un homicidio porque en la provincia no había más juzgados. Una mora que hoy se atiende con la creación de un despacho adicional.

Yariela recuerda haber tenido contacto con los juzgados en dos ocasiones. Una en Chiriquí, cuando tenía 11 años, que ocurrió después de haberse fugado de Aldeas. La segunda fue en Panamá –luego de haber sido trasladada a Metro Amigos– a los 16 años, cuando le hicieron preguntas sobre la fuga ocurrida cinco años atrás. Después de es, jamás volvió a saber de ningún juez, ni siquiera al cumplir 18 años cuando obtuvo la resolución que finiquita la actuación judicial. En ese momento se liberó de los albergues: “Una licenciada que trabajaba ahí me sacó”. De no ser así, no hubiera tenido a dónde ir. “Tuve que firmar un papel en el que me hacía responsable de lo que pasara”, exclama con la servilleta llena de chocolate en la mano.

'Ahora sé que ellos tiran a los niños en un albergue, como si fuera un depósito'

Tiene un rostro dulce, juguetón, pero lo que sobresale cuando habla es la insaciable curiosidad de saber qué se siente tener una familia, una mamá que te recibe cuando llegas de la escuela, que te prepara de comer, que te abraza y te cuida. “Lo único que quería era saber qué se sentía vivir con mi mamá”, dice con nostalgia.

La única vez que recuerda que alguien hizo algo por ella fue a través de Aldeas Infantiles S.O.S., cuando se reencontró con su mamá a los 11 años. Convivió con ella una semana para explorar la posibilidad de regresar a casa. Pero pasado el tiempo no soportaba vivir con los hermanos, se la pasaba peleando. En uno de esos episodios la mamá amenazó con pegarle. Discutieron y así de efímera fue la esperanza de formar parte de una familia. “Ojalá nunca hubieras nacido, ojalá nunca te hubiera tenido, te hubiera tirado a la basura”, le gritó su madre. Yariela se fue entonces con su padre, a quien conoció a través de su mamá. “Tengo el certificado de nacimiento en el que sale mi mamá y el señor que me dio el apellido, pero ese no es mi papá biológico”, señala. Con él tampoco pudo vivir porque nunca la reconoció. Quedó atrapada en un laberinto eterno.

“Mi familia nunca ha estado pendiente de mí, conozco a mis tíos, a mis abuelos, mi mamá y mi papá. ¿Tú crees que ellos me llaman para preguntarme cómo estoy?, pregunta, exteriorizando la soledad que siente.

No tiene queja del trato que recibió en Aldeas, aunque admite que desarrolló un carácter rebelde a consecuencia del abandono. Se fugaba por las noches. Tenía todo calculado: Abría la puerta con cuidado, destrababa el cerrojo superior y salía. Aprovechaba que entonces no había guardias, así que en la mañana entraba por la ventana de su cuarto o por la misma puerta donde pasó inadvertida.

'Ahora sé que ellos tiran a los niños en un albergue, como si fuera un depósito'

En una ocasión se escapó y no volvió, pero la policía la encontró. El hecho ocasionó el encuentro con el juzgado de David, Chiriquí. “Me revisaron para saber si había tenido relaciones sexuales, me hicieron antidoping y me amenazaron con que si me seguía portando mal me iban a sacar del albergue y a llevar a un lugar peor”. Y lo cumplieron.

Era un 19 de marzo de 2010, nunca se le olvida la fecha, ese día fue trasladada a Metro Amigos, de la Fundación Creo en Milagros, en la capital panameña. Supone que el juzgado lo autorizó. “Nunca me dijeron a dónde iba, solo me pidieron que arreglara la ropa y que iba a pasear”, recuerda.

En Metro Amigos lloraba todos los días. Vivía rodeada de niñas desconocidas, con problemas de adicciones, conductas violentas, “al lado de ellas yo no era nada, ellas venían con la vida revuelta desde afuera”, dice Yariela.

Narra que a las niñas nuevas las “agarraban de pendejas y les pegaban, les metían desodorante ahí abajo”. Da gracias que pudo defenderse: “En las noches apagaban las luces y te tiraban chancletas”, describe. “Antes de yo llegar había un lugar que se llamaba 'el área' en el que ponían a los niños que se portaban mal, no les daban de comer, ni colchón”, detalla.

Como otros entrevistados que crecieron en Metro Amigos, Yariela recuerda cómo irrumpían los adolescentes del Centro de Custodia de menores Arco Iris: “Las 'madres' nos escondían para que no nos vieran, pero los muchachos encerraban a los custodios y los amordazaban”, dice sin perdonar ni una gota de helado que le escurre por el barquillo.

Aunque se pudo librar de aquellas agresiones, aún tiene marcadas las palabras de algunas cuidadoras: “Gracias a Dios mis hijas no están aquí”.

A pesar de la carga emocional que vivía, la joven aprovechó la oportunidad para empezar una nueva vida, dedicarse a ella misma y a salir adelante: “Me dije: este es el momento que tengo para cambiar”, y lo hizo.

Se puso a estudiar. De doce alumnos que había en su clase, solo se graduaron tres, entre ellos Yariela. El resto se perdió en las drogas y el crimen.

'Ahora sé que ellos tiran a los niños en un albergue, como si fuera un depósito'
Juzgados saturados

Tras sus declaraciones, La Estrella de Panamá tramitó una entrevista con el Órgano Judicial para intentar lograr respuestas no solo por el caso de Yariela, sino de cientos de niños que parecen quedar estancados por años en los juzgados de Niñez y Adolescencia. Al principio no hubo respuesta, pero tras meses de insistencia, se coordinó una entrevista con el juez de Niñez de San Miguelito, Celso Rodríguez, con 12 años de experiencia.

El ejercicio le ha dado al juez casi todas las respuestas. Maneja causas diversas como guarda y crianza; pensiones alimenticias o casos de protección, accidentes de tránsito, incluso si un niño o adolescente debe asistir a vacunarse y no lo ha hecho. Eso significa una gran cantidad de expedientes que tiene que analizar y resolver. Para ello –asegura– al día programa ocho o nueve audiencias, pero otros juzgados no avanzan con la misma velocidad. “Ahora le puedo decir que me quedan cerca de 400 casos en trámite. Pero ojo, todos los meses recibimos 170 a 180 casos que tenemos que ver cómo resolvemos porque si no, nos coagula la situación”, refiere Rodríguez, quien tiene reputación de ser de uno de los mediadores más dedicados.

Aún así, los 23 funcionarios que trabajan en su despacho no son suficientes. A su juicio, hace falta crear un nuevo juzgado de circuito, tal como lo advirtió el Censo de población de 2011. A esto hay que agregar que la atención de un caso no se limita a la parte legal, sino social, médica, psicológica y psiquiátrica. En su oficina trabajan tres psicólogos y cinco trabajadoras sociales que tienen que salir a campo, atender los casos nuevos y acumulados.

'Ahora sé que ellos tiran a los niños en un albergue, como si fuera un depósito'

Los niños y adolescentes quedan a órdenes del juez referidos por un hospital o la policía, y seguirán así hasta que dicte una resolución que establezca su traslado a la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Senniaf). Es en ese momento cuando los expedientes entran en un “limbo temporal” en el que a veces la Senniaf no se da por enterada de que el caso está bajo su paraguas. No son los únicos, directores y técnicos de los albergues, familiares y a los niños y adolescentes generalmente les toma un tiempo considerable saberlo. El silencio administrativo es frustrante para los albergues y los familiares que tienen que volver a solicitar permisos y autorizaciones de visitas. “Recuerdo uno de esos casos que decía que el niño estaba a órdenes de la Policía, pero ellos verificaron y el caso había pasado a la Senniaf, no le habían dado el documento al director del centro”, describe Rodríguez. “Yo me cercioro de que la Senniaf reciba mis órdenes judiciales”, subraya.

El letrado insiste que en los procesos de protección debe haber una audiencia para tomar una medida en la que el abogado haga contacto con su defendido y le explique sus derechos. Asegura que un niño o adolescente institucionalizado bajo su despacho, no excede los tres meses.

Pero la experiencia dice otra cosa. La entonces directora de la Senniaf, Sara Rodríguez, respondió un cuestionario en septiembre de 2020 ante la Comisión de la Mujer, la Juventud, la Niñez y la Familia de la Asamblea Nacional, en el que especificó que el promedio de años que un niño o adolescente permanece institucionalizado es de 4,5, incluye aquellos que ingresan por época escolar. Si se calcula el tiempo que ingresan por riesgo social, el promedio se eleva a 7,5 años.

Al momento de su comparecencia había 942 niños y adolescentes institucionalizados. De ellos, 226 estaban a órdenes de juzgados, 461 bajo la Senniaf; 160 con familiares; 75 a cargo del Mides y 18 en hospitales. En total 60 se encontraban en condición de adoptabilidad.

Uno de los vacíos que persiste en la tramitación de expedientes de los juzgados, según un funcionario judicial que solicitó reserva de su identidad, “es la falta de evaluación superior sobre el desempeño de los jueces, lo que permite un ritmo de trabajo lento en algunos despachos, mientras que otros se esfuerzan por cumplir un calendario de audiencias y visitar los albergues”.

Prueba de ello es que el Consejo de Carrera Administrativa del Órgano Judicial, desde la entrada en vigor de la Carrera Judicial en abril de 2019, no ha efectuado una sola evaluación. El problema se afinca “más en los juzgados de las provincias, que muchas veces no asisten a sus áreas de trabajo, y los tribunales superiores, en caso de hallar deficiencias, no practican las sanciones correspondientes”, dice el funcionario. Al revisar los antecedentes de estos jueces, uno se percata de que la mayoría trabaja como asistente de la Corte Suprema de Justicia, “lo que crea una especie de proteccionismo”, explica.

Presos de un sistema ineficiente

Durante la entrevista, el juez Rodríguez leyó la lista de los casos que manejaban los 12 juzgados a nivel nacional hasta junio de 2021. Detalló el ingreso de 20 menores y el egreso de 8; el despacho más congestionado era el de Chiriquí con 13 ingresos y 8 egresos. Se asume, añade, “que los otros casos tienen que haber sido resueltos”.

Las estadísticas del Órgano Judicial reflejan que los despachos más congestionados son el Primero y Segundo de Panamá, seguidos de Chiriquí, que en 2020 recibieron 712, 718, y 613, respectivamente (ver tabla). En general, entra un promedio mensual de 61 casos que deben atender 226 funcionarios que laboran en los juzgados de niñez del país.

–¿Cómo se entera un niño o adolescente a órdenes de qué entidad está su caso?, inquirió este medio. “Debe saberlo porque tiene un abogado”, responde el juez.

Para la realización de esta investigación conversamos con cuatro personas que pasaron toda su vida en albergues. Ni una tenía documentos en los que constara su ingreso a estos centros, tampoco tenían copia de su expediente. Al salir del sistema no se les proporcionó un duplicado de la notificación de la Senniaf o del juzgado en cuestión. Los niños y adolescentes que estuvieron bajo protección del Estado, en un sistema deficiente y burocrático, fueron objeto de maltrato físico y psicológico, abusos sexuales, negligencia y omisión del sistema, pero al abandonarlo ni siquiera tienen evidencia de ello.

Yariela se animó a pedir a Aldeas su documentación a los 24 años. La casa donde vive dice que “es como revivir la parte buena de la adolescencia”. Intenta que sea lo más cercano a un hogar, un concepto sumamente abstracto para ella. Con su testimonio quiso animar a quienes se encuentran en este laberinto, tal vez solos, para que no pierdan la oportunidad de estudiar y salir adelante, “porque al final nos tenemos a nosotros mismos, y si tú no haces algo por ti, nadie más lo hará”.

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