Los próceres, padres de la patria

Actualizado
  • 29/10/2022 00:00
Creado
  • 29/10/2022 00:00
El tributo que hoy se rinde a los próceres del 3 de noviembre de 1903, simbolizados en este acto por el doctor Manuel Amador Guerrero, primer presidente de la República, también se rinde a los próceres de todas nuestras reafirmaciones nacionales, de todas nuestras independencias
Los próceres, padres de la patria

El Gobierno Nacional, siguiendo una tradición de muchísimos años, rinde [el 2 de noviembre] tributo de gratitud a todos los difuntos. Es un acto de recordación que encuentra escenario en el seno de todas las familias. Es el día del recuerdo. En la intimidad de cada deudo y de cada hogar, cobran vida las imágenes queridas de quienes cumplieron su ciclo vital y son colocadas, con renovado afecto, en el nicho destinado a los forjadores del árbol familiar. La primera invocación ese día la dirigimos a nuestros antepasados, a los que ya emprendieron la marcha sin retorno. En particular vienen a la memoria los seres de nuestra sangre, los que nos dieron el nombre, la palabra y el abecedario de las virtudes esenciales, los que unieron sus vidas para darnos la vida. En este día todos abandonamos el olvido.

Ese recuerdo por los que cumplieron su misión terrena, el Gobierno Nacional lo hace propio y lo extiende a la casa grande: la patria, la casa de todos, y nos congrega en este jardín de la meditación para que rindamos homenaje de gratitud, fundada en la comprensión, a los padres de la casa nacional, a quienes en una dura hora de definiciones asumieron el riesgo, entre la gloria y el cadalso, que hizo posible que los panameños de 1903 y luego sus descendientes tuvieran una heredad propia, un hogar seguro y una identidad igualmente propia y segura.

Si en la casa familiar antes de su constitución hubo entre los mayores una realidad de íntimos afectos, en la casa grande existía con vieja data una realidad de nación. Es el punto cardinal que justifica, a juicio de los panameños, el enlace perpetuo del pueblo con la independencia y que la hace moralmente correcta e históricamente justa.

Los padres de la patria no lograron una República libre de imperfecciones; la nueva entidad separada de la antigua metrópoli, ofrecía una imagen controvertida y unas interioridades holladas indebidamente, pero los próceres sabían que los hijos del nuevo hogar, quebrantado en sus bases por las duras realidades de la época, darían a la naciente entidad republicana la estructura soberana propia de un Estado moderno.

Estos próceres entregaron su nombre y su obra al escrutinio de las generaciones que estaban por venir, con el convencimiento que en un momento de la historia, este pueblo, en su lucha por el perfeccionamiento de sus fueros, se reconciliaría sin reproches con los gestores del 3 de noviembre de 1903. Los próceres eran conscientes de la terrible hipoteca que había recaído en perjuicio de la soberanía, como precio para alcanzar la separación de Colombia y para no ser víctima de nuevas recapturas. Eran los días insufribles, como dijimos alguna vez, en que la vida panameña transcurría tenebrosamente entre la conquista de Estados Unidos y la reconquista de Colombia.

Del fondo de la conciencia de los forjadores de la patria surgió la convicción que todas las generaciones republicanas lucharían por las reivindicaciones pendientes y velarían por la grandeza del istmo. Es la esperanza angustiosa del padre que se siente próximo al relevo y deja en manos de los hijos el activo y el pasivo del hogar para engrandecerlo y para honrarlo. Es un caso único en la historia de la independencia de los pueblos de América, tan solo semejante a los gravámenes que pesaron y aún pesan sobre la nación cubana, a pesar de los esfuerzos independentistas de sus hijos.

Las nuevas patrias de América sellaron su suerte como países libres al firmar sus respectivas actas de independencia. La sellaron gracias al heroísmo de sus hijos, a la voluntad inclaudicable de los libertadores y a la cooperación de otros pueblos y naciones. No quedó en ellos ningún residuo colonial por vencer ni ninguna asignatura pendiente para alcanzar el título de naciones enteramente libres. No fue esa la realidad de la casa nacional panameña. La independencia, nacida con graves compromisos y con dogales contractuales posteriores, convocaron a su pueblo a nuevas y continuas batallas para igualarnos a los hermanos de América. La convocatoria armó de valor y de confianza a los panameños, dentro del marco más legítimo y prudente de lucha de los pueblos débiles, el marco del derecho. Por eso en la casa grande de la patria se registran tantos episodios de reafirmación nacional o de reiteración independentista. Cada esfuerzo generacional, cada lucha popular, cada protesta ante los agravios, era sentido como un acto de independencia, como una reiteración de la independencia.

El tributo que hoy se rinde a los próceres del 3 de noviembre de 1903, simbolizados en este acto por el doctor Manuel Amador Guerrero, primer presidente de la República, también se rinde a los próceres de todas nuestras reafirmaciones nacionales, de todas nuestras independencias. Es el tributo que merecen con relevante categoría los mártires del 9 y 10 de enero de 1964. Esa fue la fecha en que quedó perfeccionada la independencia porque con la sangre de los héroes de esos días se escribió y firmó el acta final del colonialismo que aprisionaba nuestros derechos soberanos. Fueron ellos los que fijaron las pautas para abandonar la política revisionista y adoptar la ruta patriótica de la política de abrogación del tratado de 1903, la que nos conduciría al logro de la mayoría de las conquistas acariciadas históricamente por nuestro pueblo.

Es el tributo que también se rinde a quienes lucharon, sin excepción, a lo largo del siglo XX, por lograr una patria limpia, libre y justa; es el tributo a quienes en siglos pasados lograron crear, recrear y acrecentar nuestro perfil de nación, justipreciando las tradiciones y avivando siempre los sentimientos patrióticos del panameño. Este homenaje se extiende, por derecho propio, a quienes tanto hicieron por la consolidación del Estado panameño; a quienes procuraron la vigencia plena de las libertades públicas; a quienes murieron en las prisiones, en la propia tierra o en la ajena, como perseguidos del totalitarismo; en fin, a quienes sufrieron los rigores de todas las intolerancias.

No podemos olvidar a los panameños que a lo largo del siglo XX concibieron y establecieron las instituciones civiles que dieron forma y alas al nuevo Estado. En honor de todos estos lustres antepasados, hombres y mujeres, en honor a los próceres y a los mártires, debería erigirse un monumento, una especie de panteón de los próceres y de los mártires, como ocurre en el Perú con el hermoso panteón de los próceres, o en Venezuela con el panteón del Libertador, lugares sagrados de la civilidad republicana, donde los pueblos encuentran un motivo de veneración y un sitio de inspiración. ¡Qué hermoso sería, por ejemplo, que los mártires de enero, esos románticos de la dignidad nacional, pudieran presenciar desde las alturas de la eternidad la romería de todo un pueblo a ese panteón, en señal de solidaridad con quienes interrumpieron el desarrollo de sus vidas, en plena juventud, por custodiar y defender el decoro de la patria!

En Panamá tenemos un Museo del Canal Interoceánico, lo que está bien como institución, pero carecemos de un panteón de los próceres donde los escogidos reúnan los requisitos de una severa reglamentación, de modo que no se dé oportunidad al servilismo planificado, de privilegiar en demasía a los ídolos de una facción y de ignorar a personajes cuyas distinciones emergerían de la objetividad histórica y además avalados con la prudente perspectiva que da el tiempo. Es oportuno, por tanto, solicitar a la presidente de la República, doña Mireya Moscoso, que como homenaje de la República en su centenario se construya el panteón de los próceres, incluyendo a los mártires de enero, como una prueba de admiración al sublime sacrificio que significó el final trágico de sus vidas.

En este día consagrado al culto de los difuntos, no debemos ignorar que toda independencia, más que una promesa vana, es un compromiso moral. Un compromiso que se inserta en los documentos históricos que contienen el pensamiento de los emancipadores. Basadre, erudito historiador peruano, decía que en las actas de independencia se encuentran los programas y los ideales que motivaron la emancipación y que los pueblos debían apreciarlos como barcos insignia para navegar con seguridad por las rutas que fijaría el destino.

Los próceres panameños no solo concibieron y aceptaron el nuevo hogar con sus imperfecciones, también dejaron para la posteridad algunas reglas de oro que no podemos ignorar y que deben determinar la conducta ciudadana. En el manifiesto que el 4 de noviembre de 1903 dirigieron al país, los próceres José Agustín Arango, Federico Boyd y Tomás Arias, miembros de la Junta de Gobierno Provisional, en el que se comunicaba la consumación de la independencia, se diseñó el ideal esencial de la nueva República. He aquí las palabras que pronunciaron: “Aspiramos a la fundación de una República verdadera en donde impere la tolerancia, en donde las leyes sean norma invariable de gobernantes y gobernados; en donde se establezca la paz efectiva que consiste en el juego libre y armónico de todos los intereses y de todas las actividades; y en donde, en suma, encuentren perpetuo asiento la civilización y el progreso”.

En esos días no existía una sola escuela secundaria en el país ni acueductos ni alcantarillados; ni se tenía comunicación terrestre entre la ciudad capital y el resto de la República. La salud era una ilusión. La actividad positiva y creadora hizo posible que fuera realidad el sueño que entrañaba aquella promesa de que Panamá fuera asiento de civilización y el progreso, y que la tolerancia fuera el eje de la convivencia nacional.

Estos mismos próceres, a quienes hoy el Gobierno les reitera el reconocimiento nacional, dijeron a la convención nacional constituyente, el 15 de enero de 1904, al aprestarse a redactar la primera Constitución política: “Formad una República que permita la expansión libre del derecho individual en todas sus manifestaciones, hasta el límite del derecho ajeno, pero no tratéis de proscribir ninguna idea. Dejad a las ideas el campo libre para que iluminen si son buenas, y si son malas, para que perezcan a la luz del día”.

Los próceres concebían una patria de libertades. La República no dio sus primeros pasos huérfana de luces. Un pensamiento como el que acabamos de citar, por no practicarse en el pasado en otros mundos, y en nuestro propio mundo, por no practicarse en muchas partes, a los pueblos les montaron y les montan escenarios de crueldades. En otro momento diferente de crisis nacional, de intolerancia y tiranía, invocamos estas mismas palabras de los próceres como reliquias del fundamento de la República y el público expresó su desconocimiento de tan extraordinario mensaje. En cada ocasión en que en nuestro medio político la intolerancia se ha entronizado en la vida nacional o en que no se han respetado las ideas ajenas y las disidencias, la desolación y la angustia han embargado el espíritu de la nación.

Estos mismos próceres dejaron sus lecciones de prudencia política, de respeto a la divergencia, cuando decían a los constituyentes de 1904: “La Constitución política de un país, como en otra ocasión hemos tenido oportunidad de observar, no es, no puede ser, la obra exclusiva de un partido político”.

La Constitución vigente en Panamá no la hubieran aprobado los próceres, porque ella debe constituir la suma de los ideales y de las aspiraciones de todo el pueblo. En la actualidad, por desconocer o ignorar los preceptos políticos y doctrinales de los fundadores de la República, tenemos una misión pendiente: la de aprobar una Constitución que responda a la voluntad soberana de todo el pueblo.

Lamentablemente, en el país se ha tenido tanto divorcio o desconocimiento de las ideas de los próceres, nos hemos dedicado tanto a rumiar el pasivo político de los mismos, que no hemos sabido aprovechar las enseñanzas que hubieran evitado “crueles y terribles pruebas”.

El ideal de los prohombres de la patria era la consagración de la República para beneficio de todos, no solo de las generaciones coetáneas con el episodio independentista, sino de las que estaban por venir. Es deber de la clase gobernante custodiar los bienes nacionales para beneficio de las actuales y futuras generaciones. Ellos sentenciaron: “Una generación sola no es dueña de los bienes del país. Las tierras de la República no son nuestro patrimonio exclusivo: son la herencia de las generaciones futuras que vienen atropellándose a buscar su puesto en el concierto de los pueblos... y esas generaciones tienen derecho a los mismos bienes que nosotros, tienen derecho a que no las desposeamos de su parte de sol, de calor y de luz”.

Concebido así el nacimiento de la República, mucho de lo que se hizo en los inicios del siglo XX ha sido para provecho de la generación que construyó las bases de la nueva nación y para las generaciones siguientes. En las herencias culturales se pone de manifiesto con mayor ímpetu el espíritu de la emergente panameñidad. El Instituto Nacional, por ejemplo, resolvió un problema de la educación secundaria de 1907, pero se irradió como onda expansiva, radiante y provechosa, a lo largo del siglo. Es la concepción de gobernar previniendo los intereses del mañana para que no les falte a los nuevos panameños ni el sol ni la luz ni el calor que sirve al presente.

Publicado originalmente el 2 de noviembre de 2001

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