• 11/08/2010 02:00

El olvidado arte del perdón

N o debe sorprendernos que el centro de la vida de una familia sea la mesa y su símbolo la comida. La mesa no es una simple superficie p...

N o debe sorprendernos que el centro de la vida de una familia sea la mesa y su símbolo la comida. La mesa no es una simple superficie para poner alimentos. Es el último baluarte del orden y la tradición tanto de la familia como de la sociedad. Comer no solo es una necesidad biológica, es una manifestación social y un ejercicio espiritual que mantiene unida a la Iglesia, a la familia y a las amistades.

En una ocasión monseñor Rómulo Emiliani tuvo como invitados a cenar a un grupo de amistades como agradecimiento por el esfuerzo y el trabajo realizado en la publicación de su libro ‘Me mueve la compasión’. Entre los invitados estuvieron un escritor y un poeta.

Algo curioso me sucedió al convidar al poeta a la cena. Mi memoria falló. Se me olvidó por completo aquel incidente lamentable ocurrido entre estos dos personajes. Confieso que la invitación la hice de la manera más ingenua, animada por el deseo de pasar una velada agradable con dos verdaderos maestros de la pluma, mi hermano, familiares y amigos.

Al darme cuenta de mi error, me encantó, sobre todo, por lo inofensivo e interesante que resultó, y cuanto más lo pienso más significativo me parece. Este incidente sucedió hace años y vale la pena compartirlo nuevamente con mis lectores.

Las diferencias de ideas del escritor y el poeta en relación al escenario político tuvieron sus efectos mortíferos y la discordia ensombreció una amistad de años. Esta situación produjo un gran impacto en la sociedad. Se desató una ola cruel con malas intenciones, en la que muchos disfrutaron de este enfrentamiento para sacarle provecho.

Sin planearlo, esa noche, al poeta y al escritor se les brindó el lugar y el momento oportuno para que pudieran hablar y volver a oír sus propios pensamientos en voz alta ante un auditorio paciente y solidario.

El poeta escuchaba atento a monseñor, quien desconocía aquel incidente. El prelado hablaba del perdón sincero, del perdón que emana del corazón, del perdón de Dios, al referirse a una parte del Padrenuestro: ‘Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden’. Estas palabras inquietaron al poeta, quien dio muestras de gratitud por la invitación, y con valentía y coraje le pidió perdón a su amigo el escritor. Fue un perdón real y profundo.

En ese instante aprecié que algo maravilloso se había proyectado en la pantalla de las mentes de estos dos caballeros y que todos lo estábamos presenciando. Solo unos minutos fueron suficientes para renovar el afecto y el aprecio hacia el amigo. Compartir este hecho fue enriquecedor para los presentes, pues comprendimos que ‘ni el poeta y tampoco el escritor pueden vivir sin el sonido del otro’. No es fácil vencer los viejos rencores, pero, el perdón y el abrazo hicieron que el resentimiento no siguiera corroyendo el corazón de ambos ni un momento más.

Muchas veces las amistades no solo se acaban en silencio, sino que se acaban por el silencio. Ayudar a romper el silencio es el regalo que todos podemos dar, es salvar los espacios que nos dividen.

El perdón tiene su origen en la humildad. Solo quien es humilde es capaz de perdonar y comprender al amigo. Cometemos errores porque nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias y por la soberbia y la falta de tolerancia que deforma la verdadera realidad de las cosas.

Somos una mezcla de contradicciones, complejidades, imperfecciones e incertidumbres. La búsqueda está en el proceso de darle sentido a las contradicciones, de luchar con las imperfecciones, de tratar de desatar las aparentes complejidades y de superar las incertidumbres.

El objetivo de una verdadera amistad no es el triunfo, el éxito, la fama ni la gloria. Lo primordial es tener la seguridad de contar con el amigo y jamás romper ese lazo de unión en la primera señal de dificultad. Construir una verdadera amistad toma tiempo y paciencia.

La noche transcurrió entre bromas, risas, sondeando sentimientos ajenos y contando historias de otros, sin desviar jamás nuestra mirada a nuestros dos grandes personajes. Durante la conversación se aferraron a los recuerdos valiosos. Fue el encuentro de dos almas y de dos sensaciones disponibles para ambos. Lo cierto es que la vida es asombrosa si estamos atentos a ella. Sin duda existen el odio y la crueldad, pero también la belleza, el afecto y la verdad.

Fue una lección valiosa ante la presencia de monseñor Emiliani —servidor incondicional de las causas justas—, quien sin saberlo sirvió de instrumento para que dos amigos se reencontraran y descubrieran, una vez más, que como amigos tienen mucho en común: Una vida para vivirla y años para disfrutarla. Valió la pena mi torpeza.

*ESPECIALISTA DE LA CONDUCTA HUMANA.

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