• 18/05/2018 02:01

Si los dioses no disponen otra cosa

En la vida de algunos seres humanos ocurren momentos fulgurantes, instancias de una gracia interior incontaminada y singular, acaso única.

En la vida de algunos seres humanos ocurren momentos fulgurantes, instancias de una gracia interior incontaminada y singular, acaso única. Se trata de un espacio de epifánica plenitud en el que todo nos es dado desde dentro y para siempre. Solo entonces somos capaces de entender, de asimilar, de no temerle ya al reto del mundo y a nosotros mismos más allá de cualquier límite.

Es como si un relámpago silente, pletórico de contagiosa luz, abriera de golpe nuestro hasta entonces limitado horizonte, nuestro entendimiento, el ser profundo de nuestra alma misma, y nos expusiera a la aprehensión instantánea de todas las posibilidades del mundo. Una suerte de aleph borgiano redivivo, ya no en el espacio mágico de la ficción literaria, sino en nuestra realidad interior que inevitablemente tiende a expandirse al espacio externo.

Solo entonces, arrobados, transformados, podemos entrar sin ambages en el desafío de ser y estar en todo lo posible y hasta en lo imposible de la vida a la vez, por un tiempo inmedible cuya duración resulta del todo irrelevante, porque lo único que en verdad importa es disfrutar, como si fuera un don eterno, del goce de esa extraordinaria plenitud. Un estado de gracia tal, que normalmente se pensaría que sólo los místicos y los predestinados han podido experimentar tal cosa alguna vez. Y luego, de forma rudimentaria, por diversos medios —la escritura sin duda alguna una de ellos— ser capaces de revelarlo al mundo, intentando describirlo a posteriori en toda su extraña e inefable intensidad. Difícil, casi imposible labor.

El instante —corto o largo— de la inspiración artística, de ese soplo mágico, sublime, trascendente que de pronto sentimos quienes creamos, y que solemos atribuir casi siempre a la Musa o a la generosidad de los dioses, se parece un poco a lo que he venido tratando de exponer. Los escritores, como otros artistas, bien sabemos —aunque no podamos explicarlo a cabalidad por no ser un asunto racional— lo que este don significa en nuestro trabajo, y a menudo por extensión también en nuestra vida cotidiana. Porque después de tales momentos de revelación, de descubrimiento y entendimiento, de inmersión en la matera prima de lo que habremos de producir —esos maravillosos e irrepetibles momentos en que empezamos a crear—, para bien o para mal ya nada será igual si tras un arduo trabajo logramos arribar satisfechos al final del camino (ya sea al completar un poema o un cuento o al finalizar una novela; e incluso una reflexión como ésta). Uno llega al final a un momento epifánico perfecto.

Un sentimiento similar ocurre a veces tras conocer a determinada persona que habrá de cambiarnos la vida. Ya sea en el plano intelectual, en el espiritual, en el de la amistad o en el del amor y la pasión, sin duda alguna tales casos ocurren. Nos ocurren. Y, excepcionalmente, hasta pueden darse juntos. Podría ser algo instantáneo, casi fulminante; o bien una realización a mediano plazo, en la medida en que su cultive con respeto mutuo la relación sin dejar de auscultar inéditas aristas. En todo caso, el entrar en contacto con esa nueva persona puede llegar a ser una experiencia tan especial, tan extraordinaria e intransferible, que ya después nada habrá de ser igual, mucho menos nosotros mismos.

Debo confesar, humildísimamente, que yo he vivido a fondo, en varios niveles sorprendentemente simultáneos —el intelectual, el artístico, el amoroso—, el benéfico influjo de tales imprevisibles imantaciones. De golpe, si bien con el tiempo habría de reforzarse y a la vez decantarse el proceso, ahondándose sus numerosas aristas, enriqueciéndose pese a mil tropiezos que nunca faltan. Y todo sin buscarlo, sin haberlo imaginado posible siquiera.

Si los dioses no disponen otra cosa, como escritor y como persona me dispongo a continuar cosechando la gracia suprema de este inmerecido don, cultivándolo con agradecimiento y respeto. Por eso doy testimonio del fenómeno al escribir coyunturalmente sobre él

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