• 25/07/2018 02:01

¡La fuerte pasión de la avaricia!

Como tipo de las pasiones intelectualizadas tomaremos a la avaricia. La avaricia no es intelectual en cuanto a su objeto

Como tipo de las pasiones intelectualizadas tomaremos a la avaricia. La avaricia no es intelectual en cuanto a su objeto, pues se adhiere a los bienes materiales por excelencia, a la riqueza; pero lo es en cuanto a su forma, puesto que le basta poseer esos bienes, y sin duda, solo concibe y admite su uso en idea. Esta pasión tiene, sin duda, condiciones orgánicas y sociales; pero su carácter propio, eminente, es el de una pasión en cierta forma ideal: el amor a la riqueza por la riqueza. El avaro no es más codicioso que el pródigo: lo es de otro modo, de manera abstracta, desinteresada y mística.

A la codicia o la avaricia común, sensual, que busca goces materiales, se opone esta avidez totalmente intelectual, paradójica, vana y sin objeto, que se adhiere a la riqueza como un símbolo, que tiene la propiedad o derecho sobre las cosas por lo único valioso, por infinitamente más precioso, en todo caso, que la posesión o el uso de las cosas. Es evidente que la explicación de tal pasión debe buscarse en el mecanismo intelectual que la engendra. No obstante, hay que reconocer algunas causas orgánicas, sociales, que ponen en juego ese mecanismo.

La avaricia es función del temperamento. Es una predisposición hereditaria, que se desarrolla con los años; es un vicio de la vejez. Parece estar sometida a la ley de la transmisión hereditaria: el avaro hace linaje de pródigos, que a su vez hacen linaje de avaros, y así sucesivamente. Esta ley no tiene nada paradójico: el pródigo es el digno hijo del avaro; hereda su codicia en otra forma; se desquita de su vicio por el que ha sufrido, y hace la desdicha de sus descendientes por un vicio contrario, aunque de la misma familia.

Si bien tiene principio en el temperamento individual, la avaricia es favorecida o contrariada por el medio social. Es un rasgo étnico profesional. Los avaros no se encuentran, como podría creerse, entre los que manejan más dinero (banqueros) o entre los que han trabajado o sufrido más, sino entre los que carecen de iniciativa y aquellos a quienes les repugnan el trabajo, los pequeños rentistas, por ejemplo. Existen pocos o nada en América, en una raza de emigrantes emprendedores y atrevidos; abundan en Francia. Es un vicio burgués.

Sean cuales fueren sus causas, la avaricia es invariable en su naturaleza. Es, en primer lugar, insensibilidad o dureza de corazón. El avaro no es más que un triste mísero avaro. Ya no es hombre; ‘de todos los humanos, el humano menos humano'. Está cerrado a los sentimientos más elementales, como la piedad por los animales. Los afectos de familia tórnansele extraños, indiferentes; pero si entran en lucha con su pasión, les quiebra sin piedad ni remordimientos. El avaro está cerrado a los sentimientos desinteresados: el amor por el arte, por la naturaleza. Ni siquiera es capaz de sentimientos egoístas; es tan duro consigo mismo como con los demás; ‘muere de hambre sobre un jergón en el que están encerrados sus tesoros'. Si no logra desecarse por completo; si le queda aún en el corazón algún sentimiento, ese sentimiento está inficionado por su pasión. ¿Está por ejemplo, enamorado? Será un enamorado mezquino; quiere ciertamente obsequiar a su amada, pero sin que esto le cueste nada.

Puesto que la avaricia es insensibilidad, se tiene derecho para deducir que ella es, en parte, falta de imaginación. Sin embargo, posee en potencia, allí, en sus cofres, lujo, poder, adulación, amor, amigos, todo lo que el dinero puede dar al hombre. Ningún sueño es demasiado bello, ninguna fantasía demasiado costosa. Compra castillos, provincias; compra el mundo entero con la imaginación; tiene éste en sus manos cuando tiene su oro. Con cuánta injusticia desprecia al hombre que se cree sensato porque ha adquirido un campo o una casa y que se contenta con decir: ¡Esto es mío! Para el avaro, todo es suyo, porque puede tenerlo todo; y mientras su tesoro esté en su casa, nadie puede quitarle nada, puesto que sus alegrías están en él mismo.

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