• 21/06/2019 02:01

Capicúa

‘Mientras espero mi turno, este dolor lo debo transferir en amor, conforme a las remembranzas fincadas en su sencillez [...]'

A las 8 y tanto de la noche del 11 de junio pasado, entró punzante la sórdida noticia trajinada en la voz de mi hermana. La seca bocanada irrumpió altanera para adulterar de modo cáustico la tranquilidad del sitio, al anunciar el descenso de mi hermano mayor, postrado en su lecho de enfermo y convertido en el indigno estado, casi vegetal. No sabemos si el Señor en apiado cortó la cadena de congojas, apiladas en conciencia universal infinita, donde subyace la dicotomía ente la vida de sufrimiento o el repentino citado al descanso en paz, convertido en acto redentor.

ISAÍAS ARCADIO, en ese oscilante mundo de mi niñez se convirtió en mi protector y que ahora, en mi conjugada psiquis repicó lo de esa prima noche con la andanada nefasta de exculpas piadosas y la mordaz noticia que cercenó esta existencia, para volcarse solícitos, los recuerdos agolpados en desgrano para tapar el televisor encendido con denotadas pinceladas en orden cronométrico pujante, para sentir lindante entre mis dedos imberbes, su sedoso cabello que halé junto al llanto de infante, frente a la Unidad Sanitaria para atajar al descomunal hermano convertido en lazarillo, que me iluminaba el mundo oscuro de aquella existencia írrita. Tengo de ese convivio, el incidente con la corriente eléctrica ocurrido con mi hermano menor y lo veo correr solícito, para revisarnos las manos, ya hincados en la sala de castigo por desobedientes.

La vida es un arco extendido a través del tiempo en un cuerpo asignado para cada persona, compuesto de materia fungible que se desintegra junto al alma abstracta e inmortal, considerada inmaterial, afinada al espíritu para definir el cuerpo humano en teoría, con la capacidad de sentir y pensar, un acierto vedado a la ciencia, al carecer de una realidad sensible, aunque en la mordaz batalla de las creencias, esta se separa del cuerpo tras la muerte, extendida por la Resurrección o Reencarnación, según los dogmas. Esta impenetrable incógnita quizá se devele con la espiración y mientras tanto, paleteamos en el diluvio con recalcitrantes posturas, aferrados al tablón de la fe ciega. En este misterioso orden arrítmico, la guadaña antojada transfiere al que agoniza con pronóstico definido o, a los otros que carga de improviso al desconocido mundo astral y se solaza, con golpear la conciencia de los que subsisten por el acarreo. Lo de mi hermano mayor estuvo en lista de espera, amortiguado por los antecesores cercanos, sean mi hijo con apenas 48 años, mi hermano menor de doble vínculo y la inesperada partida de mi sobrino predilecto. Este sombrío rosario muy poco halagador, entra en la conciencia del doliente en estancos separados, para buscar el sitio definido en la memoria y asentarse satírico, latente y en su recurrencia, taladra los sentidos, alojado en el alma sin derramarse, empero, se expande y punza con el aguijón de los recuerdos. Seguro que esta experiencia repetida nos hace los virtuales estudiantes reprobados en la escuela del dolor moral.

Al hermano mayor lo sepultamos el 12 de este junio que expira a las tres de la tarde, aunque deja el agridulce final a toda la familia cercana, con un destello marcado y expandido, igual al liquen indivisible y sigiloso que se tropieza con cada objeto, sean los buenos o malos recuerdos que hablan por medio del silencio y ese cúmulo de propósitos, para honrar al honor del apellido, pero nos quedan las abundantes secuelas labradas en el camino tortuoso de la postración en vida, que acabó por tragarse a los deudos cercanos, hoy convertidos en sendos alambiques indelebles, para que, tal vez con el tiempo, puedan destilar parte del dolor punzante que persiste a la larga, al son del cuentagotas en esa latente despedida ignota, que se registra con la velación, iglesia, cementerio y los recuerdos de la habituada vida, que el tiempo tal vez amortigüe.

Mientras espero mi turno, este dolor lo debo transferir en amor, conforme a las remembranzas fincadas en su sencillez; al cúmulo de aquellas sonrisas que nos regalaba; de la pretérita alegría de vivir en acorde a las circunstancias del hombre común, que supo empinarse sobre los errores y se sobrepuso en su calidad de padre, esposo, hermano y amigo. Lo que me resta decir a mi hermano Papito, es que fueron buenos tiempos que manosearé en el laberinto de mi vejez. Gracias MIÑA y un abrazo a FERNANDO, que fueron apóstoles en esta batalla. Nos dicen los sabios que es el tiempo el único aliciente para mermar el dolor. Hasta pronto, hermano Papito.

ABOGADO

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