• 06/10/2019 00:00

Reflexiones fugaces sobre el arte de escribir ficción

Como es sabido desde siempre, la vida no solo es lo que se percibe y siente, sino a menudo también lo que imaginamos. Igual ocurre tanto con los sueños como en los raptos de ensueño: a veces la fuerza de su realidad conmociona tanto o más que cualquier suceso cotidiano, al grado de que es capaz de transformar vivencias en un puñado de dudas o en un repertorio complejo de temores que podrían parecer certezas.

Como es sabido desde siempre, la vida no solo es lo que se percibe y siente, sino a menudo también lo que imaginamos. Igual ocurre tanto con los sueños como en los raptos de ensueño: a veces la fuerza de su realidad conmociona tanto o más que cualquier suceso cotidiano, al grado de que es capaz de transformar vivencias en un puñado de dudas o en un repertorio complejo de temores que podrían parecer certezas. Otro tanto sucede con ciertas manifestaciones de lo enigmático, lo absurdo, lo fantástico y lo metafísico en la literatura y en la vida misma.

Desde hace algunos años mi escritura de cuentos, si bien abundante, tiende con insistencia a tornarse breve y condensada. Simplemente sucede. Las historias van saliendo desde el principio reducidas a su mínima expresión, y parecen exigir, por su cuenta y riesgo, una depuración que les resulta consubstancial antes de cerrarse sobre sí mismas. Y además siento, al crear, la exigencia anónima de una gran precisión en el manejo del lenguaje, lo cual surge de la mano de la poca trama que requieren estas historias para existir.

Es como si un virtual mecanismo de relojería maniobrara tras bastidores para ejercer su hegemonía buscando la mayor perfección temática y formal posible, la máxima concreción, pero sin que falte nada. Nada esencial. A veces el resultado podría ser algo así como la crónica de un instante, parafraseando al destacado escritor mexicano Salvador Elizondo (junto con el gran Juan Rulfo, mis maestros de taller durante 1971 en el hoy desaparecido Centro Mexicano de Escritores, en la Ciudad de México). Y para su logro en un tiempo y espacio tan reducidos, tanto el ingenio como la capacidad de sugerencia resultan difíciles elementos indispensables.

Escribir es, en más de un sentido, sacarse conejos del sombrero y ases de la manga, lo cual en realidad significa lograr que el alma misma sea capaz, bajo presión emotiva o intelectual, de parir situaciones, atmósferas, tramas, personajes e intuiciones que, más allá del aparente artificio de una imaginación desatada, terminen por conectarnos con la vida misma y sus múltiples posibilidades. Y es que el escritor, como todo artista de verdadero talento, es un ser cuya sensibilidad extrema es capaz de aguzarle de tal forma la mirada, que como resultado de ello produce —y reproduce en sus obras— una visión singular, profunda, del mundo y sus avatares.

Escribir es descubrir, descubrirse uno. Pero en seguida ser capaz de dar un salto cualitativo e ir más allá de lo propio, de la realidad real; ser en otros. Ser el otro. Como un buen actor teatral en escena. De forma creíble. De tal manera que la verosimilitud de la historia creada sea su propio norte, su incuestionable sustento. Y en ello intervienen múltiples factores: una trama interesante que se sostenga en el tiempo; la creación de un atmósfera particular y de personajes que pese a su posible cotidianidad resulten de algún modo singulares. El manejo de un lenguaje fluido, inesperado pero al mismo tiempo incuestionable por su precisión y acierto.

Contar historias es parte entrañable de la naturaleza humana. Toda ficción cuenta una historia. O varias, ya se trate de un cuento o de una novela. Toda historia revela ámbitos del ser y del estar que por su credibilidad no es posible rechazar, pese a sus posibles aristas fantásticas o absurdas. O acaso por eso mismo.

Y es que todo lo que existe o lograra llegar a existir puede ser motivo de una narración interesante en la que es posible relatar desde la vida aparentemente estática de una roca varada en el camino, hasta los intríngulis más enrevesados de la mente oscilante de un sicópata. Desde la fascinación avasalladora de una mirada que se nos entra al alma como un puñal de miel, hasta ese instante agónico en que alguien abrumado por la vida se pega un tiro en la cabeza.

No hay fórmula mágica para lograr ser un buen escritor, salvo poseer una alta dosis de sensibilidad, talento, disciplina y perseverancia. A ello llevo toda una vida aspirando.

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