Así lo confirmó el viceminsitro de Finanzas, Fausto Fernández, a La Estrella de Panamá
- 21/08/2020 00:00
¿Estado de derecho o Estado policial?
La pandemia de COVID-19 ha revelado lo mejor y lo peor de nosotros. Lo mejor en la conducta solidaria y efectiva de trabajadores del sector sanitario y de parte de la fuerza pública y de los bomberos, de millares de panameños que se desviven para ayudar a los más necesitados y de todos aquellos, millones, que se esfuerzan hasta el límite, en silencio, para evitar los contagios.
Lo peor, la falta de solidaridad y el mal ejemplo de políticos de alto perfil, y tanto los amagos fallidos por denuncias oportunas en los medios como los actos evidentes de corrupción pública, especialmente para lucrar de la pandemia. Lo peor, la actitud y el comportamiento autoritario, irracional, incoherente y hasta violento de funcionarios de todo nivel, desde el ministerial hasta los simples agentes de la fuerza pública.
Tenemos todos una deuda de gratitud impagable para con los hombres y mujeres que están en primera línea de combate de la COVID-19, los del sector sanitario público, a muchos de los cuales ni siquiera les pagan sus salarios desde hace meses. Los testimonios desgarradores de su situación se ven a diario y no conmueven a los funcionarios encargados de hacerlo que sí reciben todos sus emolumentos, muchos trabajando a medio tiempo.
Para detener la pandemia, las autoridades inventaron, hace ya más de cinco meses, una estrategia de contención de los contagios impidiendo los contactos humanos e imponiendo, con sensatez, la mascarilla y la separación de dos metros en lugares públicos. Se limitan contactos en los lugares de trabajo, de ocio y entretenimiento, y hasta de encuentros familiares. Inventaron leyes secas con su tufo religioso y separación por sexos, como si fuéramos integristas islámicos. Todo ello mediante el confinamiento forzado de la gran mayoría de la población. Los agentes de la fuerza pública y de la justicia fueron encargados de la operación.
Los resultados nos hacen preguntarnos, con legitimidad, si ese inmenso sacrificio valió la pena. Toda muerte humana es una tragedia y cualquier acto que la evite es válido y se salvaron, sin duda, muchas vidas. Pero sofisma absoluto cuando las medidas para hacerlo llevan a empobrecer a millones de personas, debilitar sus organismos por el hambre y provocar muchas más muertes. Todo para esperar unas decenas de camas de hospital suplementarias y más médicos, cuando ni siquiera han llamado a centenares de jóvenes médicos graduados el año pasado que pudieran ayudar.
Sofisma que trata de ocultar grandes carencias gubernamentales: una administración pública a menudo clientelista e inepta y una dirigencia política sin visión, autoritaria y condescendiente. En vez de concentrarse en descubrir rápidamente a los infectados por la COVID-19, localizarlos por barrio y casa para confinarlos e identificar a sus contactos personalmente y darles seguimiento, cerraron el país y las provincias -en vez de los barrios más afectados- y provocaron una pandemia económica sin precedentes que nos ha atrasado casi una década de progreso económico y social.
Nos abruman todas las noches con cifras de contaminados y muertos, cuando lo único realmente comparable son las de víctimas por población total. Así descubrimos que Panamá, con 43 por cien mil, tiene casi tantas víctimas per cápita como Francia (45), que ya ha abierto todas sus actividades. Tenemos menos muertos por habitantes que Bélgica (87), Reino Unido (62), España (61), Italia (58) y Suecia (57), países también con tiendas, cafeterías, centros comerciales, museos y sitios turísticos abiertos. Panameños, ahora arruinados, no van a abarrotar los comercios cuando abran realmente -y no para compras solo por Internet-.
El colmo de las reglas absurdas de los burócratas del Minsa fue la prohibición a los ribereños de acceso a su playa contigua y a los inquilinos de miles de condominios a los gimnasios y piscinas los fines de semana. Se cierran los parques, los gimnasios y se ataca a jóvenes ciclistas, bien protegidos, que no pueden contaminar a nadie. Se evita a la población ejercitarse en lugares con poca frecuentación. Se dificulta la salida de los niños -especialmente de familias monoparentales- y se impide el manejo de las mascotas. Las autoridades de Salud, inconscientes de su incoherencia, luchan así contra actividades saludables.
Se sumó la fuerza pública que actúa atropellando a muchas personas. El colmo han sido los retenes en las calles y carreteras del país. Allí se abusa de los ciudadanos, se les impide con violencia el libre tránsito. Sus agentes irrespetan su intimidad al preguntarles qué médico han visto, a los abogados qué cliente han visitado. Solo falta cruzar la delgada línea para inquirir sobre el número de la tarjeta de crédito y la clave. Empoderados como nunca, altaneros, solo permiten el paso a quienes se les ocurre. Comportamientos que prevalecen en regímenes totalitarios y que recuerdan las de viejas garitas de policía en ciertos pueblos panameños. Mecanismos desmedidos de control para amansar más un pueblo ya pacífico.
Podríamos pensar: ¿son todas las anteriores medidas adoptadas para debilitar la imagen pública del Ejecutivo y su capacidad de acción? Podemos preguntarnos: ¿existe un plan para reforzar el Estado policíaco en Panamá, antes de caer, como en el pasado, en algo todavía más trágico? Es tiempo de corregir radicalmente cualquier amenaza mortal a nuestra democracia, antes de regresar a situaciones de nuestra historia del siglo XX que una pobre educación, pareciera a propósito, nos lleva a olvidar.