• 08/09/2020 00:00

La arrogancia del confinamiento eterno

En mayo 25 este diario me publicó el artículo “En la lucha contra el COVID-19, cuidado con la iatrogenia”. Señalaba entonces la necesidad de acabar con un confinamiento que ya llevaba dos meses y consideraba yo, era excesivo.

En mayo 25 este diario me publicó el artículo “En la lucha contra el COVID-19, cuidado con la iatrogenia”. Señalaba entonces la necesidad de acabar con un confinamiento que ya llevaba dos meses y consideraba yo, era excesivo. Jamás me habría imaginado entonces como posible, que más de tres meses después aún estaríamos encerrados y bajo lo que el Sr. Aldo Mangravita, presidente del Sindicato de Industriales de Panamá, denominó recientemente -y con mucho tino- una “cuarentena económica, no sanitaria”. Solo un milagro puede impedir que el daño de una intervención tan agresiva y sin precedentes como lo es encerrar por tanto tiempo una población entera, con suspensión de actividades económicas, no exceda con creces cualquier beneficio de dicha intervención.

Cuando en marzo el Gobierno adoptó las medidas de “supresión” (que no han suprimido nada) que incluyen este confinamiento eterno y cerco económico a la población, se basó para ello en una proyección basada en el modelo del Imperial College de Londres. Pero estas proyecciones no se concretaron en ningún país, haya o no aplicado confinamientos. De hecho, el escenario más optimista de dicho modelo sobreestimó las muertes en varios múltiplos. Por ejemplo, en Suecia, país que nunca aplicó confinamiento ni ordenó cierres masivos de empresas y actividades económicas, sino que tan solo prohibió reuniones de más de 50 personas, el escenario más optimista del Imperial College, que asumía que Suecia implementaba todas las medidas drásticas que recomendaba el Imperial College y que aplicamos en Panamá, morían 16 mil personas. Pues, murieron menos de seis mil, sin haber implementado nada de eso. El escenario pesimista, que contemplaba que Suecia no implementaba medidas de “supresión”, proyectaba 90 mil muertos en dicho país. Suecia aquí es solo un ejemplo para ilustrar el hecho incontrovertible de que las proyecciones del modelo del Imperial College sobreestimaron radicalmente las muertes en el mundo. Por tanto, cualquier decisión adoptada basada en ese modelo, sobreestimó radicalmente también el beneficio de las medidas de “supresión”. Pero no hemos visto que en Panamá se haya hecho una reevaluación de las medidas, a la luz de que sabemos que se sobreestimó la estimación de beneficio sobre la que se basó la decisión en marzo de encerrar a la gente y condenarla al desempleo.

Toda intervención de salud causa daños, aunque estos no suelen ser resaltados por sus proponentes. Lamentablemente, en la historia reciente hay múltiples ejemplos de intervenciones preventivas que causaron más daño que bien. Este encierro eterno es un experimento ejecutado sobre la población. Este experimento tan radical, ejecutado a la fuerza sobre toda una población de gente sana -incluyendo sobre niños, que son grupo etario que no tiene más riesgo de morir de COVID-19 que de la influenza común de todos los años- es el caso más impresionante de aquello que David Sackett denominó 'la arrogancia de la medicina preventiva'. Así tituló David Sackett -considerado uno de los padres del movimiento de la “Medicina Basada en la Evidencia”- un artículo publicado hace poco menos de 20 años. En este señaló que “la medicina preventiva despliega los tres elementos de la arrogancia. Primero, es agresivamente asertiva, persiguiendo personas sanas y diciéndoles lo que deben hacer para mantenerse sanas… Segundo, la medicina preventiva es presuntuosa, confiada de que las intervenciones que adopta generarán, en promedio, más beneficio que daño… Por último, la medicina preventiva es arrogante, arremetiendo contra quienes cuestionan el valor de sus recomendaciones” [CMAJ. AUG. 20, 2002; 167 (4) 363-364].

Me resulta difícil imaginar mayor muestra de arrogancia y presunción que la de que un grupo de médicos decida encerrarnos al resto de la población, sobre la base de proyecciones y estimaciones que hace meses quedaron incontrovertiblemente refutadas. Se ha consumado lo que el filósofo austriaco Iván Illich, hace más de 40 años, denominó la expropiación de la salud, a través de la iatrogenia social: la gente sana ha sido convertida en pacientes, y han transformado la responsabilidad personal de cada uno de nosotros hacia su futuro, en el manejo de la población por parte de un “comité de expertos”.

Sackett termina su lapidario artículo así: “los expertos se rehúsan a aprender de la historia hasta que ellos mismos la repiten, y el precio de su arrogancia es pagado por personas inocentes”. Sackett tuvo la buena fortuna de estar muerto (murió en 2015), y no tener así que ser testigo de la enorme locura de los experimentos a que, en nombre de proteger la salud, hemos sido sometidos muchos pueblos, por la pandemia de COVID-19.

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