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- 23/11/2020 00:00
La estigmatización, mala política sanitaria
La estigmatización de los “incumplidores” sigue chocando con todo lo que se sabe de salud pública, al menos desde los años 80. En lugar de tratar como tontos o irresponsables a los que incumplen las recomendaciones y las “órdenes” del coronel Sucre, las autoridades deberían contemplar que si emiten órdenes que la gente no puede cumplir, la culpa del incumplimiento no sea de la gente, sino de los que emiten las órdenes que van contra la naturaleza humana.
Usaré un ejemplo de urbanismo, que resulta relevante a la salud pública: los pasos peatonales elevados en ciudades. Estos se erigen en teoría para proteger a los peatones. Es muy fácil para los conductores decir "mira ese irresponsable que cruza la calle sin usar el paso elevado". Esa estigmatización de los peatones que cruzan lejos del paso elevado parte de una posición arrogante de quienes no conocen las realidades que viven los peatones. Hay muy buenas razones por las que un peatón puede decidir no usar el paso elevado. Por ejemplo, seguridad. Especialmente en sitios apartados, y de noche, un paso elevado es un sitio ideal para una emboscada. No tiene usted cómo escapar.
Puede haber otras razones para el no uso de pasos elevados. Igual que quien va en auto, el peatón valora su tiempo. Si usar el paso elevado requiere caminar mucha mayor distancia, el peatón está haciendo una elección racional al elegir el cruce directo. Por ello, desde hace años, se ha ido reconociendo, en diseño vial, que los problemas de los peatones no se resuelven con campañas de regaño. Si las personas no usan un paso peatonal elevado, probablemente sea porque su uso implica costos elevados para esas personas.
Asumir que si las personas no siguen una recomendación de la autoridad es porque son idiotas, es la receta ideal para el fracaso, tanto en urbanismo como en salud pública. Cuando las personas no siguen recomendaciones de salud pública, habría que preguntarse el porqué, en lugar de insistir -desde las torres de marfil- en tildar a la gente de estúpida o de tratarlas como irresponsables.
En la década de 1980 ya se vivió esta experiencia con la epidemia de VIH. En un inicio, hubo voces dentro de la salud pública que prefirieron la estigmatización, la atribución de culpas y el trato discriminatorio contra los que llevaban conductas de riesgo. Esto evidentemente no funcionó. Hubo quienes pretendieron que la abstinencia fuese el pilar de la estrategia para detener la expansión del VIH en la población. Rápidamente entre los gais se comenzó a promover la idea del sexo seguro, con el uso del condón.
Por supuesto, “sexo seguro” es una expresión engañosa. No existe nada que el ser humano pueda hacer libre de riesgos. Pero sí podemos administrar nuestros riesgos de forma racional. Cuando las autoridades de salud pública entendieron esto, se comenzó a promover uso del condón, uso de jeringuillas desechables entre personas que se inyectan sustancias, y otras prácticas de administración racional de riesgos.
Toda política de salud pública diseñada sobre la base de que los seres humanos van a dejar de hacer las cosas que son inherentes a nuestra condición humana, está destinada al fracaso. El llamado al celibato de los años 80, en 2020 ha sido reemplazado por el llamado a que las personas, especialmente jóvenes, dejen de hacer fiestas y reuniones sociales. Tiene los mismos fundamentos moralistas y moralizantes. Y tiene tantas probabilidades de éxito como la pretensión de celibato poblacional de los 80.
El ser humano tiene necesidades que van más allá de lo material. Somos la especie social por excelencia. Es increíble que autoridades de salud, ocho meses después, aún no lo entiendan. La gente no va a dejar de socializar. Lo hicimos por un tiempo, pero la gente no lo hará más. En particular, los jóvenes tienen altas necesidades de socialización, por razones que no deberían requerir explicación. Esas son necesidades reales, humanas, psicológicas, no superfluas.
Los jóvenes, además, tienen bajísimo riesgo con COVID-19. Esto lo sabemos desde febrero y la data que se acumula no ha hecho más que corroborarlo. En menores de 30, la COVID-19 presenta menor riesgo de muerte que la influenza común estacional de todos los años. En ese contexto, exigir que los jóvenes sigan sacrificándose, absteniéndose de interactuar con sus pares como toda la vida se ha hecho y como usted y yo hicimos cuando fuimos jóvenes, denota un egoísmo inhumano de nuestra parte.
Las autoridades de salud que están infantilizando y estigmatizando a la población por actividades esencialmente humanas, como hacer fiestas y reuniones sociales, harían bien en bajarse de sus torres de marfil. Harían bien en adquirir algo de humildad y contemplar que cuando sus órdenes dadas desde sus púlpitos no son “obedecidas”, quizás la culpa no sea de la gente, sino de quienes dieron la orden. Cuando se mide el efecto de una intervención, también se mide si es susceptible de ser adoptada por la gente. Si la gente no la sigue o la sigue “mal”, lo fallido es la intervención, no la gente. Las personas no son bolas de billar.