• 16/05/2021 00:00

COVID-19: ¿aceptable mortalidad pospandémica?

“Cada país fijará, sin duda, su rasero de tolerancia, con base en factores éticos, culturales, políticos, económicos, sanitarios, sociales, educativos y hasta legales”

Partamos del concepto de que la vida de todo ser humano tiene mucho valor y que cualquier muerte duele, aún más si fue debida a una dolencia súbita o prevenible. Diariamente, no obstante, fallece un sinnúmero de personas por causas diversas, muchas evitables. Vivir siempre conlleva el riesgo de morir. Lo importante, en todo caso, es tratar de minimizar ese riesgo, de manera individual y colectiva. En Panamá, por ejemplo, ocurren aproximadamente 58 defunciones por día (5 muertes x cada 1000 habitantes anualmente); las cinco causas principales son los tumores malignos, las enfermedades isquémicas del corazón, los trastornos cerebrovasculares, los accidentes o hechos violentos y la diabetes. En el 2020, sin embargo, la COVID-19 se erigió en la primera génesis, con casi 6 mil decesos, el doble de los provocados por el cáncer. Para comparación con otra infección respiratoria relevante en salud pública, la influenza (gripe) cobra la vida de 50-100 ciudadanos al año, aunque, si corregimos el subregistro diagnóstico, la cifra real podría ser cuatro veces superior.

La pregunta que se formula en foros académicos internacionales (Nature news, mayo 6, 2021) alude a que, una vez alcancemos la inmunidad colectiva, ¿cuántas muertes por COVID-19 serían aceptables para retornar a la normalidad prepandémica, sabiendo que el SARS-CoV-2 se quedará muy probablemente de forma endémica (con baja ocurrencia anual de infectados) a nivel mundial? Durante la pandemia, los países más exitosos (Australia, Nueva Zelanda, Bhutan, China) aplicaron una estrategia de tolerancia cero al iniciar rigurosas e inmediatas medidas de testeo, aislamiento, cuarentena, mascarilla obligatoria y cierre de fronteras, tan pronto se detectaba un brote de pocos casos de infección. Es evidente que estas herméticas restricciones no pueden ser mantenidas indefinidamente y que la sociedad debe aceptar que, aún después de la vacunación masiva, habrá gente con enfermedad grave, hospitalización y alguna que otra muerte causada por el coronavirus. En otras palabras, habrá que convivir con el virus y asumir cierto nivel de peligro. Por el contrario, naciones que apostaron inicialmente por la libertad individual, por encima del beneficio colectivo, como Estados Unidos, Brasil o India, pretendieron tolerar riesgos para no afectar su economía, pero a costa de excesivas fatalidades, saturaciones de los sistemas de atención hospitalaria y usos empíricos de fármacos sin aval científico, que contribuyeron a consultas tardías, debido a una falsa sensación de utilidad. La extrema relajación en Suecia condujo a una mayor mortalidad de su población más vulnerable que la observada en los países escandinavos vecinos.

Habría que buscar un punto de equilibrio para consensuar un umbral razonable de riesgo. Los cálculos de excesos de muertes por COVID-19, por otras morbilidades no atendidas, por retrasos en cirugías electivas o por desatenciones de patologías crónicas, debido a las desbordadas capacidades hospitalarias, podrían ser un buen parámetro para la toma de decisiones. Otro barómetro podría ser la cuota de muertes anuales por influenza estacional. Aparte de las recomendaciones de vacunación, mascarilla, distanciamiento físico, lavado de manos y de no laborar ante la presencia de síntomas respiratorios en el caso de la gripe, usualmente no se implementan otras estrategias de mitigación. Conviene resaltar, empero, que una ganancia colateral de los confinamientos fue la drástica reducción de la circulación de otros patógenos respiratorios tradicionales (influenza, virus respiratorio sincicial, tosferina). La gripe tiene un tratamiento antiviral de moderada eficacia que mejora modestamente el pronóstico de la enfermedad. La COVID-19 ya tiene vacunas y seguramente habrá terapias exitosas a finales de este año para ser administradas durante la fase temprana de la infección, aunque la tasa de letalidad estimada, por ahora, parece 10 veces mayor que la de la influenza no pandémica. Otro aspecto importante para considerar en la ecuación de riesgo sería el impacto de la COVID prolongada, ocasionando secuelas que afectan por meses a 10-20 % de los infectados, quienes podrían también requerir internación hospitalaria y manejo específico costoso.

Cada país fijará, sin duda, su rasero de tolerancia, con base en factores éticos, culturales, políticos, económicos, sanitarios, sociales, educativos y hasta legales. En Israel, actualmente, con más del 60 % de población vacunada, la cantidad de muertes por COVID parece estabilizarse entre 1000 y 2000 anuales. Si estos números se observan en un país de 9 millones de habitantes, la extrapolación a nuestra demografía, después de superar la inmunidad de rebaño, sería entre 400 y 800 defunciones por año, 1 a 2 adicionales a las 58 que acontecen cada día en Panamá. Con estas cifras, las autoridades ministeriales ya habrían hecho un trabajo exitoso en el cuidado de la salud pública, dejarían a cada persona la colaboración con su propia protección individual y enfocarían sus esfuerzos al control de otras prioridades sanitarias. Al fin y al cabo, cualquier actividad humana implica algún grado de riesgo y toca a cada cual velar por su oportuno bienestar.

Quizás sería razonable en el futuro reunirse solo con amigos vacunados para poder disfrutar con seguridad encuentros sociales. Los amigos genuinos siempre buscan lo mejor para uno y eso, en materia de infecciones prevenibles, implica estar bien inmunizado. Los antivacunas pueden juntarse entre ellos, si así lo desean. Más sensato, imposible…

Médico e investigador.
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